Federico Andahazi - El Príncipe

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De lectura ágil, atractiva, hipnótica, original y terriblemente actual, " El Príncipe" contiene todos los elementos que un lector exigente puede reclamarle a una gran novela.
Es la historia del Hijo de Wari, el diablo, un líder nacido en el corazón de la montaña que conquista la voluntad de su pueblo con promesas incompludias, y lo gobierna con la ilusión de una prosperidad inexistente. Cuando se "retira" -junto con sus ministros-apóstoles, aguardando un momento más propicio para gozar de los frutos de la cosecha en el poder-, el pueblo queda clamando por su segunda venida. Detrás de la escena, un consejero inmaterial, maquiavélico, ilumina los pasos del Mesías. Pero dónde se oculta el Hijo de Wari?, qué trama para su regreso?.

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Sin embargo la gobernación no habría de ser más que un breve peldaño en su carrera política. El Hijo de Wari asumió la primera de sus incontables presidencias, sucesivas y ganadas todas por mayoría absoluta, seis mil seiscientas sesenta y seis jornadas exactas antes del glorioso Día de la Ascensión.

7

Desde aquella fecha memorable en que Él y Los Doce se elevaron hasta perderse en el ábside del ocaso, nada volvimos a saber de sus misteriosas existencias. En la misma medida en que se acrecentaba nuestro tedio, en que nos entregábamos a una abulia hecha de amargo hastío y de dulce inercia, en la inacabable siesta en la que discurría nuestra pedestre subsistencia a ras del suelo, en la misma proporción, alentábamos la secreta esperanza de Su regreso. La desidiosa acritud de los nuevos tiempos nos había conferido, de pronto, una mirada bovina. Con la misma expresión de las vacas que pastaban a la vera de los caminos, veíamos pasar los días sin más sobresaltos que el repetido fastidio que nos demandaba espantarnos la mosca pertinaz del agobio. Nos fueron creciendo las barbas de la indolencia, echados boca arriba nos rascábamos las pulgas gordas del tedio. Frente a nuestros impávidos ojos de vaca, los días pasaban con la misma lenta mansedumbre con la que iba cayendo la hojarasca otoñal del calendario. Recostados sobre la almohada pringosa de la decepción, veíamos pasar la sucesión de santos del santoral: lunes 2, San Tobías y San Bonifacio, los santos de los enterradores; martes 15, San Mauro, elque servía para curar la escrófula, los lamparones y los humores fríos; miércoles 4, San Eusebio, el santo de los comisionistas y los revendedores; sábado 24, Santa Isabel de Hungría, la que invocábamos para curar el dolor de muelas. Y así, restregándonos las lagañas del desgano, veíamos pasar a los santos con su vuelo lento y repetido: jueves 18, San Gregorio Taumaturgo, viernes 29, San Segismundo, el que bajaba la fiebre y morigeraba los dolores reumáticos. Vivíamos en un sempiterno domingo de lluvia. Sometidos por la melancolía, solamente nos quedaba el recuerdo cada vez más remoto del Hijo de Wari. Rememorábamos sus días de gloria y lo esperábamos, como en los viejos tiempos, conservando entre las manos el tesoro impar de los milagros gestados en la tripa de la serpiente que sólo habrían de consumarse con su segunda vuelta.

LIBRO TERCERO : ARGENTINA SONO FIN

I EL REINO DE LAS SOMBRAS

1

Trece reposeras paralelas al mar hundían sus patas en la arena blanduzca de la orilla, justo al límite ondulante de la línea de espuma blanca que dejaba el reflujo de las olas en sus últimos estertores. Por sobre los respaldares se recortaban sendas cabezas contra un cielo hecho del mismo azul turquí del mar. Eran trece plácidas almas en silencio. Algunos sostenían sobre el abdomen unos cocos inabarcables repletos de un licor que se diría fluorescente, otros revolvían con morosa displicencia unas copas en forma de grial que contenían un daikiri espeso y frutado. A sus espaldas, que todavía no se habían acostumbrado al sol tropical, sonaba una vaporosa música de ukelele. Después de los avatares del vuelo, el gabinete en pleno se tomaba un meritorio descanso. En la reposera del medio, tendido cuan largo era -por así decirlo-, el Presidente no podía evitar una mueca indescifrable pero muy semejante a la preocupación, que se le manifestaba en una arruga vertical entre ceja y ceja. Sin despegar la vista de un punto invisible situado más allá del horizonte, se bebió de un sorbo el fondo de daikiri, tibio y ya diluido, e inmediatamente elevó el vaso vacío haciendo sonar los últimos vestigios de hielo contra el vidrio. El Ministro de Asuntos Exteriores, que dormitaba en uno de los extremos, salió de su plácida duermevela como lo haría un perro cuyos reflejos estuviesen condicionados por una campana, sacudió la cabeza a izquierda y derecha hasta ver el vaso tintineante que lo requería. Saltó como despedido por un resorte y ante la insistencia del Presidente, que no dejaba de agitar el vaso en el aire, declaró raudo:

– ¡Voy!

