Pasó junto a Conejo sin verlo.
El grupo se dirigió a la sala de actividades, donde había un pequeño grupo de invitados en medio de un calor que doblaba los bordes de los sándwiches de un buffet. Los residentes estaban excluidos porque se servía ginebra, además de vino y cerveza tibia.
Junto a la ginebra estaba Donald Lamb.
A su lado se movía con gestos nerviosos un hombre más joven, cuyo parpadeo atento lo delataba como el ayudante de Lamb.
Lamb les dedicó una amplia sonrisa cuando Conejo y Ludmila entraron en la sala.
– Hola, hola -canturreó, y se les acercó para saludarlos. Se agachó un momento para hacer un comentario sobre lo alto que estaba Blair y sobre su ceño ferozmente fruncido, y después se puso a conversar en tono afable con Ludmila. Y cuando la Enfermera Jefe se alejó por fin para mezclarse con los demás invitados, y Ludmila y Maksimilian llevaron a Blair a que examinara el buffet, Lamb y Conejo probaron la ginebra. La bebida conspiró con la luz del sol, y con el ruido de las abejas y de las moscas, para provocar una conversación sobre el partido de test de aquella mañana en el campo de críquet de Lord's. Y aquello dio pie a pensamientos más sensibles, que era lo que los aires de la jornada parecían demandar, o por lo menos permitir.
– Siempre he querido preguntarle -dijo Conejo- si fue una estratagema, lo de mandarnos al extranjero de aquella manera.
– Yo no diría eso -dijo Lamb-. No lo diría en absoluto. No quiero meter el dedo en la llaga, pero la situación es realmente más complicada. La privatización es un asunto muy turbio. Impredecible. Digamos solamente que tuve la sensación de que sería mejor, para los intereses de vosotros dos que os encontrarais lejos de la mirada del público.
Conejo asintió. Su mirada se unió a la de Lamb en el suelo, debajo de sus vasos de ginebra.
– ¿Y fue usted quién escribió la carta de nuestro padre?
– ¿Qué te hace pensar eso?
– Meter el dedo en la llaga: lo dice en la carta.
– Bueno -dijo Lamb-, la situación es realmente más complicada. Aunque en realidad, hablando de ese tema, esta tarde tengo algo especial que le va a gustar. Le quiero presentar a alguien.
– ¿Ah?
La voz de Ludmila resonó desde el buffet.
– ¡No, Maksimilian! ¡No hay Fanta de naranja!
Y el tema de la conversación se fundió con la velada. Una y otra vez los ingleses que iban de un lado para otro removían el aire sofocante por todo Albion House, igual que los ingleses que estaban de pie y que simplemente movían los brazos. El sofocante aire se estuvo moviendo en forma de nubes polvorientas por toda la sala de actividades, hasta que la gente empezó a marcharse por el pasillo que llevaba al vestíbulo, pasando frente a la habitación de un hombre del que se decía que tenía un cerebro que era como una medusa, con solamente una fina capa de materia gris suspendida en fluido cerebro-espinal. Probablemente un nervio conectaba el cerebro y el cuerpo de aquel hombre, a quien todo el mundo se tomaba la molestia de llamar «señor», y a quien también se tomaban la molestia de vestir, cuidar y hablar con él, porque así es como terminamos todos, con la ayuda de Dios.
La ginebra estuvo corriendo hasta que se hizo oscuro, y siguió corriendo después. Y cuando por fin un tango vehemente se hizo con el aire de Albion House, en el amplio salón solamente quedaban Lamb, su ayudante y Conejo. Lamb no paraba de mirarse el reloj de pulsera.
Conejo se puso de pie y muy recto en el centro de la sala.
Sus pies empezaron a cruzarse, a juntarse y separarse y a moverse bruscamente al ritmo del tango, pero al cabo de unos pasos, y de apenas un solo giro, dio un traspiés y se cayó.
El ayudante de Lamb se puso alerta, preparado para correr en su ayuda. Pero Lamb permaneció inmóvil y se limitó a observar en silencio. Aquello frenó al ayudante.
– ¿Quiere que ayude a Su Alteza Real? -susurró el joven al cabo de un momento.
– Déjalo -dijo Lamb-. Va a tener que encontrar la forma de hacerlo solo.
Mientras el exparásito desplomado intentaba recuperar el equilibrio, un ruido de gravilla aplastada entró flotando por las ventanas de Albion House. Una flota de coches negros apareció en la entrada.
Lamb estaba a punto de dar un paso adelante cuando Ludmila asomó la cabeza por la puerta.
– ¡Inglés! -gritó-. Venga, vamos a casa.
– Puede que me quede un rato. -Conejo se miró las piernas con cara de rabia-. Puede que me quede un poco más… Millie. A ver si se me entiende. Puede que me quede ahora.
– Vamos, Inglés. -Ella miró su ginebra con el gesto endurecido-. Lo que devoras, te acaba por devorar.
Conejo se dio la vuelta y miró a través de sus gafas protectoras como una mosca albina.
Ludmila se adentró un paso más en la sala. Arqueó un poco la espalda e hizo un mohín. Enarcó una ceja.
– Vamos, Inglés, mañana viernes… pastel de carne.
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