Nada salvo yo y el zumbido de la máquina. Si ahí había gente de mantenimiento, por la noche no trabajaba. Seguramente llegarían por la mañana. Me di ánimos para seguir adelante y entrar en la sala. El aire era cada vez más sofocante.
Oí un ruido sordo detrás de mí y me quedé de piedra. Me giré a tiempo para ver una sombra gris que pasaba precipitadamente por la pared. ¡Qué asco! Retrocedí hasta que llegué a una puerta abierta, de donde provenía el ruido de máquinas. Una placa decía: sala del transformador. Entré y me dirigí hacia el ruido.
Al instante sentí que mi interior parecía vibrar. No era miedo, era otra cosa. Era un zumbido de baja frecuencia que llenaba el espacio. Miré en derredor buscando la fuente, pero no encontré nada. Inmensas cajas grises y metálicas rodeaban cada costado de la habitación. VOLTAJE PELIGROSO, decía una de las cajas con roja luz brillante, causa lesión grave o muerte. Ya había tenido mi buena cuota de lesiones graves y de muertes. Salí de allí a toda prisa.
Crucé la estancia y pasé a la siguiente, donde el ruido era todavía más fuerte. La puerta que había entre ambas decía: SALA DE enfriamiento, pero lo cierto es que hacía mucho calor. Allí no había donde esconderse, todo estaba a la vista. El sudor me empapaba la ropa y renovaba el hedor que llevaba conmigo. Me sequé las mejillas con la falda evitando tocarme los ojos. Cuando me detuve, me encontré ante una imponente máquina de color marrón.
Parecía un gran cubo metálico y decía DUNHAMBUSH. Sus termómetros redondos tenían agujas que marcaban 42 grados. Supuse que enfriaba el agua, acaso para el aire acondicionado. Tubos de varios colores circulaban por el techo. Me di cuenta de que cada color tenía un significado. El rojo significaba fuego, el azul, agua, y un tubo amarillo decía: respiradero de descarga refrigerante. De pronto oí un ruido metálico y por si acaso me parapeté tras el gran cubo dunhamush. Detrás había otra sala pequeña, con una puerta destartalada y abierta.
Contra la pared había un catre combado con periódicos en el suelo a un lado. Un póster arrugado en la pared desplegaba gran parte de la anatomía de una morenaza, junto a una fregona gris y sucia. Oí otro clang intempestivo, de modo que me escondí tras la puerta. Tal vez el ruido formaba parte de la algarabía reinante. Tan pronto como reuní fuerzas, salí del escondite y puse mis cosas sobre el catre.
El lugar olía ligeramente a marihuana. Había dos latas vacías de Coca-Cola sobre un cajón naranja en un extremo del catre. Recogí el diario del suelo. Era tan antiguo que mi caso ni aparecía, de modo que supuse que el sitio no era utilizado con demasiada frecuencia. Lo podía usar como campamento base, al menos por el momento. Me imaginé los coches patrulla encima de mi cabeza, buscándome.
Realmente, había descendido al subsuelo del mundo.
Me eché en el estrecho catre junto a mis cosas tratando de decidir cuál sería el próximo paso. A medida que me relajaba, el agotamiento empezó a apoderarse de mí. Sentí que me dejaba ir y casi empecé a dormitar. Miré la hora. Las cinco y cuarto. Pronto llegaría el turno de la mañana. Ahora no podía dormir. Tenía que ponerme en movimiento.
Me imaginé que estaba remando en el río. Un lustroso esquife de madera deslizándose por el río azul, abriéndose paso al brillante sol de la mañana. Estaba exhausta, pero aún me quedaban fuerzas. Las potentes paladas hacia la línea de meta. El remo me había enseñado que cuando creías no tener más energías, aún se podían dar diez paladas más. Una reserva de energía. Energía utilizable. Solo había que sacarla. Insistir.
Me levanté y me estiré. Estaba mareada, desorientada y agotada. Calculé que el próximo tratamiento de mi madre sería hoy, pero era demasiado arriesgado aparecer por el hospital. Tenía que dejarla en manos de Hattie.