El Ministro de Interior, mientras sorbía una suerte de jugo de un tubo fluorescente que serpenteaba a través de una cánula en forma de espiral, dirigiéndose al canciller por lo bajo pero en un volumen suficiente para que escuchara el resto del gabinete, murmuró:

– Vaya volando.

Salvo el Presidente, que parecía no escuchar otra cosa más que el secreto soliloquio de su pensamiento, los Ministros, secretarios y hasta la Pri mera Dama, rompieron en una implosión de carcajadas contenidas, de risas que querían escapar del encierro de la glotis, transformadas en lágrimas de tentación irrefrenables. Sofocaban los accesos de carcajadas revolviéndose como un feliz grupo de espásticos. Con gestos disimulados se llamaban a la cordura viendo el ceño inamovible del Presidente. Y cuando las risas parecían definitivamente extinguidas, cualquier acontecimiento, por carente de sentido que pareciera, volvía a encender los rescoldos de hilaridad. Así, el vuelo de una gaviota que pasaba frente a sus ojos despertaba murmullos tales como:

– Ahí va la ministra Arguello -y entonces, otra vez, se desencadenaba una explosión de risotadas.

Finalmente, el estado de excitación del gabinete consiguió romper el mantra en el que el Hijo de Wari se guarecía imperturbable. Lanzó una mirada de fusilamiento general y, entonces sí, todo volvió a la calma. En ese mismo momento llegaba el obeso canciller con paso corto y ligero, meneando el abdomen blanco y pendiente, trayendo en la diestra el nuevo daikiri para el Presidente.

– Sírvase, Madre -le dijo, genuflexo, intentando no deshacer su frágil sosiego.

El Hijo de Wari, tendido en la reposera, consideraba sus piernas no sin cierta desaprobación. El vientre, despojado ahora de la faja que solía comprimirlo, se le desparramaba hacia los costados y contrastaba con aquellas pantorrillas óseas, sarmentosas y demasiado delgadas que asomaban como dos ramas secas desde los amplios bermudas cuyo estampado reproducía el paisaje que tenía frente a sus ojos. Bebió un sorbo, se calzó unos Ray Ban de marco dorado y, sin mover la cabeza, le preguntó al Ministro de Justicia:

– Santa Marina, ¿cuántos hijos me quedan?

El doctor Santa Marina carraspeó, fingió que no tenía ninguna duda, miró de reojo hacia su izquierda y entonces vio el gesto que, con el índice extendido, le hacía a escondidas la ministra Arguello.

– Uno, Madre -contestó compungido.

– ¿Varón o mujer? -volvió a preguntar el Presidente.

El Ministro de Justicia, otra vez en apuros, volvió a mirar las manos de su colega que formó una figura juntando ambos índices hacia arriba y los pulgares hacia abajo.

– Mujer, Madre -dijo, desembarazándose del brete.

En un hilo de voz inaudible, el Presidente musitó:

– Qué problema…

Entre los reconocidos, los naturales y los de dudosa paternidad, el Hijo de Wari declaraba diez hijos aunque, en rigor, nadie de su entorno ignoraba que solamente había tenido dos: un varón y una hija. Pero durante su larga preparación, antes de llegar al poder, había aprendido de labios de su maestro y consejero, Xavier Huáscar Molina Viracocha, que nada conmovía al pueblo más que la muerte. Y, en efecto, el apotegma de su tutor le había dado sus frutos.

De todos los infortunios, la muerte es el que con mayor filo atraviesa los muros del alma, el que más acongoja y el que despierta mayor compasión hacia los deudos de la víctima fatal por parte del vulgo. El mandatario no debe disimular su dolor y habrá de dedicar a sus muertos las mayores pompas y los más elocuentes fastos, disponiendo cortejos funerarios públicos y compartiendo, de este modo, su congoja con el vulgo. En casos extremos de descontento popular y ante la inminencia cierta de grandes revueltas, con espíritu heroico debe el mandatario afrontar la posibilidad de destinar al altar del sacrificio alguno de sus seres más próximos y queridos, convirtiendo el descontento en compasión y su propio dolor en generoso martirio en pos de los superiores intereses de la Patria.

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