– Pues bien, si yo no subo y lo arreglo todo, usted tendrá que explicarle al señor Celeste por qué yo no he podido subir tal como me dijo. -El ascensor llegó con un sonido tuberculoso y las puertas se abrieron con estrépito. Entré y apreté el botón.
– Espere un momento, señorita Linda. No puedo abandonar mi puesto. -Las puertas empezaron a cerrarse, pero el guardia interpuso sus manos venosas entre ellas e hizo fuerza para mantenerlas abiertas.
Me alarmé. Había más vigilancia de la esperada. No quería ver cómo las puertas le aplastaban las manos.
– ¡Por favor, déjeme subir! El señor Celeste se enfadará si no voy. Cuenta conmigo. ¡Me dijo que era realmente importante!
– -¡Apriete el botón de abrir! --gritó tratando de abrir las puertas. Se abrieron ligeramente y apreté con frenesí el botón de cerrar. De repente, el ascensor empezó a hacer un zumbido continuo y estruendoso.
¡bbbbbbbbbbbiiiiiiiiiiippppppppp!
– Cuando el señor Celeste se enfada, ay, Dios mío, qué mal carácter tiene. Y además tiene una pistola inmensa, ¿lo sabía?
¡BBBBBBBBBBBBBlIIIIIiniIIIIIPPPPPPPPPPPP!
– ¿Una qué? -gritó el guardia.
Al parecer, los decibelios habían interferido con su aparato para la sordera, porque sacó una de las manos de las puertas y se cubrió la oreja mala. Las puertas se esforzaban por cerrarse. Al guardia se le ponían blancas las puntas de los dedos.
– ¡EL SEÑOR CELESTE TIENE UNA PISTOLA!
Me detuve ante la anticuada puerta del despacho, marco de madera con vidrio esmerilado y estrellitas, pensando en cómo entrar. Era peor ladrona que prostituta. Era una graduada de la mejor escuela anónima de detectives. ¿Con qué podía abrir la puerta? No tenía ni una horquilla. Eran de otros tiempos. Intenté abrir la cerradura con toda la basura de mi cartera; primero con el sacacorchos de la navaja suiza; luego con mi foto de carnet. Ambos objetos fracasaron espectacularmente.
A la mierda. Miré si había alguien en el pasillo, me quité un zapato y rompí el vidrio con el tacón. El zapato patentado como herramienta de cacos. Volví a ponerme el zapato, pasé un brazo por el vidrio roto y entré en un santiamén.
La puerta daba a una minúscula sala de espera con un rododendro de plástico que acumulaba polvo en un rincón. Había un desvencijado sofá de tela y una vieja caja de ordenador sobre la mesa de la secretaria. Todo viejo y anticuado, pero no me sorprendió. Los abogados como Celeste evitan dejar nada por escrito; les lleva demasiado tiempo. Pero tienen sus minutas impresas a todo color y se llevan el cuarenta por ciento. Crucé la sala rumbo al despacho de Celeste.
Era la oficina de un fanfarrón, y todas son iguales. Un enorme escritorio descansaba contra una barata mampara con innumerables carpetas de papel manila encima. Las estanterías contenían libros jurídicos de sus tiempos de estudiante, obsoletos y sin tocar porque el teléfono era lo único que importaba. La carrera de Celeste era un volumen mastrodóntico de casos prácticos basado en pequeñas componendas, accidentes laborales en el lugar de trabajo y botellas de Coca-Cola que habían explotado. Convertía las enfermedades crónicas en un medio de vida. Hasta que llegó Eileen Jennings y Celeste pensó que le había tocado la lotería.
Tenía que encontrar su expediente en el archivo. Creía tener algunas pistas sobre el asesinato de Mark, de modo que trabajaba hacia atrás en el tiempo desde la muerte de Bill, apostando a que estaba relacionada con la de Mark. Necesitaba saber algo más de Eileen para averiguar un dato relacionado con la muerte de Bill, de modo que empecé a buscar en los archivos del escritorio de Celeste.