Fui hasta el fregadero y me quité la mierda de la cara con una barra disecada de jabón Lava. Me puse champú en el pelo y luego lo sequé con toallas de papel. Luego me volví a maquillar, escondí mis ropas en un rincón inmundo bajo el catre e hice lo que todo el mundo hace el lunes por la mañana.
Vestirse para ir al trabajo.
El edificio de oficinas estaba en la otra punta de la ciudad si la referencia era el Silver Bullet, pero bien podría haber estado en la otra punta del universo. La recepción diminuta olía a tabaco y el suelo granulado destrozaba mis flamantes zapatos de tacón. Un cartel de sencillas letras en blanco y negro revelaba solo tres inquilinos: BUFETE JURÍDICO DE RICHARD CELESTE, COMPAÑÍA INMOBILIARIA CELESTE y EMPRESAS CELESTIALES.
No había nada más en la recepción, salvo un vulgar escritorio gris frente al ascensor. Un viejo guardia de seguridad estaba inclinado sobre la mesa examinando la página de deportes mientras se tocaba una oreja en la que llevaba un inmenso aparato para sordos. De los labios le colgaba un cigarrillo. Casi se le cayó de la boca cuando me vio.
– Buenos días, señorita -dijo parpadeando mientras contemplaba mi blusa blanca de seda, el traje negro de cuero cuya falda tenía un largo casi obsceno y las medias negras haciendo juego. El dependiente me había prometido una ropa happening , pero ahora me daba cuenta de que era ropa para ligonas. De modo que había completado el conjunto con mis gafas oscuras, un casco de nuevo cabello pelirrojo y una muestra de lápiz de labios del rojo más rojo que había encontrado en una tienda. Esperaba tener el aspecto de una prostituta profesional y no de una agente secreta aficionada.
– Buenos días tenga usted, señor -murmuré pasando de largo como si no tuviera derecho a detenerme.
– -Eh, señorita, espere, por favor.
– -¿Qué desea, señor? --Di media vuelta sobre mis tacones y sonreí insinuante. O esperaba que resultara insinuante. Traté de recordar las series con prostitutas que había visto en la televisión después de que Hollywood hubiera presentado tantas imágenes positivas de triunfantes mujeres de negocios.
– -Señorita… ¿tiene una cita o algo así? Tengo que saberlo antes de dejarla pasar.
– -Me llamo Linda. Soy amiga del señor Celeste. Una amiga personal, ya me entiende. -Me incliné sobre él con la mano en la cadera.
– ¿Nada más que Linda? -preguntó echándose hacia adelante sobre la silla crujiente. No podía saber si estaba entusiasmado o es que simplemente no me oía.
– Linda, eso es todo. Así es como me llama el señor Celeste y eso es lo que soy. Linda.
El anciano apagó el cigarrillo.
– El señor Celeste aún no ha llegado. No ha llegado nadie todavía.
– Lo sé. Se supone que debía llegar antes que el señor Celeste. Quiere que lo tenga todo preparado y tal como le gusta. -Agité mi nueva cartera negra en el aire como si no se necesitara dar más explicaciones. Contenía el teléfono móvil y tres tampax. Para la fiesta.
– -Oh, oh, ya veo --dijo, y tosió nerviosamente--. ¿Cómo va a entrar en la oficina? No tengo la llave.
– -El señor Celeste me ha dado una, por supuesto. -Mostré la llave de Grun-. Su bufete jurídico está en el segundo piso, ¿verdad? -Un toque de Judy Holliday en aras de la nostalgia.
– Sí, pero ¿cómo sé que no va a robarle? -preguntó el guardia, medio en broma.
– ¿Le parezco una ladrona? -le espeté. Toda una Marilyn. Como si ella hubiera sido tan alta como yo.
– -Eh, no, de ninguna manera. Pero, quiero decir, yo nunca la había visto…
– -Eso se debe a que el señor Celeste siempre viene a mí. --Me di media vuelta y apreté el botón grasiento para subir. Con la viveza callejera de Jane Fonda en Klute. «Soy yo, valiente, ya voy.»
– No sé qué decirle -dijo el viejo guardia poniéndose de pie--. El señor Celeste no me comunicó que tenía una cita con usted esta mañana. --Se acercó al ascensor y se me encaró.
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