Philippe Djian - Zona erógena

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Un airecillo suave entraba por las ventanillas, y no creo que nadie pueda pedirle más a la vida. Yo no tenía nada pero no apetecía nada realmente. El coche ronroneaba. Yo aún no tenía treinta y cuatro años y, carajo, la savia seguía corriendo por mi interior. Sí, ni siquiera había cumplido treinta y cuatro años y tenía la suerte de poder degustar momentos así. No me lo montaba tan mal. Saludé con un ligero signo amistoso al guardia que estaba de plantón en un cruce, cociéndose al sol. Le di mi bendición. Me estiré. En realidad, no me había dado cuenta de que la semana pasaba. Todo se había arreglado maravillosamente desde el principio: Marc se había llevado a Cecilia, Sylvie se había largado y, apenas Lili hubo cerrado los ojos, acorralé a Nina contra el reborde de una ventana. Estaba trompa pero le bloqueé una pierna con mi cadera y le rompí las bragas por la mitad. No pude hacer otra cosa. La cabeza de mi cacharrro lucía violeta oscuro. A continuación, pusimos la directa; eran mis últimos cartuchos y no iba a dejar que me agarraran vivo. Seguimos jodiendo en la cama.

Al día siguiente continuaba el milagro, hubo algunas llamadas por teléfono, y Lili volvió a casa de su padre. Yo estaba totalmente de acuerdo con Nina, teníamos necesidad de reencontrarnos un poco a solas los dos para volver a aprender. Simplemente ella y yo. Por lo que a mí respecta, volví a aprender rápidamente. Sólo había olvidado un poco, hasta qué punto ADORABA acostarme con ella; creo que es preciso conocer una cosa así al menos una vez en la vida.

– ¿Te estás durmiendo? -preguntó ella.

– ¿Estás de broma?

– Tenías los ojos cerrados, especie de tramposo. Te los veía perfectamente bajo las gafas.

– Es el sol interior, ¿sabes?

– Oye, tendrías que darme algo de pasta.

Le di la que llevaba y paró para ir a la lavandería. Luego la calle dirigiéndome un leve saludo, y entró en la tienda del italiano.

El espectáculo me puso soñador. La verdad es que desde hacía una semana no había bajado de las nubes. Era el tipo de la eterna sonrisa en los labios. El tipo de la cabeza partida. Las puertas del coche ardían; no era cuestión de dejar caer el brazo por fuera, asi que salí. Me regalé un helado y me lo tomé en la acera, delante del escaparate del italiano. Me quedé plantado al sol, con mi cacharro congelado entre los labios. La veía discutir con el tipo y mover su cabellera rubia, a través de los reflejos plateados y de las mortadelas que colgaban del techo, como bombas blandas y rosadas. Realmente era una tía de narices. A fin de cuentas, la separación nos había beneficiado. Ella no me había dado demasiadas explicaciones acerca del episodio de la habitación de la mierda, pero tampoco yo estaba ávido de detalles; la cosa ya me jodia suficientemente sin removerla. Tal vez el tipo estuviera medio chiflado, pero ella, ¿cómo había llegado hasta allí? La verdad es que había preparado cuidadosamente su montaje, me había endosado a su hija para poder joder a brazo partido, y eso era lo único que yo veía. El resto era más fácil de olvidar, aunque el tipo fuera un picha de oro. La cosa se me ocurrió al ver las mortadelas que se balanceaban encima de ella, aunque no puede decirse que el tema me obsesionara. No me gusta pensar demasiado cuando estoy con una chica. Trato de no perderme ni una migaja.

La acera estaba desierta, y yo era el único candidato a la insolación. Por supuesto, el tipo la acompañó hasta el umbral de la puerta. Entiendo que le era difícil montárselo de otra manera. Siguió camelándosela, mientras intentaba echar una ojeada por la abertura de la camiseta de Nina para ver qué hacían sus tetas; ni siquiera yo pude dejar de mirar el bamboleo por encima de mis gafas… Apenas estemos solos le pediré que se quede únicamente con esa camiseta, pensé; y ahora éramos los dos mirones. Me acerqué a ella para darle una lección al italiano, para darle una prueba de que el mundo es injusto. Tomé a Nina por la cintura, e hice una observación acerca de lo que acababa de comprar, le dije espero que bastará si nos pasamos tres días más en la cama. Caminamos lentamente hasta el coche. Yo estaba seguro de que iba a sonar un disparo en la tienda.

