Federico Andahazi - El Anatomista

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EI héroe de esta novela es Mateo Colón, un anatomista del Renacimiento que a! enamorarse de una prostituta veneciana, Mona Sofía, emprende la búsqueda de algún tipo de pócima que le permita conseguir su amor. El anatomista da comienzo así, nada más ni nada menos, a la ardua exploración de la misteriosa naturaleza de las mujeres. Es nuestro héroe un verdadero adelantado, y en su audacia decide experimentar con prostitutas y, algo totalmente prohibido en la época, con la disección de cadáveres. Lo que descubre Mateo Colón en pleno siglo XVI es, tal como lo fuera América para su homónimo, una "dulce tierra hallada": el Amor Veneris, equivalente anatómico del kleitoris, hasta entonces desconocido en Occidente. Es una noble señora castellana la que da cuenta del poder de este descubrimiento. Cuando intente hacerlo público, Colón deberá enfrentar otro poder: el de la despiadada Inquisición. A partir de aquí se verá envuelto en un proceso vertiginoso.
Federico Andahazi ha construido una novela apasionante a partir de la historia de uno de Ios médicos más sobresalientes del Renacimiento. Ha recreado la época no sólo en sus costumbres sino en su sistema perverso de pensamiento. El autor le imprime un ritmo sostenido al relato así como al impecable manejo de la intriga -sin soslayar el humor y la ironía- que convierten a El anatomista, y a su autor, en una impactante y bienvenida revelación.

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TERCERA PARTE

LOS HECHOS DEL PROCESO – LLUEVE

I

Mateo Colón, sentado a su pupitre, mira caer la lluvia del otro lado de la luna minúscula que corona la breve cabecera de su cama. Llueve sobre las diez cúpulas gemelas de la basílica y sobre la pradera que se funde en la línea incierta del horizonte. Llueve una lluvia fina que apenas si moja. Llueve una lluvia mansa y persistente que acosa como un mal pensamiento o como una duda. Como una idea. Como un secreto. Llueve, se diría, una lluvia de siglos. Llueve una lluvia pía, descalza. Llueve una lluvia franciscana. Llueve con la misma leve materialidad de la que están hechos los pies del santo sobre los techos, sobre los pájaros. Llueve, como siempre, sobre los pobres. Llueve lenta pero insistentemente una lluvia que, a fuerza de puro caer, habrá de remover los pies marmóreos de los santos pétreos, oscurantistas. No ha de ser hoy ni mañana. En un momento, en unos días, habrán de arder las antorchas negras, las brasas de las hogueras. Pero llueve. Llueve una lluvia mansa, insistente; como una advertencia o un augurio. Llueve una lluvia amable, piadosa, que, al menos, refresca la llaga en la carne quemada. Llueve una garúa zumbona sobre los campesinos que dan de comer al abad y llueve sobre la estola de Paulo III. Llueve sobre el Vaticano. Y llueve, también, una lluvia tibia, anhelada; gotas que son pequeñas vergas que se cuelan bajo el cerrado escote de las religiosas. Llueve una lluvia germinal. Una lluvia italiana.

Mateo Colón mira caer la lluvia nueva. Llueve y entonces, de las entrañas del barro, se exhuman los tesoros de la Antigüedad. Llueve una lluvia arqueológica. Allí, debajo de los pies, surge el antiguo esplendor. Llueve y a fuerza de puro llover, acaba por removerse el suelo histórico que vomita mármoles, libros, monedas. Todo lo que está en la superficie se vuelve, en comparación, trivial y, sobre todo, vulgar. Debajo de la maraña de calles hechas por el azar del puro tránsito, debajo de los villorrios miserables, el agua desnuda el Antiguo y Esplendoroso Imperio que habrá de ser exhumado. Llueve y entonces, desde la tripa de la tierra, surge lo Bueno, lo Bello y lo Verdadero. Llueve y, de puro llover, se deshacen en barro los condottieri y, en su lugar, se vuelve a elevar el espíritu de Escipión, de Favio.

Expulsado de su dulce tierra hallada, de su paraíso; exiliado en su claustro, lejos, muy lejos de su "América", de su Patria, Mateo Colón mira llover.

El anatomista mira caer aquella lluvia que, a menos que obre un milagro, habrá de ser la última.

