José Saramago - Memorial Del Convento

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Se bendijo la cruz el primer día, enorme palo de cinco metros de altura que daría para un gigante, Adamástor u otro, o para el tamaño natural de Dios, y ante ella se prosternan todos los presentes, y máximamente el rey, derramando muy devotas lágrimas, y cuando acabó la adoración de la cruz, cuatro sacerdotes la alzaron a pulso, cada cual por su extremo, y la arbolaron sobre una piedra, allí dispuesta adrede, pero ésta no la cortó Álvaro Diego, con un agujero donde se encajó el pie, que, incluso siendo la cruz divino emblema, no se aguanta si no se entabla bien, es lo contrario de los hombres, que hasta sin piernas se mantienen derechos, la cuestión es que quieran. Tocaba airoso el órgano, soplaban los músicos, entonaban las voces los cantores, y, aquí fuera, el pueblo que no cabía o estaba sucio de más para entrar, el pueblo que había venido de la villa o de los alrededores, no admitido en el sacro interior, se contentaba con los ecos de las antífonas y de las salmodias, y así acabó el primer día.

Ay al día siguiente, pasado que fue aquel primer susto de repetirse la racha de viento del mar, que agitó todo aquel tablado, pero, en fin sopló y pasó, ay al día siguiente, volvamos a la exclamación y atentos a la fecha, diecisiete de noviembre de este año de gracia de mil setecientos diecisiete, se multiplicaron las pompas y ceremonias en el atrio desde las siete de la mañana, con un frío que partía las piedras, estaban reunidos los párrocos de todas las parroquias de alrededor, con sus clérigos y mucho pueblo, y está bien que se haya presentado esta ocasión de decirlo, para uso de los siglos y de las gacetas. Llegó el rey hacia las ocho y media, tomado ya el chocolate matinal, que se lo sirvió con sus propias manos el vizconde, y entonces se formó la procesión, delante sesenta y cuatro religiosos de la Arrábida, luego el clero del lugar, la cruz patriarcal, seis hombres con hopas rojas, los músicos, capellanes con sobrepellices, gran copia de clérigos varios, un espacio libre preparando lo que seguía, y eran los canónigos de pluviales de tela blanca y otras bordadas, delante de cada uno sus criados nobles, detrás, sustentándoles las colas, los caudatorios, y atrás el patriarca con preciosos paramentos y mitra de mayor coste, adornada con piedras del Brasil, después el rey con su corte, juez y alcaldes del lugar, corregidor de la comarca, y gran número de gente, más de tres mil, si no se engañó quien cuidó de contarla, y todo esto por una simple piedra, por eso se juntó aquí un poder inmenso, clarines y timbales atronando los aires superiores e inferiores, y la tropa de caballería y de infantería, más la guardia alemana, y otra vez el pueblo, mucho pueblo, tanto pueblo que jamás en la villa de Mafra se había visto ayuntamiento tal, pero, no cabiendo todos en la iglesia, entran los grandes, y de los pequeños sólo los que caben y tuvieron artes de colarse, antes hicieron los soldados salvas de ordenanza, ocurría esto aún por la mañana, se había serenado otra vez el viento fuerte, y el que corría era sólo una brisa que ondeaba las banderas y las faldas de las mujeres, vientecillo fresco propio de la estación, pero los corazones ardían de pura fe, exultaban las almas, y si, de tan extenuadas, algunas voluntades querían ya retirarse de los cuerpos, venía Blimunda y no se perdían ni subían a las estrellas.

Fue bendecida la primera piedra, luego la piedra segunda y la urna de jaspe, las tres cosas serían enterradas en los cimientos, y luego llevaron todo en procesión, en andas, dentro de una urna los dineros de la época, oro, plata y cobre, unas medallas, oro, plata y cobre, y el pergamino donde constaba el voto, dio la procesión una vuelta entera para mostrarse al pueblo, arrodillado al paso, y teniendo constantemente motivos para arrodillarse, ora la cruz, ora el patriarca, ora el rey, ora los frailes, ora los canónigos, la gente ya ni se levantaba, bien podremos decir que había mucha gente de rodillas. Al fin, el rey, el patriarca y los acólitos se dirigieron al sitio donde se había de colocar la piedra y las piedras, bajando por una espaciosa escalera de madera con treinta peldaños, quizá en recuerdo de los treinta dineros, y de más de dos metros de anchura. Llevaba el patriarca la piedra principal, ayudado por los canónigos, y otros de éstos la piedra segunda y la urna de jaspe, detrás el rey y el general de la Sagrada Orden de San Bernardo, como limosnero mayor, y que, por serlo, llevaba el dinero.

