Federico Andahazi - El Príncipe

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De lectura ágil, atractiva, hipnótica, original y terriblemente actual, " El Príncipe" contiene todos los elementos que un lector exigente puede reclamarle a una gran novela.
Es la historia del Hijo de Wari, el diablo, un líder nacido en el corazón de la montaña que conquista la voluntad de su pueblo con promesas incompludias, y lo gobierna con la ilusión de una prosperidad inexistente. Cuando se "retira" -junto con sus ministros-apóstoles, aguardando un momento más propicio para gozar de los frutos de la cosecha en el poder-, el pueblo queda clamando por su segunda venida. Detrás de la escena, un consejero inmaterial, maquiavélico, ilumina los pasos del Mesías. Pero dónde se oculta el Hijo de Wari?, qué trama para su regreso?.

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Existen Estados que reservan para sí la potestad sobre la vida o la muerte de los subditos. Así como velan por la vida de los ciudadanos honorables, tienen la atribución de suprimir la de aquellos que emponzoñan los cimientos de las normas del propio Estado. La justicia tiene como función superior, no ya la consecución del bien del soberano, sino, antes, la preservación en el tiempo del funcionamiento del mismo Estado que determina todos los vínculos sociales. Consecuentemente, la condena a muerte no puede considerarse un crimen, sino, al contrario, la defensa más elocuente contra el propio crimen. Y, en estos casos, quienes deciden en nombre del Estado son hombres: abogados, fiscales, simples ciudadanos y jueces. Suelen ser largos y tortuosos procesos que, en muchos casos, están tan cerca de la justicia como de la injusticia. El gobernante, como ejecutor y garante de los designios superiores del Estado, no puede despojarse de la herramienta que suprime, de raíz, a quienes atenten contra él. La única diferencia entre la condena a muerte y el homicidio surgido del interés político es que la primera se celebra a la luz pública y el segundo se decide y se ejecuta en secreto. Por lo demás, no existen diferencias por cuanto no interviene la voluntad divina.En el homicidio por interés político, la supresión del "reo " debe ser tan brutal e indisimulada que, por su misma torpeza, no pueda ser atribuida al sospechoso natural, es decir, el gobernante. Ha de aparecer a los ojos públicos como una burda patraña urdida por la oposición con el propósito de inculpar al principal sospechoso, esto es, el gobierno.

Sin embargo todos sabían que, en el caso del doctor Orestes Morse Santagada, tal sentencia era inaplicable: si algo llegara a ocurrirle, habría de llevarse a la tumba la clave para acceder al botín. Tan perfecta era la estratagema del Presidente que, en virtud de su misma exquisitez, peligraba ahora su eficacia. Contra sus voluntades tenían que cuidarse los unos de los otros. Tenían que ser cautos para evitar que, accidental e involuntariamente se escapara de sus bocas la cifra clave. Se veían obligados, a su pesar y por mucho que fuera el odio que se prodigaran, a protegerse y mantenerse unidos tanto en la salud como en la enfermedad, como un matrimonio fundido en el crisol de la conveniencia.

Esperaban en forzada armonía, ocultos en aquella Hollywood olvidada, la consolidación del mito para volver, resucitados, desde el Reino de los Cielos y fundar así el gran reino en la Tierra.

Aunque por el momento no contaran más que con un puñado de monedas en una pequeña patria hecha de cartapesta.La luna se había ocultado por completo tras la cúpula semicircular de la Mezquita Azul. Habiendo dado por concluida la cena en Constantinopla, el Presidente creyó oportuno recordar que, por la mañana, habría desayuno de trabajo. Contempló por última vez los restos del hipódromo romano que se extendían frente al hotel y pidió que le encendieran un narguile con tabaco frutado. Envuelto en la nube de humo que olía a manzana, ingresó en un grato sopor que lo liberó de sus recientes preocupaciones.

