Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Cometas en el Cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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Farid y Sohrab fueron a visitarme al día siguiente.

– ¿Sabes quiénes somos? ¿Te acuerdas de nosotros? -me preguntó Farid en broma. Asentí con la cabeza-. Al hamdulle-llah ! -gritó-. Ya se acabaron los delirios.

– Gracias, Farid -dije a través de las mandíbulas cerradas por los hierros. Armand tenía razón… sonaba un poco como Al Pacino en El padrino . Y mi lengua me sorprendía cada vez que iba a parar a uno de los espacios que habían dejado los dientes que me había tragado-. Gracias de verdad. Por todo.

Él sacudió la mano y se sonrojó levemente.

Bas , no tienes por qué darme las gracias -dijo.

Me volví hacia Sohrab. Llevaba ropa nueva, un pirhan-tumban de color marrón claro que le quedaba un poco grande y un casquete negro. Miraba el suelo y jugueteaba con la sonda que estaba enrollada sobre la cama.

– Aún no nos han presentado como es debido -dije. Le tendí la mano-. Soy Amir.

Miró primero la mano y luego a mí.

– ¿Eres el Amir del que me hablaba agha padre? -me preguntó.

– Sí. -Recordé las palabras de la carta de Hassan. «Les he hablado mucho de ti a Farzana jan y a Sohrab, de cómo nos criamos juntos y jugábamos y corríamos por las calles. ¡Se ríen con las historias de las travesuras que tú y yo solíamos hacer!»-. También a ti tengo que darte las gracias, Sohrab jan -dije-. Me has salvado la vida. -No comentó nada. Retiré la mano al comprobar que no la cogía-. Me gusta tu ropa nueva -murmuré.

– Es de mi hijo -intervino Farid-. A él ya le quedaba pequeña. Yo diría que a Sohrab le sienta bastante bien. -A continuación añadió que el muchacho podía quedarse en su casa hasta que encontráramos un lugar para él-. No disponemos de mucho espacio, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? No puedo abandonarlo en la calle. Además, mis hijos le han tomado cariño. ¿ Ha , Sohrab? -Pero el niño seguía mirando el suelo, enrollándose la sonda en el dedo-. Quería preguntarte… -dijo Farid con ciertas dudas-, ¿qué sucedió en aquella casa? ¿Qué sucedió entre tú y el talibán?

– Digamos que ambos recibimos lo que nos merecíamos -contesté. Farid asintió con la cabeza y no indagó más. Se me ocurrió que en algún momento de nuestro viaje desde Peshawar a Afganistán nos habíamos hecho amigos-. Yo también quería preguntarte una cosa.

– ¿Qué?

No quería preguntarlo. Temía la respuesta.

– ¿Rahim Kan?

– Se ha ido.

Mi corazón dio un brinco.

– ¿Está…

– No, sólo… se ha ido. -Me entregó un pedazo de papel doblado y una pequeña llave-. El propietario me lo dio cuando fui a buscarlo. Dijo que Rahim Kan se había ido al día siguiente de que nos fuéramos nosotros.

– ¿Adónde ha ido?

Farid se encogió de hombros.

– El propietario no sabía nada. Dijo que Rahim Kan había dejado la carta y la llave para ti y que se había ido. -Comprobó la hora en el reloj-. Será mejor que me vaya. Bia , Sohrab.

– ¿Podrías dejarlo aquí y pasar a recogerlo más tarde? -Me volví hacia Sohrab y le pregunté-: ¿Quieres quedarte conmigo un rato?

El niño se encogió de hombros y no dijo nada.

– Naturalmente -respondió Farid-. Lo recogeré antes del namaz del atardecer.

En mi habitación había tres pacientes más. Dos hombres mayores -uno con la pierna escayolada, el otro un asmático que respiraba con dificultad- y un muchacho de quince o dieciséis años que había sido intervenido de apendicitis. El hombre de la pierna escayolada nos miraba fijamente, sin pestañear; su mirada pasaba de mí al niño hazara que estaba sentado en un taburete. Las familias de mis compañeros de habitación (mujeres mayores vestidas con shalwar-kameezes de colores chillones, niños y hombres tocados con casquete) entraban y salían constantemente. Llegaban cargados de pakoras , naan , samosa , biryani . Algunos se limitaban a pasear por la habitación, como el hombre alto y barbudo que había llegado justo antes de que lo hiciesen Farid y Sohrab. Iba envuelto en un manto marrón. Aisha le preguntó algo en urdu. Él, sin prestarle la más mínima atención, se dedicó a escudriñar la estancia. Pensé que a mí me miraba más de lo necesario. Cuando la enfermera volvió a dirigirse a él, dio media vuelta y se largó.

