José Saramago - Memorial Del Convento
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Apenas nació el sol, sube la temperatura del día, cosa nada rara pues estamos en julio. Tres leguas, para este pueblo de andarines, no es jornada matadora, tanto más cuanto que el común del personal regula el paso por la andadura de los bueyes, y éstos no tienen ningún motivo para ir de prisa. Sueltos de carga, sólo uncidos a pares, van incómodos con tanta holgura, y casi sienten envidia de los hermanos que tiran de los carros de los pertrechos, es como estar en la ceba antes del matadero. Los hombres, ya se dijo, van lentamente, callados unos, otros conversando, cada cual buscando los amigos que tiene, pero a uno de ellos pareció picarle una avispa y, apenas salió de Mafra, se largó con trote corto, parecía como si fuera a Cheleiros a librar al padre de la horca, era Francisco Marques, que aprovechaba la ocasión para ir a ahorcarse entre las piernas de su mujer, ahora que ha parido ya, o no será tal la idea quizá, sino sólo la de estar con los hijos, charlar un rato con la esposa, cortejarla sólo, sin pensar en fornicios que tendrían que ser apresurados porque vienen ahí atrás los compañeros, y por lo menos a Pêro Pinheiro conviene que llegue al mismo tiempo que ellos, ya están pasando por nuestra puerta, a ver si nos da tiempo, el pequeño está durmiendo, no se entera de nada, a los otros los mandamos que vayan a ver si llueve, y ellos entienden que el padre quiere estar con la madre, qué sería de nosotros si el rey hubiera mandado hacer el convento en el Algarve, y ella preguntó, Ya te vas, y él respondió, Qué remedio, pero, a la vuelta, si acampamos cerca me quedo contigo toda la noche.
Cuando Francisco Marques llegó a Pêro Pinheiro, echando los bofes por la boca, con las piernas temblándole, ya estaba armado el campamento, aunque no había barracas, no había tiendas, los soldados eran sólo los de la vigilancia acostumbrada, más parecía aquello una feria de ganado, con más de cuatrocientas cabezas, y los hombres andando entre los bueyes, apartándolos a un lado, y con eso se espantaban algunos animales, daban cabezadas, aparatosas pero sin malicia, después los dispusieron para comer el heno que descargaban de los carros, iban a tener que esperar mucho, ahora comían a toda prisa los hombres de la pala y el pico, que serán precisos más adelante. Estaba mediada la mañana, batía el sol con fuerza en el suelo duro y seco, cubierto de menudos fragmentos de mármol, lascas, esquirlas, y, a un lado y otro del rebaje del fondo de la cantera, grandes bloques esperaban su vez para ser llevados a Mafra. Tenían seguro el viaje, pero no hoy.
Algunos hombres se habían reunido en medio del camino, los de atrás intentaban ver por encima de las cabezas de los otros, o forcejeaban por abrirse paso entre éstos, y Francisco Marques se acercó, compensando el retraso con el empeño de saber, Qué están mirando ahí, quizá fue el pelirrojo quien le respondió, Es la piedra, y otro añadió, Nunca vi cosa semejante en mi vida, y movía la cabeza, asombrado. En esto llegaron los soldados y con órdenes y empujones disolvieron la reunión, A ver, apartaos, los hombres son tan curiosos como los chiquillos, y vino el oficial de la veeduría encargado de este transporte, Apártense, dejen sitio, los hombres se apartaron atropellándose, y ella apareció, bien había dicho el Blas pelirrojo y tuerto, La piedra.
Era una laja rectangular, enorme, una barbaridad de mármol rugoso asentado sobre troncos de pino, si nos acercáramos más, oiríamos sin duda el gemido de la savia, como oímos ahora el gemido de asombro que salió de la boca de los hombres, en este instante en que la piedra apareció en su real tamaño. Se acercó el oficial de la veeduría y le puso la mano encima, como si estuviera tomando posesión de ella en nombre de su majestad, pero si estos hombres y estos bueyes no hicieran la fuerza necesaria, todo el poder del rey sería viento, polvo, nada. Pero harán la fuerza. Para eso han venido, para eso dejaron tierras y trabajos suyos, trabajos que eran también de fuerza en tierras que la fuerza apenas amparaba, puede estar tranquilo el veedor, que aquí nadie va a negarse.
