– Bueno, por mí no te quedes -dijo Blair por encima del hombro-. Hay taxis en la acera de enfrente.
– ¿Taxis de los que se piden por teléfono? He dicho a casa, no quiero ir a Nigeria, joder.
– Bueno, ahí te has pasado de la raya, Conejo.
– ¿Qué tiene de malo lo que he dicho? -Conejo hizo carantoñas enseñando los dientes.
– Es completamente racista, para empezar. Por el amor de Dios, esto es el Londres multicultural: vas a conseguir que te encierren, o que te maten, joder.
– Blair, cariño, Nigeria no es ninguna raza.
– Venga ya. -Blair se dio la vuelta para fruncir el ceño desde un par de metros más adelante. Lamb desapareció a través de las puertas.
– A ver si se me entiende, joder. Tú dime, ¿por qué es racista decir que un tío que conduce un taxi es de Nigeria?
Blair puso los ojos en blanco.
– Bueno, por la deducción de que todos ellos conducen taxis de los que se piden por teléfono, y por extensión de que son proveedores de servicios de poca monta.
– Blair, los tres taxistas a los que he llamado hasta ahora eran tíos de puta madre, me haría de una peña quinielística con ellos. Pero ninguno de ellos llevaba el suficiente tiempo en este país como para saber adónde coño íbamos. He tardado una hora en encontrar la lavandería, y eso que estaba en la manzana siguiente. Dime por qué es eso racista. Es puto sentido común, yo también soy forastero aquí, acuérdate. A ver si se me entiende.
– Bueno, es peyorativo colocar a todos los miembros de la comunidad africana bajo el epígrafe de un sitio en particular. Y has sido de lo más insidioso.
– ¡Los cojones! Además, colega, mira quién habla: «los miembros de la comunidad africana», los acabas de mandar a una puñetera comunidad distinta a la tuya. Tú eres el puto racista.
– Ah, claro, Conejo. Pues bueno, te desafío a que me lo demuestres, ya que es así como se los denomina oficialmente en todo el mundo anglófono.
– Porque si los aceptaras sinceramente en tu cultura, dirías «miembros africanos de la comunidad». Las palabras son conceptos, Blair.
– Bueno, esto ya es absurdo.
– No, colega, es horriblemente cierto. Te dedicas a perpetuar el problema haciendo que sea un puto tabú decir nada. Y no finjas conmigo que ir por ahí con alguien como Nicki te hace ser multicultural, joder, porque ella no es más que un accesorio de moda con un culo de puta madre. Las chicas negras tienen los mejores culos, tú siempre lo has dicho.
– Bueno, yo me desmarco por completo de eso, joder.
– Bueno, y haces bien, joder. Porque con todos los aires que te das, no eres más que un capullo fascista burgués, blanco y reprimido.
– Bueno, pues lárgate a casa, coño. Coge el puto metro.
– Ah. Claro, gracias, una experiencia móvil de estar enterrado vivo.
– Si nunca lo has probado, joder.
– No hace falta probarlo, solamente hay que escuchar los chirridos que se oyen por debajo de la acera. Es la gente, Blair, seres humanos que chillan.
La cara fantasmal de Don volvió a asomar entre las puertas. A su alrededor flotaba una escalofriante versión rítmica, del hit «Deys ony be one ennifink» de Sketel One.
– Vamos, chavales, es hora de divertirse -gritó-. En el World hay todo lo que uno puede necesitar: tres áreas principales aquí abajo y una para miembros arriba. -Esperó a que la voz del tema de Sketel se apagara antes de continuar-. Podríamos haber entrado a la fiesta por detrás, que es más tranquilo, pero he pensado que querríais ver un sitio como éste. Seguidme, vamos a cruzar por aquí.
– ¿No podemos quedarnos aquí un momento? -dijo Blair.
Lamb se detuvo y examinó a la pareja.
– ¿Estáis seguros?
– ¿Por qué no? Seremos discretos.
Lamb miró a su alrededor.
– Sí, hay bastantes tías por aquí. Está bien, chavales. Diez minutos.
