Philippe Djian - Zona erógena
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Abrió su ventanilla y condujo con un codo fuera. El viento silbó en el coche pero nos acostumbramos enseguida. Yo acababa de descubrir la Osa Mayor en un rincón del parabrisas cuando ella cogió la segunda cerveza. Comprendí que había calculado mal. Lo que más jode en esta vida es que hay que pensar en todo. La tía vació la botella de un trago y yo hice otro tanto con la mía. Bueno, así ya no hablaremos más del asunto y ¡hop! tiré el envase al asiento trasero.
Al cabo de un momento ella me miró sin disminuir la velocidad. Creo que la aguja pasó a la zona roja y en esas ocasiones siempre me fijo en la carretera, no puedo hacer otra cosa.
– Tengo que decirte algo -empezó ella-. A lo mejor te preguntas por qué no he avisado al pasma, ¿verdad?
– No, no me lo pregunto. Así está muy bien.
– No te lo había dicho pero resulta que es como mi hermano, crecimos juntos. No siempre fue así. Oye, todo irá bien si hacemos lo que hemos dicho, ¿eh?
– Aja, me parece razonable. Es un buen plan.
– Estaremos tranquilos. Son casas aisladas.
– No me arriesgaré.
– Cuando yo era una niña, él dejaba plantadas a sus amiguitas para jugar conmigo. Siempre se ocupaba de mí.
– Normal, un tipo no puede ser malo de cabo a rabo.
Iba a una velocidad tremenda pero se notaba que dominaba el coche. Estaba acostumbrada. El viento nos golpeaba en los oídos y estábamos realmente tocados, en parte también por la cerveza que nos habíamos tomado, la Muerte súbita . Pasamos por un lugar desértico, un lugar extraño con la luna pegada a nuestras cabezas, y le puse un cigarrillo entre los labios, porque eso era lo que quería la tal Sylvie. Coño, eso es, Sylvie es su nombre, nunca lograré recordarlo:
– Sylvie -le dije-, no tenemos de qué preocuparnos, Sylvie. ¿Por qué las cosas han de ir siempre tan mal como imaginamos? Puras tonterías.
Ella lanzó una risita nerviosa.
– No tengo ni idea, pero suele pasar. Este mundo es más bien difícil, ¿no?
Me hundí. Permanecimos en silencio durante un buen rato, con el morro del coche cortando la noche y los pequeños paquetes de niebla que se deslizaban por los cristales. Habría dado cualquier cosa por tener bebida; siempre intento que la cosa vaya lo mejor posible para mí. Lo único que pasamos fueron apenas unas cuantas casas y un poco de luz, pero tuve la impresión de que todo el mundo estaba dormido, o de que los marcianos se los habían llevado, o de yo qué sé, y a continuación nos sumergimos de nuevo en la noche. Dejamos atrás las lucecitas, como si arrastráramos un haz de chispas.
El asunto apareció a la derecha, un montón de casitas pegadas a la carretera pero relativamente separadas las unas de las otras. Ella redujo la velocidad, giramos en torno a un bloque y se detuvo. Empezó a respirar más aprisa.
– ¿La ves? -preguntó- ¿La ves? Es la segunda. Los postigos del primer piso están cerrados.
Asentí con la cabeza. Al mirar la casa comprendí que no me había tomado el pelo. Supe que Nina estaba allí adentro, pero no sentí nada más, no sentía si ella me necesitaba o no.
Sylvie me tomó por el brazo antes de seguir:
– Y la cabina está allí, exactamente al final, a la derecha. ¿Vale? Bueno, allá voy y cuando lo veas salir vas tú. A todo gas. Vale, allá voy.
Mientras ella salía del coche, yo pasé por encima del respaldo y me escondí detrás sin dejar de mirar aquella jodida puerta.
Pasaban los minutos, pero yo sabía que Sylvie necesitaría un buen rato para endilgarle su cuento y obligarlo a salir. La cosa no era segura ni mucho menos. Sé de qué estoy hablando, me sorprendería mucho que un telefonazo me hiciera salir de casa una noche en que no tengo ganas; cuando me tocan demasiado las narices descuelgo y apago todas las luces. Empecé a contar, se me ocurrió porque sí, sin pensarlo realmente, y me quedé bloqueado en quinientos por culpa de un dolor en la pierna, un calambre abominal que me hizo rodar hasta el fondo del break gimiendo. Precisamente en aquel momento vi que el tipo salía, me agarré el muslo y me erguí para verlo mejor, para verle bien su jeta de hijo de puta.