Los hombres de la cantera se aproximan, van a terminar de apurar el corte de la pequeña elevación por donde la piedra había sido arrastrada, para hacerle una pared vertical por el lado más estrecho de la laja. Es aquí donde vendrá a colocarse la nao de la India, pero, primero, los hombres venidos de Mafra tendrán que abrir una larga avenida por donde bajará el carro, una rampa que suavemente vaya hasta la carretera, sólo después podrá empezar el viaje. Armados de picos y azadones, los hombres de Mafra avanzaron, el oficial marcó en el suelo el trazado del rebaje, y Manuel Milho, que estaba al lado del de Cheleiros, midiéndose con la laja ahora tan próxima, dijo, Es la madre de la piedra, no dijo que era el padre de la piedra, sí la madre, tal vez porque venía de las profundidades, manchada aún por el barro de la matriz, madre gigantesca sobre la que podrían acostarse cuántos hombres, o ella aplastarlos, a cuántos, que haga las cuentas quien quiera, que la laja tiene una anchura de treinta y cinco palmos, una longitud de quince, y un grosor de cuatro, y, para ser completa la noticia, después de labrada y pulida, allá en Mafra, quedará sólo un poco más pequeña, treinta y dos palmos, catorce, tres, por el mismo orden y partes, y cuando un día se acaben los palmos y los pies por haberse encontrado metros en la tierra, irán otros hombres a sacar otras medidas, y encontrarán siete metros, tres metros, sesenta y cuatro centímetros, tomen nota, y como los pesos viejos llevaron el mismo camino de las medidas viejas, en vez de dos mil ciento doce arrobas, diremos que el peso de la piedra del balcón de la casa a la que se llamará de Benedictiones es de treinta y un mil veintiún kilos, treinta y una toneladas en números redondos, señoras y señores visitantes, y ahora pasemos a la sala siguiente, que aún tenemos mucho que andar.
Entre tanto, durante todo el día, los hombres cavaron la tierra. Vinieron los boyeros a echar una mano, Baltasar Sietesoles volvió a la carretilla, sin desdoro, es bueno no olvidar los trabajos pesados, nadie está libre de volver a necesitar de ellos, imaginemos que mañana se pierde el sentido de la palanca, no habrá más remedio que arrimar el hombro y el brazo, hasta que resucite Arquímedes y diga, Dadme un punto de apoyo para que ustedes muevan el mundo. Cuando se puso el sol estaba abierto el camino en una extensión de cien pasos hasta la carretera pavimentada, que habían recorrido durante la mañana con más comodidad. Cenaron los hombres y se fueron a dormir, dispersos por los campos, bajo los árboles, al abrigo de los bloques de piedra, blanquísimos, que se volvieron fulgurantes cuando salió la luna. Estaba cálida la noche. Si ardían algunas hogueras era sólo como compañía de los hombres. Los bueyes rumiaban, dejando caer un hilo de baba que devolvía al suelo los jugos de la tierra, adonde todo vuelve, hasta las piedras con tanto trabajo alzadas, los hombres que las yerguen, las palancas que las soportan, los calzos que las amparan, no imaginan ustedes la suma de trabajo que es este convento.
Oscuro aún, sonó la corneta. Los hombres se levantaron, enrollaron las mantas, los boyeros uncieron los bueyes, y de la casa donde había dormido bajó el veedor a la cantera con sus ayudantes, más los vigilantes, para que éstos supieran qué ordenes tenían que dar y para qué. Se descargaron de los carros las cuerdas y los amarres, se dispusieron las yuntas camino arriba, en dos hileras. Pero aún no había llegado la nao de la India. Era una plataforma de gruesos maderos asentada sobre seis ruedas macizas, de ejes rígidos, de tamaño un poco mayor que la losa que tendría que transportar. Venía arrastrada a brazo, con gran alarido de quien hacía fuerza y de quien la mandaba hacer, un hombre se distrajo, dejó un pie bajo la rueda, se oyó un chillido, un grito de dolor insoportado, empezaba mal el viaje. Baltasar estaba cerca con sus bueyes, vio brotar la sangre, y de repente se halló en Jerez de los Caballeros, quince años atrás, cómo pasa el tiempo. Con él suele pasar el dolor, pero para que pase éste es aún pronto, el hombre ya va allí, sin parar de gritar, lo llevan en una parihuela a Morelena, donde hay enfermería, tal vez escape con un trozo de pierna menos, mierda. También en Morelena durmió Baltasar una noche con Blimunda, así es el mundo, reúne en el mismo lugar el gran placer y el gran dolor, el buen olor de los humores sanos y la podredumbre fétida de la herida gangrenada, para inventar cielo e infierno sólo sería necesario conocer el cuerpo humano. Ya no se ve señal de la sangre que quedó en el suelo, pasaron las ruedas del carro, pisaron los pies de los hombres, las patas hendidas de los bueyes, la tierra absorbió y confundió el resto, sólo un guijarro que fue apartado a un lado conservaba todavía algún color.
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