– Bueno, en realidad es por mí. A Conejo no le gustan las chicas.
– No tengo problemas con eso -gritó Lamb-. También hay bastantes tíos.
– Bueno, es que tampoco es gay. Es más bien… asexual.
– Un hombre sensato -gritó Lamb-. No os alejéis mucho, voy a acercarme a la barra.
Blair asintió y entre parpadeos calculó la forma más rápida de adherirse al jolgorio. En el techo unos focos afilados como sables de luz colgantes surcaban la sala, cuyas paredes estaban todas, salvo una, cubiertas de espejos de arriba abajo, produciendo la impresión de ser una tierra media infinita, un estadio de esperma halógeno donde bullía la vida. Frente a un acuario enorme instalado en la cuarta pared se veían las siluetas de varios puñados de profesionales moviendo el esqueleto. En la superficie del agua giraba agonizante un pez deslustrado y con manchas. Un banco de peces relucientes se dedicaba a picotearle el vientre. Un grupo de chavales despeinados que había al lado también flotaban y revoloteaban en manada, y uno de ellos, que llevaba un jersey de cuello de cisne, señaló a los Heath con la cabeza, no a modo de saludo, sino para informar de su aparición en forma de comentario burlón dirigido al resto de la manada. Los dos hermanos echaron vistazos furtivos y fingieron que no lo veían.
Conejo miró a su alrededor, negó con la cabeza y se fue dando tumbos a un letrero que decía «lavabos», al fondo de la sala. Blair lo vio pasar pero hizo como que no se daba cuenta. En lugar de eso, se quedó embobado con una criatura vestida de seda que iba flotando como un elfo en dirección a la barra. Cuando ella notó que él lo estaba mirando, su boca diminuta y su ceño temblaron con timidez, y levantó un poco la nariz en gesto arrogante. Fingió que no lo veía. Blair soltó una risita para sus adentros: era un jardín de células macizorras, un lecho de almejas hormigueantes. Se aproximó a las mujeres que tenía en su órbita, pero por mucho que se les acercara, una armadura de perfumes lo seguía separando de sus verdades animales. Con todo, en el núcleo de aquellas mujeres, por mucho que ellas fingieran no verlo, o no ser conscientes -y lo eran en gran medida-, él sintió cómo reverberaba el dulce vapor del abandono, la clave de la oportunidad: el alcohol. Blair vio que el alcohol disolvía y reorganizaba murallas de células alrededor de los grupos de gente, y tomó nota de que todo el mundo estaba conectado mediante una red sináptica cuyos vínculos se reforzaban con cada copa. Una conversación sobre el precio de la vivienda en un grupo atraía un comentario amistoso por parte de otro, y los grupos se fusionaban durante tanto tiempo como duraba el intercambio. Incluso acabada la fusión permanecían en estado de comunión amistosa y gesticulante.
Lamb regresó a través de una serie de bebidas de diseño. Llevaba tres pintas de cerveza, y sonrió al ver a Blair tan entusiasmado.
– Métete esto -gritó-. ¿Dónde está nuestro chaval?
– No lo sé. Gracias.
– ¿Quieres que lo encuentre?
– Déjalo. Si tenemos suerte, lo apuñalarán en los lavabos.
Blair salió pegado a Lamb del primer club, recorrieron un pasillo y entraron en lo que quedaba de un pub original, un lugar donde el tiempo permanecía detenido: el lounge . Allí los hombres prestaban atención a la bebida como era debido, y también a las cavilaciones que propiciaba la bebida, en el seno de una confortable neblina que emanaba de la alfombra empapada de cerveza. La música era antigua, y antigua de una forma poco sofisticada. Las patillas y las venas rotas flotaban sobre la barra, los ojos enrojecidos seguían a la camarera y fingían no hacerlo. El fútbol rugía en una pantalla instalada en la pared. Un hombre sentado en la barra con una joroba de galgo clavó una mirada furtiva en Blair.
– Mejor será que vaya a buscar a nuestro chaval -dijo Lamb, dejando un billete de veinte libras y la pinta de Conejo en las manos de Blair-. Quiero una Badgers.
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