José Saramago - Memorial Del Convento
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Se reúnen los hombres que han entrado hoy, duermen donde pueden, mañana los escogerán. Como los ladrillos. Los que no sirven, si fue de ladrillos la carga, quedan por ahí, y acabarán por servir en obras de menos fuste, no faltará quien los aproveche, pero, si fueron hombres, los largan, en buena o mala hora, No sirves, vuélvete a tu tierra, y ellos se van, por caminos que no conocen, se pierden, vagabundean, mueren en los caminos, a veces roban, a veces matan, a veces llegan.
No obstante, hay aún familias felices. La real de España es una. La de Portugal es otra. Se casan hijos de aquélla con hijos de ésta, de allá viene Mariana Victoria, de aquí va María Bárbara, los novios son José el de acá y Fernando el de allá, respectivamente, como se suele decir. No son combinaciones improvisadas, las bodas están pactadas desde mil setecientos veinticinco. Mucha charla, mucha conversa, mucho embajador, mucho regateo, muchas idas y venidas de plenipotenciarios, discusiones sobre las cláusulas de los contratos de matrimonio, las prerrogativas, las dotes de las novias y, como no pueden estas uniones hacerse a la ligera, ni a matacaballo, ni a la puerta de la taberna, donde se dice que las hacen los tratantes, sólo ahora, cuando ha pasado casi un lustro, se hará el intercambio de princesas, ésta para ti, ésa para mí.
María Bárbara tiene diecisiete años cumplidos, cara de luna llena, picada de viruelas como se dijo, pero es una buena chica, musical al máximo que pueda serlo una princesa, por lo menos no cayeron aquí en saco roto las lecciones de su maestro Domenico Scarlatti, que la seguirá a Madrid, de donde no volverá. La espera un novio que tiene dos años menos que ella, el tal Fernando, que será el sexto del orden real de España y de rey poco más tendrá que el nombre, información apenas de paso dicha, para que no se insinúe que estamos interfiriendo en cuestiones internas del país vecino. Del cual, y queda así excelentemente expuesta la vinculación a la historia de este nuestro, del cual, repetimos, vendrá Mariana Victoria, una chiquilla de once años que, pese a su escasa edad, tiene ya una dolorosa experiencia de la vida, basta decir que estuvo a punto de casarse con Luis XV de Francia y fue por él repudiada, palabra que parece excesiva y nada diplomática, pero qué otra se ha de usar si una criatura, a la tierna edad de cuatro años, va a vivir a la corte francesa a fin de educarse para dicho casamiento, y dos años después es enviada a casa porque de repente le dio la fiebre al prometido, o a los intereses de quien lo orientaba, de tener rápidamente herederos de la corona, necesidad que la pobrecilla, por dificultades fisiológicas, no podría satisfacer hasta transcurridos unos ocho años. Vino devuelta la infeliz, flacucha y delicada, que comía como un pajarito, con el mal inventado pretexto de visitar a los padres, el rey Felipe y la reina Isabel, y se quedó en Madrid, a la espera de que le buscaran novio con menores urgencias, y resultó ser nuestro José, ahora con quince años por cumplir. De los placeres de María Victoria no hay mucho que decir, le gustan las muñecas, adora los confites, nada raro, está en la edad, pero es ya habilísima cazadora y, creciendo, apreciará la música y la lectura. Hay quien gobierna más sabiendo menos.