II

El 25 de marzo del año 1558, precedida por cinco jinetes y sucedida por otros cinco guardias de corps , llegó a Padua la comisión presidida por el cardenal Caraffa y el delegado personal del cardenal Alvarez de Toledo. Las eminencias fueron alojadas en la Universidad y resolvieron tomarse tres días para examinar los pormenores del caso, antes de dar comienzo al proceso. El decano ofreció a Sus Eminencias el recinto del aula de anatomía para constituir el Tribunal, pero a los ojos de los visitantes resultó demasiado amplio para tan poco número de audiencia; el Tribunal estaría integrado por tres jueces: el cardenal Caraffa, el presbítero Alfonso de Navas -delegado personal del cardenal Alvarez de Toledo- y un representante del Santo Oficio de Padua. La parte acusadora correría por cuenta del propio decano y la defensa del acusado no habría de contar con más auxilio que el de su solo alegato. Además habrían de tenerse en cuenta dos o tres testigos. De modo que Sus Eminencias consideraron más que suficiente el espacio de un aula común.

III

El 28 de marzo del año 1558 se inició el proceso. Según las formalidades del caso, el Supremo Tribunal primero habría de tomar declaración a los testigos de la acusación, en segundo lugar se escucharía la imputación del acusador y, finalmente, el alegato del acusado. Sin embargo, el tribunal no creyó conveniente la presencia de personas ajenas a la asamblea y consideró más cercano a la prudencia que los testigos declarasen por escrito mediante el acta de un notario. De acuerdo con tales formas, el propio notario de la Universidad, Darío Renni, recogió los testimonios que habrían de ser expuestos.

DECLARACIÓN DE LOS TESTIGOS

PRIMER TESTIMONIO: DECLARACIÓN DE UNA MERETRIZ QUE DICE HABER SIDO EMBRUJADA POR EL ANATOMISTA

De pie frente a los jueces, Darío Renni leyó el primer testimonio.

Yo, Darío Renni, procediendo a tomar declara-ción a una hetaira de los altos de la Taverna dil Mulo , que dice llamarse Calandra, contar con diez y siete años y habitar en esos mismos antros.

La dicente declara que el día catorce del mes de junio del año de mil quinientos y cincuenta y seis, un hombre de fiera mirada llegóse a los altos de la taberna y pidió por servicio. Fuéronle mostradas todas las pupilas de la casa y decidióse a cohabitar con una llamada Laverda. La dicente declara que con ella retiróse a los aposentos habiendo pagado tarifa magra, pues era puta vieja y algo enferma; que el visitante salió de la alcoba sin la compañía de la meretriz y despidióse con prisa de la casa.

La dicente declara que sintió viva preocupación por la otra pupila, pues no salió del aposento y ningún ruido surgía de la alcoba. Declara la dicente que como la otra no apareciera, llegóse hasta el aposento y, junto al lecho, viola yacer. Declara la dicente que al principio pensó que el hombre era cliente disconforme y que vengóse de la otra por hacer mal su oficio y ser vieja y desdentada. Pero vio que respiraba y no tenía herida, ni de hoja ni de palo.

Declara la dicente que cuando la otra despertó del desmayo, le refirió lo sucedido; que el cliente dióle de lamer de la verga y cuando esto hizo vio que éste era el diablo que pedía por su amor y por su alma. Declara la dicente que la otra le refirió que anduvo por los ríos de Caronte viendo demonios fornicadores que metíanle vergas largas por todos los agujeros de su cuerpo por ser mujer de mala vida.

Declara la dicente que no dio crédito a la otra hetaira, pues era puta ya muy vieja que padecía locura venérea.

Mas, a la semana siguiente, aparecióse de nuevo el visitante por los altos de la taberna pidiendo por servicio, que fuéronle mostradas todas la pupilas de la casa y decidióse esta vez por la dicente, que era puta cara y de buena carnadura. Declara la dicente que el cliente era hombre de fina estampa y fiera mirada, que era muy de su gusto y atendióle de buen grado y sin protesta.

Declara la dicente, que el visitante subióse las ropas por arriba de la cintura y pidióle que se sirviera de su verga que estaba dura y levantada. Declara la dicente que lo hizo como mandaba su oficio: con arte y buena maña, y que, al hacerlo, cayó presa del embrujo y se maldijo de no haber hecho caso de las palabras de Laverda.

Declara la dicente que aquél era el mismo diablo que pedía por su amor y por su alma, que vio toda clase de demonios que obedecían al maldito, y que todas esas bestias de fiero talante sometíanse a su amo, poniendo sus vergas gigantescas dentro del ojo del culo de la dicente que sufría de gran tormento. Y escuchaba que el amo de la bestias le decía que le diera su amor y su alma para que el grande suplicio cesara. Declara la dicente que el amo de las bestias del infierno le pedía por su amor por ser mala mujer; que su alma le pertenecía pues había del pecado de la carne su sustento. Declara la dicente que negóse, a pesar de los tormentos, a darle su amor, pues había recibido sacramentos y con Dios era su amor y con Dios era su alma.

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