Philippe Djian - Zona erógena

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– Vaya, está usted mal, ¿eh?… -tartamudeó.

– Ya está -dije-. Quiero levantarme.

– Oiga, ¿y qué le ha pasado?

– Me han agredido. Estaría mejor de pie -insistí.

– ¡Eh! ¡Fíjese! ¡Está usted herido! -exclamó.

Enseguida me di cuenta, era uno de esos funcionarios a dos pasos de la jubilación, con cojines nuevos en el coche y patines de felpa para no ensuciar el suelo de su condenada casa.

– Papaíto, por Dios, no me dejes en el suelo. Soy un ser humano. Simplemente quiero levantarme. Eso es todo.

Pero me quedé con la mano tendida hacia su cara. No recuerdo cuánto tiempo estuve así, e incluso traté de mandarle una sonrisa; soy un ángel herido que trata de volar hacia el cielo, no me dejes morir en este desierto, pensé, no en este maldito suburbio.

El tipo retrocedió lentamente meneando la cabeza. Me incorporé un poco, apoyándome en el codo.

– ¡¡ABANDONO DE PERSONA EN PELIGRO!!- grité. Empujó a Nina, que estaba delante de la puerta, y subió rápidamente a su coche.

– ¡¡APUNTA LA MATRÍCULA DE ESE HIJOPUTA!! -vociferé-. ¡¡RECUERDA TODOS LOS DETALLES!!

Oí que el coche arrancaba, e inmediatamente después volvió el silencio. Luego, para mi sorpresa, me puse de pie sin ninguna dificultad, sin sentir ningún dolor en particular, sólo un poco en la cabeza. Vi a Nina plantada en medio de la calle, inmóvil, enrollada en su sábana como un marisco de los mares cálidos, y me acerqué a ella.

– Está todo controlado -le dije-. El coche está ahí al lado.

Como no se movía, le di la espalda y me dirigí hacia el coche. Me siguió.

– ¿Te duele? -preguntó.

– Qué cosas tan raras -dije.

– Lo siento.

Le abrí la puerta y me quedé aferrado al picaporte. Le previne:

– Es una tontería -dije-, pero creo que voy a desmayarme.

Nina me asió por un brazo.

– ¡Oh, no! ¡Aguanta! -exclamó.

– Me coge el pasmo…

– No me dejes sola.

– Soy un escritor -le dije-. Resistiré.

10

Me desperté en el hospital, justo al pasar la puerta con una chica bajo cada brazo. Sentía que mis pies iban arrastrándose por ahí atrás. Las chicas me abandonaron en un asiento y fueron a discutir del asunto con dos tipos jóvenes que llevaban bata blanca y que fumaban tranquilamente al fondo de un pasillo. Los tipos no se precipitaron en absoluto, y poco faltó para que me quedara dormido con el ronroneo de los neones y con mi sangre perlando el linóleo. La cosa duró un rato, y a continuación me levanté, abrí la puerta principal y me encontré afuera. Qué noche, me dije. Avancé por la acera buscando el coche con la mirada y oí que se me acercaban por detrás.

Subí al coche y me instalé tras el volante. Ellas se detuvieron, me miraron a través del parabrisas y luego subieron. No tenía nada que decirles. Me sentía en una fase depresiva, y pensaba que la cosa iría mejor si lograba llegar a mi casa y podía estirarme un poco, Para olvidar todo ese horror y la fuerza del destino.

– No encuentro las llaves -dije.

– Qué imbécil llega a ser -dijo Sylvie-. Es el típico tío que puede leernos una cosa así.

A esa tipa tendría que haberla hecho pedazos la primera vez que a vi. No la miré, no le contesté y tendí la mano para que me pasara las putas llaves.

– Oye -dijo Nina-, no te hagas el imbécil. No puedes quedarte así.

– Bueno, pero estoy cansado. Y ya no sangra.

Sylvie soltó una risita aguda, se inclinó por encima del respaldo delantero y empuñó el retrovisor. Lo dirigió hacia mi cara.

– Mírate -dijo-. Dentro de treinta segundos no te quedará ni una gota. Nos quedaremos tranquilas.

– Escucha, no hagas tonterías -añadió Nina.