La historia de los casamientos está llena de gente que se quedó en el lado de fuera de la puerta, por eso, para evitar humillaciones, se avisa que a boda, y también a bautizo, vas sólo si convidado. Convidado no fue, seguro, aquel João Elvas, amigo de Sietesoles en los tiempos en que éste vivió en Lisboa antes de conocer a Blimunda y juntarse con ella, llegó a darle abrigo en la barraca donde dormía, con otros vagabundos como él, allí junto al convento de la Esperanza, como todos recordamos. Ya entonces no era joven, hoy es viejo, sesenta años súbitamente mordidos por la añoranza de volver a la tierra donde nació y de la que tomó nombre, son deseos que asaltan a los viejos precisamente cuando ya no pueden tener otros. Dudaba no obstante en lanzarse al camino, no por flaqueza de sus piernas, recias aún para la edad, sino por aquellos grandes descampados del Alentejo, que nadie está libre de malos encuentros, recordemos lo que le ocurrió a Baltasar en el pinar de Pegões, si bien en este caso hay que decir que el mal encuentro fue el del salteador que allí quedó, expuesto a los cuervos y a los canes, si no lo enterró luego el camarada. Pero, en verdad, un hombre nunca sabe para qué está guardado, qué parte del bien y del mal le espera. Quién le iba a decir a João Elvas, en sus antiguos tiempos de soldadía, y en éstos ahora de vagabundo, aunque pacífico, que iba a llegarle la hora de acompañar al rey de Portugal en su ida al río Caia, para llevar una princesa y traer otra, sí, quién lo diría. Nadie lo dijo, nadie lo previó, sólo lo sabía el azar que de lejos venía eligiendo y atando los hilos del destino, diplomáticos y dinásticos los de las dos cortes, de añoranza de la tierra y desamparo por lo que al viejo soldado se refiere. Si un día llegáramos a descifrar estas mallas cruzadas, enderezaríamos el hilo de la vida y alcanzaríamos la sabiduría suprema, si en la existencia de tal cosa insistimos en creer.
Claro está que João Elvas no fue en coche ni a caballo. Ya quedó dicho que tiene buenas piernas para andar, pues que se sirva de ellas. Pero, más por delante o retrasado, siempre Don Juan V le hará compañía, como igualmente se la harán la reina y los infantes, el príncipe y la princesa, y todo el poder del mundo que en el viaje va. Nunca la suma grandeza de estos señores sospechará que va escoltando a un vagabundo, asegurándole vida y bienes, tan cerca de acabarse. Pero, para que no se acaben demasiado pronto, sobre todo la vida, bien precioso, no conviene a João Elvas entrometerse en el cortejo, sabido es cuán ligera tienen la mano los soldados, y pesada, Dios los bendiga, si piensan que corre peligro la también preciosa seguridad de su majestad.
Así precavido, salió João Elvas de Lisboa y pasó Aldeagalega en los primeros días de este mes de enero de mil setecientos veintinueve, y allí se demoró asistiendo al desembarco de los carruajes y cabalgaduras que van a servir en el camino. Para su ilustración iba haciendo preguntas, qué es esto, de dónde vino, quién lo hizo, quién lo va a usar, parecen desatinadas indiscreciones, pero a este viejo de aspecto venerando, aunque sucio, cualquier servidor de caballeriza cree que debe responder, y, creciendo la confianza, hasta al carrero mayor se le pregunta, basta con que João Elvas se muestre piadoso, por más que, aunque de rezos sabe poco, tiene fingimiento de sobra. Y si, en vez de respuesta plausible, recibe un empujón, malos modos o un revés, por ahí mismo se adivinará lo que no fue dicho, y al fin se acertarán las cuentas de los errores con que se hace la historia. Así, cuando Don Juan V atravesó el río, el ocho de enero, para iniciar su gran viaje, había en Aldea galega, a su espera, más de doscientas carrozas, entre estufas, calesas, coches de campo, galeras, carromatos, andas, unos venidos de París, otros hechos de propósito en Lisboa para esta ocasión, sin hablar de los coches reales, con los dorados frescos, los terciopelos renovados, las borlas y las cenefas bien peinadas.
De la real caballeriza, sólo en mulas, eran casi dos mil, sin incluir los caballos de la guardia y de los regimientos de tropa que acompañaban al cortejo. Aldeagalega, que, por ser punto obligado de paso para el Alentejo, ha visto mucho, nunca vio tanto, hasta este pequeño registro de servidores, los cocineros son doscientos veintidós, los encargados de las arcas reales, doscientos, setenta los reposteros, ciento tres los mozos de plata, más de mil mozos de cuadra, y una multitud de otros criados y esclavos de diversos tonos de negro. Aldeagalega es un mar de gente, y mucho mayor sería si aquí estuviesen los hidalgos y otros señores que ya van delante, camino de Elvas y de Caia, otro remedio no tenían, que si todos salieran al mismo tiempo, se casaban los príncipes y aún el último invitado estaría entrando en Vendas Novas.
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