– No has dormido bien.
– Yo diría que somos dos.
– En ese caso, quiero que me hagas un favor.
– Si puedo…
– Vete a casa, métete en la cama y no te levantes hasta mediodía.
– Tal vez lo haga.
– Si esas ojeras no han desaparecido dentro de cuarenta y ocho horas, te mandaré a mi padre.
– Vuelves a hablar más de lo que debes.
– Sí -afirmó él. Dejó la taza de café y colocó la otra mano también sobre la encimera, de modo que la encajonó completamente-. Me parece recordar algún comentario que hiciste anoche al respecto.
– Estaba tratando de que te enfadaras -replicó ella. Como no podía apartarse, se mantuvo firme.
– Pues lo conseguiste -dijo. Se acercó un poco más, tanto que los muslos se rozaron.
– Brady, no tengo tiempo ni paciencia para esto. Tengo que marcharme.
– Muy bien. Despídete de mí con un beso.
– No quiero.
– Claro que quieres -susurró él. Le rozó suavemente la boca con la suya antes de que ella apartara el rostro-, pero tienes miedo.
– Nunca te he tenido miedo.
– No, pero has aprendido a tener miedo de ti misma.
– Eso es ridículo.
– Demuéstralo.
Furiosa, Vanessa acercó la boca a la de él, dispuesta a darle un beso breve y sin alma. Sin embargo, se le formó un nudo en la garganta casi inmediatamente. Brady no utilizó presión alguna, tan sólo la suave y dulce persuasión. Tenía los labios cálidos y la lengua trazó hábilmente la boca de Vanessa antes de introducirse en su interior para turbarla y tentarla.
Tras susurrar un silencioso murmullo, ella levantó las manos y las deslizó sobre el torso desnudo de Brady. La piel era suave y fresca…
El le mordisqueó suavemente los labios, inundándose de su sabor. Necesitó todo el control que pudo ejercer sobre sí mismo para no apartar las manos de la encimera. Sabía que si la tocaba una vez, ya no podría parar.
Lentamente, mientras aún le quedaba una brizna de fuerza de voluntad a la que aferrarse, se apartó de ella. -Quiero verte esta noche, Van.
– No sé… -susurró ella. La cabeza no dejaba de darle vueltas.
– Entonces, piénsalo. Llámame cuando te hayas decidido -dijo Brady, tras volver a tomar su taza.
De repente, la confusión de Vanessa se esfumó y se vio reemplazada por la ira.
– No pienso jugar ningún juego.
– Entonces, ¿qué diablos estás haciendo?
– Tan sólo estoy tratando de sobrevivir.
Agarró el bolso y salió de la casa para desaparecer en medio de la lluvia.
Cuando aparcó el coche delante de la casa de su madre, Vanessa decidió que lo de irse a la cama era una idea estupenda. Tal vez si cerraba las contraventanas, ponía el volumen de la música muy bajo y se obligaba a relajarse, podría recuperar el sueño que había perdido la noche anterior. Cuando se sintiera más descansada, tendría una idea más clara de lo que decirle a su madre.
Se preguntó si unas cuantas horas de sueño podrían resolver también los sentimientos que tenía hacia Brady. Merecía la pena intentarlo.
Salió del coche. Cuando oyó que alguien la llamaba por su nombre, se dio la vuelta. La señora Driscoll se dirigía hacia ella muy lentamente, con el bolso Y el correo en una mano y un enorme paraguas en la otra.
– Señora Driscoll, me alegro mucho de verla.
– Ya me habían dicho que habías regresado -dijo la anciana, observándola atentamente-. Estás demasiado delgada.
Vanessa se echó a reír y se inclinó sobre ella para darle un beso en la mejilla. Como siempre, la antigua maestra olía a lavanda.
– Usted tiene muy buen aspecto.
– Ni que lo digas. Ese grosero de Brady me ha dicho que necesito bastón. Cree que es médico. Agárrame esto.
Con un brusco movimiento le dio a Vanessa el paraguas. Entonces, abrió el bolso y metió el correo dentro.
– Ya iba siendo hora de que regresaras a casa, Vanessa -le dijo cuando hubo terminado-. ¿Vas a quedarte?
