Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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La habitación del hotel era notablemente mejor que la que Farid y yo habíamos compartido en Kabul. Las sábanas estaban limpias, le habían pasado el aspirador a la alfombra y el baño se veía inmaculado. Había champú, jabón, maquinillas de afeitar, bañera y toallas que olían a limón. Y las paredes no tenían manchas de sangre. Un detalle más: un televisor sobre una mesita situada enfrente de las dos camas individuales.

– ¡Mira! -le dije a Sohrab.

La encendí manualmente, sin utilizar el mando a distancia, y busqué en los canales. Encontré un programa infantil donde aparecían dos ovejas lanudas que cantaban en urdu. Sohrab se sentó en una de las camas con las rodillas junto al pecho. Mientras veía la televisión, imperturbable, balanceándose de un lado a otro, sus ojos verdes reflejaban las imágenes del aparato. Entonces me acordé de que una vez le prometí a Hassan que cuando nos hiciésemos mayores le compraría un televisor a su familia.

– Me voy, Amir agha -dijo Farid.

– Quédate esta noche -le pedí-. El viaje es muy largo. Vete mañana.

Tashakor -replicó-. Quiero regresar esta noche. Echo de menos a mis hijos. -Se detuvo en el umbral de la puerta antes de abandonar la habitación-. Adiós, Sohrab jan -dijo.

Esperó una respuesta, pero Sohrab no le prestaba atención. Seguía balanceándose de un lado a otro con la cara iluminada por el resplandor plateado de las imágenes que parpadeaban en la pantalla.

Lo acompañé hasta el coche y le entregué un sobre. Él lo abrió y se quedó boquiabierto.

– No sabía cómo darte las gracias -le dije-. Has hecho tanto por mí…

– ¿Cuánto dinero hay aquí? -me preguntó Farid ligeramente aturdido.

– Un poco más de tres mil dólares.

– Tres mil… -empezó a decir. El labio inferior le temblaba un poco.

Después, cuando tomó la curva, pitó dos veces y se despidió con la mano. Le devolví el gesto. Nunca he vuelto a verlo.

Regresé a la habitación del hotel y me encontré a Sohrab tendido en la cama, acurrucado en forma de C. Tenía los ojos cerrados, pero no podía asegurar que estuviese dormido. Había apagado el televisor. Me senté en la cama, sonreí con dolor y me sequé el sudor frío que me caía por la frente. Me pregunté durante cuánto tiempo seguirían doliéndome esas pequeñas acciones de levantarme, sentarme o darme la vuelta en la cama. Me pregunté cuándo sería capaz de comer alimento sólido. Me pregunté qué haría con aquel pequeño que estaba acostado en la cama, aunque una parte de mí ya lo sabía.

En el tocador había una garrafa de agua. Me serví un vaso y me tomé un par de analgésicos de los que me había dado Armand. El agua estaba caliente y tenía un sabor amargo. Corrí las cortinas y me tumbé en la cama. Tenía la sensación de que el pecho se me abría. Conseguí respirar de nuevo cuando el dolor aminoró un poco, me subí la sábana hasta la barbilla y esperé a que las pastillas de Armand surtieran efecto.

Cuando me desperté, la habitación estaba más oscura. El pedazo de cielo que asomaba entre las cortinas era del color púrpura que el crepúsculo presenta al anochecer. Las sábanas estaban empapadas y me palpitaba el corazón. Había vuelto a soñar, pero no recordaba qué.

Cuando miré la cama de Sohrab y la encontré vacía, el corazón me dio un vuelco y sentí náuseas. Lo llamé. El sonido de mi propia voz me sorprendió. Me sentía desorientado, en la habitación oscura de un hotel, a miles de kilómetros de casa, con el cuerpo roto, pronunciando el nombre de un niño al que conocía desde hacía sólo unos días. Volví a llamarlo y no oí nada. Salí de la cama a duras penas, miré en el baño y en el estrecho pasillo fuera de la habitación. Se había ido.

Cerré la puerta con llave y me dirigí a la recepción, agarrándome en todo momento a la barandilla para no caer. A un lado del mostrador había una palmera artificial llena de polvo. El papel pintado tenía un estampado de flamencos rosas. El director del hotel, el señor Fayyaz, estaba leyendo un periódico detrás del mostrador de fórmica. Le describí a Sohrab y le pregunté si lo había visto. El hombre dejó el periódico y se quitó las gafas. Tenía el cabello grasiento y un pequeño bigote rectangular salpicado de canas. Olía vagamente a una fruta tropical que no pude identificar.