****

(Afuera, mientras tanto, esperábamos su regreso escudriñando el cielo a través de las lagañas secas que nos mantenían los párpados apenas separados como para sostenernos en vigilia pero, a la vez, tan pegados que casi no podíamos ver, sumergidos en aquella duermevela en la que permanecíamos, equidistantes, a un palmo de la vida y otro de la muerte pero en un territorio ajeno a ambas, fluctuando en ese purgatorio entre la nada y la nada, ardiendo en el fuego destemplado de la abulia, sintiendo en el cuero cabelludo el paso moroso de los piojos del abandono que nos iban comiendo poco a poco el seso de la voluntad y nos dejaban seco el cacumen del entendimiento, y asistíamos a nuestra propia ruina con la sonrisa congelada del cretino. Cultivábamos la lástima con escrúpulo. Nada nos provocaba un placer más dulce que lograr que se compadecieran de nuestros pesares. Exhibíamos nuestras miserias, mostrábamos las cicatrices y las excrecencias, las llagas abiertas y la carne mórbida de la septicemia. Y, con simétrica curiosidad, nos regodeábamos viendo las pilas de cadáveres dejados tras los terremotos, secretamente nos deleitábamos ante el llanto desconsolado de quienes veían como sus casas eran arrastradas por el río desbocado de la Modernidad. Entonces ofrecíamos nuestro hombro piadoso para que las lágrimas del doliente regaran el campo yermo en el que cultivábamos la dulce flor de la amargura. Llevábamos en el cuello la marca bífida de los dientes del vampiro de la execración. Como Lázaros de las tinieblas, nos levantábamos de nuestras tumbas hechas con la madera del naufragio y buscábamos el pescuezo inmaculado de aquellos que todavía conservaban el único patrimonio de sus anhelos; acechábamos desde las sombras y, surgidos de la nada, nos abalanzábamos sobre la lujuriante yugular de los que aún guardaban el hálito tibio de la vida. Entonces, pálidos e inertes, convertidos en uno más de nosotros, muertos en vida, recibíamos con júbilo a las nuevas huestes de las profundidades. Apestábamos.)

10

El gabinete en pleno, con la obvia excepción del doctor Orestes Morse Santagada, ya se había sentado a la mesa oval del despacho presidencial, improvisado para la ocasión. El asunto a tratar era, justamente, el caso del Ministro desertor, de cuya ausencia daba cuenta la silla vacía a la diestra del Presidente. El Hijo de Wari ya no era aquel caudillo de provincias envuelto en su poncho de vicuña; ahora vestía un traje azul de saco cruzado y una corbata de seda amarilla. Su pelo negro que otrora se peinaba según los arbitrios del viento de los Andes, ahora se veía corto, matizado con brillos plateados y dividido por una raya que se diría trazada a escuadra. Abocado al asunto que lo ocupaba, Su Excelencia estaba dispuesto a olvidar su condición de amigo del antiguo compañero de celda y proceder como mejor conviniera.

– Muy bien -rompió el silencio el Presidente después de haber tomado el primer sorbo de café-, prefiero escuchar primero sus opiniones.

Era una suerte de tácito acuerdo que volvía a repetirse con la sistemática rutina de los rituales: el primero en hablar era siempre el doctor Cohén, Ministro de Interior.-Ante todo, Madre, quiero apelar a la calma, que si bien existen motivos para la preocupación, opino, Madre, que debemos abrir un compás le espera. Sería prematuro tomar hoy mismo una decisión.

En ese punto intervino el Ministro de Defensa:

– Yo no sería tan paciente, Madre, creo que en este caso el tiempo no obra a nuestro favor. En estas situaciones soy proclive, como usted bien lo sabe, Madre, a actuar con la presteza de un gendarme.

– A propósito -intervino el doctor Santa Marina-, ¿ustedes saben de dónde proviene la palabra «gendarme»?

Todos conocían la vocación etimológica del Ministro de Justicia, tan afecto a redactar proclamas, manifiestos y declaraciones de principios. En rigor, a nadie le interesaba demasiado el asunto, de modo que ni siquiera se molestaron en contestar; a pesar de lo cual, el doctor Santa Marina arremetió con su etimología:

– Gendarme, del francés gents d'arms: gente de armas: gendarme. ¡No es notable!

El Ministro de Defensa miró al doctor de reojo, resopló ostensiblemente y continuó con su exposición:

– Como le estaba diciendo, Madre, todavía tenemos tiempo para tomar una determinación. Existen diferentes alternativas.

– Acuerdo con el Ministro -se apresuró a decir el secretario de Minoridad habiendo visto el asentimiento del Presidente frente a las palabras del funcionario de Defensa.

– No sea genuflexo, hombre -vociferó el Ministro de Interior increpando al campeón de lucha libre.

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