Así bajó el rey treinta peldaños tierra adentro, que parece una despedida del mundo, sería un descenso a los infiernos si no estuviera tan bien defendido por bendiciones, escapularios y oraciones, y se derrumbaran estas altas paredes que forman el foso, pero no tema vuestra majestad, fíjese cómo las hemos estibado con buena madera del Brasil, para mayor fortaleza, aquí hay un banco cubierto de terciopelo carmesí, es color que usamos mucho en ceremonias de estilo y de estado, con el pasar de los tiempos lo veremos en cenefas de teatro, y sobre el banco hay un cubo de plata lleno de agua bendita, y también dos escobillas de brezo verde con los cabos guarnecidos por cordón de seda y plata, y yo, maestro de obra, vierto una artesilla de cal, y vuestra majestad, con esta paleta de cantero de plata, perdón, señor, de plata de cantero, si es que los canteros la tienen, extiende la cal, pero antes la roció con la escobilla mojada en agua bendita, y ahora, ayúdenme aquí, podemos asentar la piedra, pero que sean las manos de vuestra majestad las últimas en tocarla, a ver, un toque más para que todos lo vean, ya puede vuestra majestad subir, cuidado no se caiga, que el resto del convento ya lo construiremos nosotros, y ahora pueden ser colocadas ya las otras piedras, cada una en su respectiva cabecera, y traigan los hidalgos doce más, número de buena fortuna desde los apóstoles, y cal en cestos de plata, así quedará más sujeta la piedra principal, y el vizconde del lugar quiere hacer como ve hacer a los ayudantes de cantero, lleva la artesilla de albañil en la cabeza, mostrando así mayor devoción, ya que no estuvo a tiempo de ayudar a Cristo a llevar la cruz, echa la cal que lo habrá de comer, no era malo el efecto de estilo, pero esta cal no está viva, señor mío, sino apagada, Como las voluntades, dirá Blimunda.

Al día siguiente, tras partir para la corte el rey, se vino abajo la iglesia sin ayuda del viento, sólo llovía agua a Dios dar, se pusieron a un lado las tablas y los mástiles, para necesidades menos reales, andamios, por ejemplo, o tarimas, o camarotes, o mesas de comer, o almadreñas, y los tapices, tafetanes y damascos, las velas de los navíos, cada cosa volvió a su natural, las platas al tesoro, los hidalgos a la hidalguía, el órgano a otras solfas, y los cantores, los soldados a lucir semejantes paradas, quedaron sólo los frailes, con los ojos muy abiertos, y sobre la piedra horada, cinco metros de madera crucificada, la cruz. A los fosos inundados volvieron a bajar hombres, porque no en todos los lugares se había alcanzado la profundidad requerida, su majestad no lo vio todo, y sólo dijo, con otras palabras, cuando entraba en el coche que había de llevarlo, Ahora dense prisa con esto, hace ya más de seis años que hice el voto, no quiero andar lidiando con los franciscanos constantemente, y nuestro convento, por cuestión de dinero que no haya atrasos, gasten lo que sea necesario. Pero en Lisboa el guardalibros le dirá al rey, Sepa vuestra real majestad que en la inauguración del convento de Mafra se han gastado, en números redondos, doscientos mil cruzados, y el rey respondió, Ponlos en cuenta, lo dijo porque estamos aún en los comienzos de la obra, un día llegará en que querremos saber, En definitiva, cuánto habrá costado todo eso, y nadie dará satisfacción del dinero gastado, ni facturas, ni recibos, ni cédulas de registro de importación, sin hablar ya de muertes y sacrificios, que ésos son baratos.

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