– Bueno, no he…
– Ya iba siendo hora de que le prestaras un poco de atención a tu madre -la interrumpió la anciana, lo que dejó a Vanessa sin saber qué decir-. Te oí tocar cuando fui ayer al banco, pero no pude detenerme.
Vanessa se esforzó por aguantar el pesado paraguas y sus modales.
– ¿Le gustaría entrar a tomar una taza de té?
– Tengo mucho que hacer. Sigues tocando muy bien, Vanessa.
– Gracias.
Cuando la señora Driscoll volvió a tomar su paraguas, Vanessa pensó que su breve conversación había terminado. Tendría que haberse imaginado que no era sí.
– Tengo una sobrina nieta. Ha estado dando clases de piano en Hagerston, pero a su madre le cuesta mucho trabajo tener que llevarla hasta allí. Me imaginé que, ahora que estás aquí de nuevo, tú podrías hacerte cargo.
– Oh, pero yo…
– Lleva tomando lecciones casi un año, una hora a la semana. En Navidades nos tocó un villancico realmente bien.
– Me alegro mucho, pero, dado que ya tiene quien le dé clases, creo que es mejor que yo no me interponga.
– La niña vive enfrente de Lester. Podría venir andando a tu casa y, así, le daría a su madre un respiro. Lucy, que así se llama mi sobrina, que es la segunda hija de mi hermano pequeño, está esperando otro niño para el mes que viene. Esperamos que esta vez sea un niño, dado que ya tienen dos niñas. Parece que en nuestra familia sólo hay niñas.
– Ah…
– A ella le cuesta mucho tener que ir hasta Hagerston.
– Estoy segura, pero…
– Tienes una hora libre una vez a la semana, ¿verdad?
Completamente exasperada, Vanessa se pasó una mano por el cabello, que se le estaba empapando muy rápidamente.
– Supongo que sí, pero…
– ¿Qué te parece si empezáis hoy mismo? El autobús escolar la deja justo después de las tres y media. Puede estar en tu casa a las cuatro.
Vanessa se dijo que tenía que ser firme.
– Señora Driscoll, me encantaría ayudarla, pero yo nunca he dado clases.
– Pero sabes cómo tocar el piano, ¿verdad? -replicó la anciana.
– Bueno, sí, pero…
– En ese caso, estoy segura de que sabrás enseñarle a una niña a hacerlo, a menos que sea como Dory. Ésa es mi hija mayor. No pude enseñarle nunca a hacer ganchillo. Tiene las manos muy torpes. Sin embargo, Annie, mi sobrina nieta, es muy hábil. También es muy lista. No tendrás problema con ella.
– Estoy segura de que es muy lista, pero es que yo no…
– Te pagaré diez dólares por clase -le informó muy satisfecha la señora Driscoll mientras Vanessa trataba de encontrar alguna excusa-. A ti siempre se te dieron bien los estudios. Eras lista y te portabas bien. Nunca me diste problemas como Brady. Ese niño fue un diablo desde el principio, pero no pude evitar sentir una gran simpatía por él. Me encargaré de que Annie esté aquí a las cuatro.
Con eso, la anciana siguió andando, cobijada por su enorme paraguas. Vanessa se quedó con la sensación de haber sido atropellada por una vieja pero potente apisonadora.
¿Cómo había conseguido que le diera clases de piano a su sobrina nieta? Suponía que del mismo modo en el que la señora Driscoll siempre conseguía que ella se presentara «voluntaria» para limpiar la pizarra después de clase.
Se pasó una mano por el húmedo cabello y se dirigió a la casa. Estaba vacía y silenciosa, pero ella ya había descartado la idea de meterse en la cama. Si iba a tener que darle clase a una niña, era mejor que se preparara para ello. Al menos, así mantendría la mente ocupada.
Se dirigió a la sala de música, con la esperanza de que su madre hubiera guardado algunos de sus antiguos libros de música. Abrió un cajón del aparador, pero éste contenía unas partituras que le parecieron a Vanessa demasiado avanzadas. Sin embargo, sus propios dedos se morían de ganas por tocar aquellas notas.
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