– Niños… Les gusta dar vueltas por ahí… -dijo suspirando-. Yo tengo tres. Se pasan el día por ahí, preocupando a su madre. -Se abanicaba con el periódico y me miraba la boca fijamente.

– No creo que haya salido a dar una vuelta -objeté-. No somos de aquí. Temo que haya podido perderse.

Sacudió entonces la cabeza de lado a lado.

– En ese caso debería haberlo vigilado, señor.

– Lo sé. Pero me he quedado dormido, y cuando me he despertado, había desaparecido.

– Los niños deben estar siempre controlados.

– Sí, lo sé -repuse.

Notaba que se me aceleraba el pulso. ¿Cómo podía ser tan insensible a mi inquietud? Se cambió el periódico de mano y siguió abanicándose.

– Ahora quieren una bicicleta.

– ¿Quiénes?

– Mis hijos -contestó-. No dejan de repetir: «Papá, papá, por favor, cómpranos una bicicleta y no te molestaremos más. ¡Por favor, papá!» -Resopló brevemente por la nariz-. Una bicicleta. Su madre me mataría, se lo juro.

Me imaginé a Sohrab en una zanja. O en el maletero de un coche, amordazado y atado. No quería mancharme las manos con su sangre. Con la suya no.

– Por favor… -dije. Forcé la vista. Leí el pequeño distintivo con su nombre que llevaba en la solapa de la camisa azul de manga corta-. ¿Lo ha visto, señor Fayyaz?

– ¿Al niño?

– ¡Sí, al niño! -grité-. Al niño que venía conmigo. ¿Lo ha visto o no, por el amor de Dios?

Dejó de abanicarse y entornó los ojos.

– No se haga el listo conmigo, amigo. No soy yo quien lo ha perdido.

Que tuviese razón no evitó que me subieran los colores a la cara.

– Es cierto. Es culpa mía. Pero ¿lo ha visto?

– Lo siento -dijo secamente. Volvió a ponerse las gafas y abrió con rabia el periódico-. No he visto a ningún niño. -Permanecí otro minuto inmóvil en el mostrador, intentando no gritar. Cuando me disponía a abandonar el vestíbulo, me preguntó-: ¿Se le ocurre dónde puede haber ido?

– No -respondí. Me sentía agotado. Agotado y asustado.

– ¿Tiene un interés particular por algo? -dijo. Vi que había doblado el periódico-. Mis hijos, por ejemplo, harían cualquier cosa por una película de acción americana, sobre todo por las de ese tal Arnold Nosequénegger…

– ¡La mezquita! -exclamé-. La gran mezquita.

Recordé cómo la mezquita había sacado a Sohrab de su estupor cuando pasamos junto a ella, cómo se había asomado por la ventanilla para mirarla.

– ¿Sah Faisal?

– Sí. ¿Puede llevarme allí?

– ¿Sabe que es la mezquita más grande del mundo? -inquirió.

– No, pero…

– Sólo el patio puede albergar a cuarenta mil personas.

– ¿Puede llevarme allí?

– Está sólo a un kilómetro de aquí -dijo, aunque ya estaba saliendo de detrás del mostrador.

– Le pagaré por el desplazamiento -afirmé.

Suspiró y sacudió la cabeza.

– Espere aquí.

Desapareció por una puerta y regresó con otro par de gafas y unas llaves. Una mujer bajita y regordeta vestida con un sari de color naranja lo seguía. Ella ocupó el lugar que el hombre dejaba vacante detrás del mostrador.

– No aceptaré el dinero -dijo, haciendo un gesto con la mano-. Lo acompaño hasta allí porque soy padre, como usted.

Pensé que acabaríamos dando vueltas por la ciudad hasta que cayera la noche. Me veía llamando a la policía, describiendo a Sohrab bajo la mirada de reproche de Fayyaz. Ya oía al oficial, con voz cansada y sin ningún interés, formulándome las preguntas de rigor. Y más allá de las preguntas oficiales, una no oficial: ¿a quién demonios le importa otro niño afgano muerto? Y, sobre todo, un hazara.

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