¿Qué era? Cogí una muestra y me la llevé a la nariz apoyándome en los codos. No pude ver nada, pero olía a mierda. Volví a oler y me di cuenta de qué se trataba. No eran excrementos, sino estiércol. Fertilizante. Sentí una náusea de asco, pero no podía dar marcha atrás. ¿Por qué habría fertilizante en un aparcamiento? Entonces recordé el bosque artificial de tilos en el atrio del edificio. Sus raíces debían estar entre el suelo del atrio y el aparcamiento, de ahí la existencia de este túnel. Estaba hundida en la mierda. Y no era ninguna broma.
De repente oí voces masculinas en las inmediaciones. Me dio un vuelco el corazón y me olvidé rápidamente del mal olor. Las voces se acercaron por debajo del túnel. Contuve la respiración. Estaban exactamente debajo de mí. Un guardia contaba el chiste de la hija del granjero. No le presté atención. Las voces se alejaron y luego desaparecieron. Respiré con alivio y escupí las inmundicias que tenía en la boca.
A partir de allí, era cuesta abajo. Pasé la noche en ese agujero inmundo mirando pasar los minutos en los brillantes dígitos verdes de mi reloj. Hacia las cinco y media, no había dormido nada; me sentía sucia y cansada. Tenía las rodillas en carne viva y calambres en la espalda. El pelo me olía a estiércol y podían crecerme setas en la boca. Pero las sirenas ya no se oían y yo estaba a salvo. El silencio era una bendición. Pero todavía debía salir del túnel antes de que empezara el día.
Miré por encima del hombro hacia el cuadrado iluminado de la boca del túnel. Traté de cambiar de dirección, pero el espacio era demasiado estrecho, de modo que cogí mis cosas y me arrastré de espaldas hacia la luz. Llegué a la boca, me senté en el borde y miré. El Range Rover verde aún estaba allí. ¿Y los policías? Volví a otear el horizonte.
No había agentes ni guardias a la vista; solo la cajera limándose las uñas frente a un televisor en el interior de la cabina. Era hora de marcharse.
Recogí mis cosas y las bajé hasta el techo del coche. Nadie se acercó corriendo, de modo que respiré hondo y salí del agujero. Aterricé sobre el techo del Rover con un ruido sordo y me tendí cuan larga era apenas tomé contacto. Eché una última mirada a la cajera, que veía la televisión, luego me deslicé por el lateral del coche, cogiendo mis cosas en el último momento, y llegué al suelo envuelta en fragantes aromas.
Me quedé allí sentada unos segundos esforzándome por mantener la calma y parpadeando en la súbita luz.
Estaba hecha un desastre. Suciedad y estiércol cubrían el vestido. Tenía las bragas desgarradas y una rodilla ensangrentada y mugrienta. Olía que apestaba. Levanté la mirada y me sentí una vagabunda.
Entonces tuve una idea. La salvación. El próximo paso. Podía ser una pordiosera, una ruina de mujer maloliente con bolsas de plástico y una cartera inmunda. Me rompí el vestido y me maquillé la cara con estiércol venciendo mi propio disgusto. En dos minutos, estaba lista. Me aseguré de que no había policías a la vista y me encaminé a la salida arrastrando los pies. Me palpitaba fuertemente el corazón bajo la blusa manchada.
Avancé hacia la salida. El corazón me latía con más fuerza a cada paso que me acercaba a la cajera, pero no tenía otra opción. No podía retroceder ni podía correr porque entonces ella llamaría a la policía con total seguridad.
Desvió la mirada del televisor y me vio desde su mesa esmerilada. Entrecerró los ojos. No era ninguna idiota y no le gustó lo que veía.
Sin embargo, yo seguí caminando y cuando me acerqué lo suficiente se me iluminó el cerebro.
Esconderse a plena luz del día. Se estaba convirtiendo en mi segunda naturaleza. Fui directamente a la cabina arrastrando los pies y las bolsas de plástico. Me detuve frente a la ventanilla y golpeé el cristal.
– Escucha, escucha -le chillé a la cajera. Sabía muy bien cómo hacerme pasar por loca. Lo llevaba en la sangre-. ¿Tienes algo para mí? ¿Tienes algo para mí?