Era un chaval joven, del tipo protagonista de spots de chicle o de pasta de dientes. Tenía un aspecto relajado e informal con su camisa de estudiante, y su cara era de rasgos suaves. A una chica seguro que le parecería un chico guapo, siempre ha funcionado eso de los rubios tallados como lianas y bronceados a tope.
Esperé a que se alejara un poco, sufría como un mártir pero igualmente logré abrir el maletero y me dejé caer al suelo con mi pierna que seguía tiesa. Sin bromas, el dolor me hizo sudar mientras corría hacia la puerta. Estaba cerrada. Avancé por la terraza hasta la primera ventana, cogí una tumbona que estaba por ahí y la tiré con todas mis fuerzas contra los cristales. Qué ruido infernal metí, qué puto escándalo. Tuve la impresión de que había hecho saltar una montaña pero el silencio volvió enseguida; ninguna chalada empezó a gritar desde lo alto de su ventana, con una crema blanca en la cara y el pelo recogido detrás de las orejas.
Separé las cortinas y entré. Tenía aquel arpón clavado en la pierna y durante un momento tuve que apoyarme en la pared con regueros de fuego en el cerebro. La casa estaba silenciosa y también apestaba. Vi una piel de plátano tirada en la moqueta y un cenicero que desbordaba a la luz de un rayo de luna. Tomé impulso y cojeé hasta la cocina. Santo Dios, habían logrado amontonar la tira de platos en el fregadero y las bolsas de basura llegaban hasta la ventana. Qué lástima llegar a eso, me dije, qué lástima. Conozco lo que es abandonarse durante un tiempo, de todos modos hay que papear y hay que cagar, y todas esas cosas se amontonan a tu alrededor. Cono, cuánto odio esas bolsas llenas de porquerías, ese plástico de mierda.
Bueno, pero no estaba allí para soñar. Mi pierna me dolía mef nos pero seguía tiesa; atravesé la habitación en la oscuridad y me salió bastante bien, sólo tropecé con el teléfono que estaba tirado en el suelo. Se volcó y oí el tono. En aquel momento me pregunté qué cosa habría podido contarle Sylvie al tipo; pero no me detuve demasiado en el asunto, me daba exactamente igual. Me agache con gestos de dolor y colgué. Sí, teníamos un plan de acero, Sylvie llamaría por teléfono si no lograba retenerlo; apenas oyera el teléfono tenía que salir corriendo.
Avancé hacia la escalera. Me agarré al pasamanos y respiré hondo. Luego levanté la cabeza hacia el piso superior, pero seguía sin pasar nada. Llamé a Nina en un susurro y después un poco más inerte. Creo que fue en el momento en que pronuncié su nombre a gritos cuando empecé a sentirme desesperado, a sudar un poco más, como si una tormenta se hubiera instalado en el cielo sin avisar.
Me colgué del pasamos para subir, sin ningún estilo, simplemente doblado en dos y haciendo muecas de dolor. Así será dentro de veinte años, me dije, el cuerpo hundiéndose y el espíritu buscando la luz. A lo mejor tenía razón aquella chica de cincuenta y siete años; si un día soy rico y famoso trataré de mantenerme el mayor tiempo posible.
Había cuatro puertas y las abrí una tras otra, cuatro agujeros negros y silenciosos. Nina no saltó para abrazarse a mi cuello, ni se refugió llorando en mis brazos. Me quedé agarrado al último picaporte. Distinguía vagamente las cosas en la penumbra, y no soy del tipo de individuos que encuentran el interruptor de la luz a la primera en una casa desconocida, mi cerebro no abarca todos los campos. Bueno, pensé, ¿qué vas a hacer ahora, qué es lo que está previsto en el programa, dónde debe de estar Nina, o tal vez todo haya sido una gilipollez?
También había una especie de olor increíble, una mezcla de sudor rancio y de algo más fuerte, algo así como mierda según me pareció, combinados al cincuenta por ciento. Sólo con eso ya se le ponía a uno el corazón en un puño y poco menos que lo obligaba a ponerse de rodillas.
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