A continuación, fuimos sin prisas hasta la casa de Yan. Normalmente, era una velada para hacerse con dinero, y la verdad es que hacía falta. Navegábamos en plena crisis y el problema consistía en mantenerse a flote de una forma u otra. Yan ya había organizado algunas buenas partidas de póquer en su casa, con tipos que localizaba en el bar, que llevaban los bolsillos forrados y que estaban me-dio dormidos. Reconozco que los elegía bien; la última vez había sido una pareja que vendía carne al por mayor. Hacia el final, el tipo se enjugaba la frente sin cesar, mientras la mujer rastrillaba el fondo de su bolso para cubrir la última postura. A la una de la madrugada el problema estaba resuelto, y los habíamos acompañado tranquilamente hasta la puerta.

Llegamos los primeros y encontramos a Yan al fondo del jardín, hundido en una tumbona y con una copa en la mano, aprovechando los últimos rayos del sol.

– ¡Brigada contra el juego! -grité.

Me enseñó su copa sin volverse.

– He pensado en ti -me dijo-. Está preparada en la cocina.

– Enseguida vuelvo -dije.

Había una jarra llena de Blue Wave en la nevera, y estaba cubierta de escarcha cuando la saqué. Era uno de mis cócteles preferidos, de un espléndido color azul lapislázuli. También había rodajas de limón para ensartar en las copas; cuando el condenado de Yan hace las cosas, siempre tienen un cierto nivel, con la marca de la finura homosexual, lo que da un cierto toque particular. Yan era mi único amigo, y la cosa no me iba mal. La verdad es que cuando miro a mi alrededor me parece que tengo suerte por tener un amigo.

Repartí las copas y me senté en la hierba. Estaban hablando. Mientras, yo me dediqué a mirar algunas gaviotas, que revoloteaban por encima de los techos sin el menor esfuerzo, planeando en tas corrientes de aire caliente con la mirada inmóvil. Comprendo por qué tienen el cerebro pequeño. Mi cerebro más bien me clava al suelo.

Barrí esa mala vibración con una Ola Azul, y al mismo tiempo cayó la noche. En el preciso momento en que hacía bajar mi copa. Y me hice esta reflexión, me dije no hay nada tan espantoso como descubrirse un poco más cada día. Llegado a ese punto, sentí necesidad de hablar con alguien.

– ¡Eh! -exclamé-. ¿Qué cono estáis haciendo? Podríamos tomarnos las cosas esas de queso, ¿no?

– No -dijo Yan-, nos las tomaremos en la mitad de la partida. Haremos un descanso.

– Bueno, espero que traigan algo…

– No creo, no es su estilo.

– Jo, me pone enfermo -comenté-. ¿Qué puede ser tan importante como para que pasemos la velada con tipos así?

Yan apartó algo invisible de delante suyo, con gesto irritado.

– Oye, no nos fastidies. Tú y tu maldita beca. Si apenas te da para comer…

– De acuerdo -admití-. Creo que tratan de convertirme en un mártir. A lo mejor temen que mi talento quede ahogado con un poco de dinero; o no se atreven a hablarme de estas cosas a la cara…

En aquel momento llamaron a la puerta. Yan fue a abrir. Le sonreí a Nina. Me terminé mi copa y llegaron dos tipos. Eran dos tíos de treinta o treinta y cinco años, con camisas de colorines, y «Ray Ban» estilo new wave, y un aire muy suelto. En general, los tipos con aire suelto me fastidian con bastante rapidez. El más bajo atravesó el jardín por las buenas, sin decir ni hola, y se aposentó en la tumbona de Yan. Estiró las piernas y las dejó debajo de mi nariz.

– Uuuaaauuuuuu… -soltó-. Se está bien aquí.

Me levanté. Era prácticamente de noche y aquellos dos imbéciles seguían con sus gafas de sol puestas como dos tarados. Todo lo demás hacía juego, la ropa, la actitud, el propio olor, e incluso ese brillo en la sonrisa. Un brillo ferozmente estúpido.

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