Diez minutos después, tenía en mi cartera lo que me interesaba junto a los tampax, y corrí hacia el ascensor. Hasta que las puertas se abrieron en la planta baja no me di cuenta de que no sabía qué decirle al guardia. ¿Por qué abandonaba la fiesta antes de que llegara el señor Celeste? Mierda.
– Linda -dijo sorprendido desde detrás de su mesa-. ¿Ya se va?
– Tengo que irme. -Caminé lo más rápidamente posible hacia la salida.
– Pero el señor Celeste debe estar a punto de llegar --dijo levantándose lentamente.
– -Tengo que irme. Tengo prisa. Vuelvo dentro de un momento. Me he olvidado… los alicates. --Y traspasé las sucias puertas de vidrio sin volver la mirada.
Caminé por la acera con mis tacones afilados y parpadeando ante la luz brillante de la mañana. La ciudad despertaba lentamente, pero caminé a la sombra de los edificios en prevención de que hubiera policías por los alrededores. Estaba vestida de punta en blanco sin saber adonde ir. Necesitaba un sitio donde leer los documentos de Eileen, pero no podía regresar a mi apartamento subterráneo hasta la noche porque durante el día estaría lleno de empleados. Entonces tuve una idea.
Avancé rápidamente por las manzanas pobres de la calle Locust y entré en el primer restaurante griego que pude encontrar, fui al lavabo a ponerme la falda más larga y quitarme la pintura de los labios. Me coloqué de nuevo las gafas y abandoné el lavabo para encaminarme a donde va todo el que quiere leer en paz. La policía jamás me buscaría allí; era un lugar demasiado público. Llegué justo cuando abrían.
La biblioteca jurídica Jenkins Memorial sólo es frecuentada por dos clases de abogados: los parias que no pueden permitirse una biblioteca propia y los privilegiados que la usan para consultar libros sobre casos de otros estados. Esa mañana, en la Jenkins había abogados de los dos grupos, y todos, sin distinción, miraban con suspicacia entre los bustos de mármol. Los evité y crucé la gran alfombra hasta los estantes metálicos del fondo, donde encontré un lugar solitario y vacío. Me instalé allí, me quité los zapatos, que me estaban matando, y empecé a leer.
El expediente era un lío de hojas amarillas garabateadas con una letra grande e infantil. Al parecer, Celeste solo había mantenido unas pocas entrevistas con Eileen y sus notas estaban llenas de oraciones incompletas: «Grad. Esc. sec», «Animad.», «Alcohol.», «Padre ejército». Por todas partes, incluso en medio de las notas, se podía leer:
manzanas 35
naranjas 30
pan 100
galletas pequeñas 150
huevos batidos 150??? (verificar)
tostadas, margarina 80
filete grande (pero solo la mitad)?????
Los cálculos de calorías de Celeste eran mucho más meticulosos que la documentación jurídica. Tardé dos horas en reconstruir la entrevista con Eileen, la cual, de cualquier modo, no me aportó ninguna pista. El resto de las notas eran números telefónicos de Los Angeles o Nueva York, con nombres como William Morris escritos a un lado. Evidentemente, no se trataba de testigos, sino de agentes literarios y cinematográficos. Eran los intentos de Celeste de vender la historia de la corta y miserable vida de Eileen Jennings. Puse el expediente a un lado y saqué lo que esperaba que fuera una mina de oro.
Las cintas grabadas. Cuatro casetes de plástico que supuse que eran de Eileen. No tenían ni número ni título. Les di vueltas en mi mano. Había corrido un gran riesgo al llevármelas, y necesitaba saber lo que contenían.
Recogí la cartera y los documentos de la mesa y anduve hasta encontrar la cabina para escuchar grabaciones. Tenía un grueso cristal en la puerta y un aparato encajado en la mesa. Me senté, me coloqué los auriculares y puse una de las cintas.
Eileen se reía de algo que había dicho Celeste. Solo el sonido ya me enfureció. Esa voz chillona, descarada, coqueta. Y peligrosa, calculadora; Eileen había matado a un hombre y me había puesto la soga al cuello como presunta culpable. Subí el volumen. La entrevista consistía en una serie de preguntas y respuestas:
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