La cajera se echó para atrás, alarmada, y meneó la cabeza.
– -¡Sé que tienes pasta, cariño! Lo sé. --Extendí una mano--. Dame algo, dame algo.
– Váyase de aquí o llamo a la policía -gritó ella tras el grueso cristal.
Ay, Dios santo. La saludé con la mano y me alejé de la cabina, crucé el pavimento que llevaba a la rampa de salida y subí por el carril de entrada. Respiré con más tranquilidad mientras subía tratando de calmar el embate de adrenalina. Llegué al final de la rampa y sonreí cuando respiré el aire de la madrugada en la calle de atrás del edificio. Estaba a salvo. Y libre, aunque oliera a mierda.
Entonces vi que el hedor no provenía solo de mí. En la oscuridad, había inmensos contenedores oxidados llenos a rebosar de basura a un lado de los negros almacenes del edificio. La acera estaba sucia y llena de inmundicias. Un vagabundo dormía hecho un ovillo contra el muro y sentí un remordimiento que reprimí al instante. Tenía que irme. Se estaba haciendo de día. Como los vampiros. Crucé la calle hasta la pared trasera de otro edificio de oficinas y me sumí en las sombras.
De repente, resonó la sirena de un coche patrulla en la calle; se oyeron otras sirenas y vi luces rojas intermitentes. Me pegué a la pared y casi me caí de espaldas. Era una puerta abierta, agrietada, metálica y como de un viejo acorazado. SOLO PARA PERSONAL, decía, pero estaba abierta, ya fuera porque la habían forzado durante el fin de semana o porque la habían cerrado mal. Otra sirena ululó al final de la calle. Entré antes de que pasara el segundo coche patrulla y cerré la puerta a mis espaldas.
Me encontré en un pasillo caluroso y sucio que olía a orines. Era como una gira por los lavabos de Filadelfia. Con la puerta cerrada, quedé en la penumbra, pero vislumbré una luz al fondo, de donde provenía un sonido mecánico y retumbante.
Levanté mis cosas, que cada vez pesaban más, y avancé cautelosamente por el pasillo tocando las paredes para guiarme. La pared estaba fría y rugosa, hecha de bloques de hormigón.
El pasillo daba a otra puerta sólo definida por la luz que delineaba su perímetro, brillando a través de la grieta entre la puerta y la jamba. Traté de abrirla y el picaporte giró. Sin llave. Aguardé un momento antes de entornarla. No se oía nada del otro lado, pero ¿qué haría si había gente? Mentir como una cosaca. ¿Qué podía ser peor que la policía? Contuve el aliento y abrí la puerta.
Una escalera iluminada, vacía. Ninguna puerta de salida. No había otra posibilidad que bajar, de modo que allí me dirigí. Descendí los escalones hacia el ruido que retumbaba, cada vez más fuerte; también aumentaba el calor. En cada rellano había una bombilla de poca potencia recubierta por una malla de alambre. Las sirenas se perdían en la lejanía mientras bajaba, pero aún tenía los nervios de punta. Quizá no tendría que haberme ido de Grun. Tal vez no tendría que haberle devuelto la pistola a Grady. El muy idiota me quitó el destornillador.
La escalera terminaba en una puerta gris, menos vieja que la anterior y medio abierta. Un rayo de luz amarilla la traspasaba. Me quedé quieta y escuché. No se oía ningún ruido, ni radios, ni pasos, ni chistes verdes. Nada más que el zumbido incesante de la maquinaria; debía ser el sótano del edificio. Tenía la blusa empapada y los nervios a flor de piel. El calor aumentaba. Abrí la puerta del todo.
Nada. Nada más que otro pasillo mejor iluminado que el anterior. Sobre la pared había un letrero que decía: ¡LOS RESULTADOS CUENTAN! ¡HAZ CORRECTAMENTE TU TRABAJO! Miré al lado de la puerta, pero no había nadie. Aquí el aire era más caluroso, más denso. Costaba respirar. Me caía el sudor por la frente. Me sentí acechada, como si alguien estuviera a mis espaldas. Miré por encima del hombro. Nada.
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