Miré largo rato el cielo negro, con un limpiaparabrisas plantado justo en el centro de mi campo visual. Debían de ser las dos o las tres de la madrugada; había un montón de estrellas, y nada que me animara excesivamente. La entrada del hospital parecía un túnel luminoso. Pronto cumplirás treinta y cuatro años, me dije, y tus posibilidades de realizar un acto de valentía, cada vez son menores; tu cuerpo ya no querrá saber nada de eso, y además tienen razón, no te van a matar, HAZLO.

Abrí la puerta.

– Lo que me consuela -comenté- es que mi alma está intacta.

– Aja, vale -soltó la otra.

Me pusieron dos puntos de sutura, pero de los gordos, y un vendaje alrededor de la cabeza. No estuve demasiado tiempo entre sus manos, y encima los tipos dudaron durante un momento. Se preguntaban si valía la pena usar un poco de anestesia, y les di mi opinión sobre el tema. Aquellos dos cerdos me pusieron la inyección de mala gana e igualmente sufrí como un condenado durante el minuto que duró la operación.

Volví al coche con las piernas tiesas. El aire tibio me sentó bien. Las dos chicas charlaban en la parte trasera fumando sus cigarrillos. Al verlas, tuve ganas de agarrarlas a las dos y echarlas a la calle, pero no estaba realmente seguro de tener la fuerza suficiente. Eran unas ganas bastante confusas, y además, andaba falto de sueño.

Me metí delante y vi que las llaves estaban en el contacto.

– Espera -dijo Sylvie-. Conduciré yo.

Me deslicé hasta el otro asiento. Ella rodeó el coche por fuera cuando pasaba a la altura del maletero Nina apoyó la mano en hombro:

– No sé si te lo podré explicar -me dijo.

– No sé si lo podré comprender -le dije-. No tengo ganas de pensar.

Sylvie se sentó a mi lado y me lanzó una mirada inhabitual, con una pizca de interés y una sospecha de simpatía.

– ¿Qué te pasa? -le pregunté-. ¿Te sientes tocada por la Gracia?

No me contestó de inmediato pero siguió mirándome, aunque de forma más normal; así me resultó más fácil poner las cosas en su punto:

– No olvido que ha sido TU puto amigo el que me ha hecho esto. No voy a olvidarlo nunca.

– De acuerdo -me dijo-. Pero lo que pasa es que de verdad te arrastraste por la casa, y ahí se fastidió el asunto.

Me eché a reír en el coche, con los ojos fijos en el techo. Ella accionó el contacto y yo seguí riéndome durante casi un kilómetro. Se preguntaban por qué y yo les mentí, les dije una tontería para calmarlas. En realidad no me reía de ninguna cosa divertida, me reía de mí mismo, de la manera en que todas esas chicas me poseían y, de forma más general, de los innumerables poderes que las mujeres tienen sobre los hombres. Ni Jesús había tenido tantos poderes, y esa evidencia me hizo sonreír durante al menos trescientos cincuenta metros más.

El break bajó el morro y tomó una larga bajada que iba directamente hasta el mar. Era una ocasión de oro para los tacaños y los que estaban pelados. El contacto cerrado durante los dos kilómetros de suave bajada. Yo lo había hecho al menos cien veces en esa carretera. El silencio silbaba como las alas de un planeador, siempre y cuando un gilipollas no te pasara a ciento ochenta, y el aullido de su airado motor no se te quedara en los oídos y te lo estropeara casi todo. Claro que siempre no era así, a veces se iban a hacer sus memeces a otro lado, y dejaban que te deslizaras hasta la playa con una sensación de ingravidez y de placer desmesurados. La economía de carburante era irrisoria.

Sylvie aparcó el coche frente a mi casa. No me salió ni una palabra. Ellas bajaron sin esperarme, y no lo lamenté. Nina atravesó el jardín iluminada por un rayo de luna, envuelta en su sábana. Yo sé que hasta los menores esfuerzos siempre son recompensados de una u otra forma, me daba perfecta cuenta al mirarla. Reconozco que movía bien las caderas; reconozco que a veces mundo recibe el toque de la belleza.

Cuando salí, una ráfaga de viento barrió la calle, y me estremecí. Vi que había luz en mi casa y me acordé de Cecilia y de Lili. Aquello sumaba mucha gente, y muchas historias aparecieron en mi cerebro como nubes que se dirigieran hacia la tempestad; todo se complicaba y yo me preguntaba si iba a tener fuerzas para vivir todo eso. Soy gilipollas, nunca llevo un arma conmigo. Soy guipollas. Casi todos los escritores lo son.

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