– ¿Cómo estás? -le pregunté a Sohrab. El niño se encogió de hombros y se miró las manos-. ¿Tienes hambre? Esa señora de ahí me ha traído un plato de biryani , pero no puedo comerlo. -No sabía qué decirle-. ¿Lo quieres? -Sacudió la cabeza negativamente-. ¿Te apetece hablar?

Volvió a sacudir la cabeza.

Permanecimos así un rato, en silencio; yo incorporado en la cama, con dos almohadas en la espalda, y Sohrab sentado junto a mí en el taburete de tres patas. En algún momento me quedé dormido y cuando me desperté la luz del día había perdido intensidad, las sombras eran más grandes y Sohrab seguía sentado a mi lado. Continuaba con la cabeza baja, mirando sus manitas encallecidas.

Aquella noche, después de que Farid recogiera a Sohrab, desdoble la carta de Rahim Kan. Había retrasado al máximo el momento de leerla. Decía así:

Amir jan:

Inshallah hayas recibido esta carta sano y salvo. Rezo por no haberte puesto en el camino del mal y por que Afganistán se haya mostrado amable contigo. Has estado presente en mis oraciones desde el día de tu partida.

Tenías razón de sospechar que yo lo sabía. Sí, lo sabía. Hassan me lo contó poco después de que sucediese. Lo que hiciste estuvo mal, Amir jan , pero no olvides que cuando los hechos sucedieron tú eras un niño. Un niño con problemas. Por aquel entonces eras demasiado duro contigo mismo, y sigues siéndolo…, lo vi en tu mirada en Peshawar. Pero espero que prestes atención a lo siguiente: el hombre sin conciencia, sin bondad, no sufre. Espero que tu sufrimiento llegue a su fin con este viaje a Afganistán.

Amir jan , me siento avergonzado por las mentiras que te contamos. Tenías todos los motivos para enfadarte en Peshawar. Tenías derecho a saberlo. Igual que Hassan. Sé que esto no absuelve a nadie de nada, pero el Kabul donde vivimos en aquella época era un mundo extraño, un mundo en el que ciertas cosas importaban más que la verdad.

Amir jan, sé lo duro que fue tu padre contigo cuando eras pequeño. Vi cómo sufrías y suspirabas por su cariño, y mi corazón padecía por ti. Pero tu padre era un hombre partido en dos mitades, Amir jan : tú y Hassan. Os quería a los dos, pero no podía querer a Hassan como le habría gustado, abiertamente, como un padre. Así que se desquitó contigo… Amir, la mitad socialmente legítima, la mitad que representaba las riquezas que había heredado y los privilegios que las acompañaban, como, por ejemplo, que sus pecados quedaran impunes. Cuando te veía, se veía a sí mismo. Y su sentimiento de culpa. Estás todavía excesivamente enfadado y me doy cuenta de que es muy pronto para esperar que lo aceptes, pero tal vez algún día comprendas que cuando tu padre era duro contigo, estaba también siendo duro consigo mismo. Tu padre, igual que tú, era un alma torturada, Amir jan .

Soy incapaz de describirte la profundidad y la oscuridad del dolor que me invadió cuando me enteré de su fallecimiento. Lo quería porque era mi amigo, pero también porque era un buen hombre, tal vez incluso un gran hombre. Y eso es lo que quiero que entiendas, que el remordimiento de tu padre corroboró esa bondad, esa bondad de verdad. A veces pienso que todo lo que hizo, dar de comer a los pobres de la calle, construir el orfanato, dejar dinero a los amigos necesitados…, era su forma de redimirse. Y en eso, creo, consiste la auténtica redención, Amir jan : en el sentimiento de culpa que desemboca en la bondad.

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