Sé que al final Dios perdonará. Perdonará a tu padre, a mí, y a ti también. Espero que puedas hacer tú lo mismo. Perdonar a tu padre. Perdonarme a mí. Y lo más importante, perdonarte a ti mismo.
Te he dejado algún dinero; de hecho, prácticamente todo lo que tengo. Supongo que cuando regreses aquí tendrás que afrontar algunos gastos; ese dinero debería ser suficiente para cubrirlos. El dinero se encuentra en una caja de seguridad de un banco de Peshawar. Farid sabe cuál. Ésta es la llave.
En cuanto a mí, es hora de marcharme. Me queda poco tiempo y deseo pasarlo solo. No me busques, por favor. Es lo último que te pido.
Te dejo en manos de Dios.
Tu amigo para siempre,
Rahim
Me restregué los ojos con la manga del camisón del hospital. Doblé la carta y la guardé debajo del colchón.
«Amir, la mitad socialmente legítima, la mitad que representaba las riquezas que había heredado y los privilegios que las acompañaban, como, por ejemplo, que sus pecados quedaran impunes.» Me preguntaba si tal vez habría sido ése el motivo por el que Baba y yo nos habíamos llevado mucho mejor en Estados Unidos. Vender chatarra a cambio de dinero para nuestros pequeños gastos domésticos y para pagar nuestro mugriento piso… La versión norteamericana de una cabaña; tal vez en América, cuando Baba me miraba, veía en mí un poquito de Hassan.
«Tu padre, igual que tú, era un alma torturada», había escrito Rahim Kan. Tal vez sí. Ambos habíamos pecado y traicionado. Pero Baba había descubierto una manera de generar bien a partir de su remordimiento. Sin embargo, ¿qué había hecho yo, excepto descargar mi culpa sobre la persona a la que había traicionado y luego intentar olvidarlo todo? ¿Qué había hecho yo, excepto convertirme en un insomne?
¿Qué había hecho yo para arreglar la situación?
Cuando entró la enfermera, jeringa en mano (no Aisha, sino una mujer pelirroja cuyo nombre no recuerdo), y me preguntó si necesitaba una inyección de morfina, le dije que sí.
Me retiraron el tubo del pecho a primera hora de la mañana siguiente y Armand autorizó al personal para que me permitieran beber un poco de zumo de manzana. Cuando Aisha dejó el vaso de zumo en la mesita que había junto a la cama, le pedí que me dejara un espejo. Se subió las bifocales a la frente y descorrió la cortina para que la luz del sol matinal inundara la habitación.
– Recuerda una cosa -dijo, hablándome por encima del hombro-. El aspecto mejorará en pocos días. Mi yerno sufrió un accidente de ciclomotor el año pasado. Arrastró por el asfalto su preciosa cara y se le quedó morada como una berenjena. Ahora vuelve a estar perfecto, parece una estrella de Lollywood.
A pesar de sus palabras tranquilizadoras, mirarme al espejo y ver la cosa que pretendía ser mi cara me dejó durante un rato sin respiración. Parecía como si alguien hubiera colocado debajo de mi piel la boquilla de una bomba de aire y hubiese bombeado. Tenía los ojos hinchados y azules, pero lo peor de todo era la boca, un borrón grotesco de morado y rojo, cardenales y puntos de sutura. Intenté sonreír y una punzada de dolor me sacudió los labios. No volvería a hacerlo durante un tiempo. Tenía puntos en la mejilla izquierda, debajo de la barbilla y en la frente, justo debajo de las raíces del pelo.
El anciano de la pierna escayolada dijo algo en urdu. Lo miré encogiéndome de hombros y sacudí negativamente la cabeza. Señaló su cara, se dio unos golpecitos y me regaló una ancha sonrisa, una sonrisa desdentada.
– Muy bien -dijo en inglés-. Inshallah .
– Gracias -susurré.
Farid y Sohrab llegaron justo cuando dejé el espejo. Sohrab tomó asiento en su taburete y apoyó la cabeza en los barrotes de la cama.
– ¿Sabes? Creo que cuanto antes te saquemos de aquí, mejor -dijo Farid.
– Dice el doctor Faruqi…
– No me refiero del hospital, sino de Peshawar.
– ¿Por qué?
– No creo que puedas seguir estando seguro aquí durante mucho tiempo -respondió Farid. Luego bajó el tono de voz-. Los talibanes tienen amigos en esta ciudad. Empezarán a buscarte.
– Tal vez lo hayan hecho ya -murmuré, pensando en el hombre barbudo que había entrado en la habitación y se había quedado mirándome.
Farid se inclinó hacia mí.
– Tan pronto como puedas caminar te llevaré a Islamabad. Tampoco allí estarás completamente seguro, en Pakistán no hay ningún lugar que lo sea, pero estarás mejor que aquí. Al menos ganarás un poco de tiempo.
– Farid jan , esto tampoco puede ser seguro para ti. Tal vez no deberían verte conmigo. Tienes una familia de la que cuidar.
Farid me indicó con un gesto de la mano que no me preocupara.
– Mis hijos son pequeños, pero muy juiciosos. Saben cuidar de sus madres y de sus hermanas. -Sonrió-. Además, no he dicho en ningún momento que vaya a hacerlo gratis.
– Tampoco yo lo permitiría -dije. Me olvidé de que no podía sonreír y lo intenté. Cayó un hilillo de sangre por la barbilla-. ¿Puedo pedirte un favor más?
– Por ti lo haría mil veces más -respondió Farid.
Y tan sólo de oír pronunciar aquella frase, me eché a llorar. Busqué con dificultad una bocanada de aire. Las lágrimas rodaban por mis mejillas y me causaban escozor cuando llegaban a los labios, que estaban en carne viva.
– ¿Qué sucede? -me preguntó Farid alarmado.
Me tapé la cara con una mano y levanté la otra. Sabía que la habitación entera me miraba. Después me sentí agotado, vacío.
– Lo siento -dije. Sohrab me observaba con el entrecejo fruncido. Cuando fui capaz de recuperar el habla, le expliqué a Farid lo que quería de él-. Rahim Kan me dijo que la pareja de americanos vivía aquí, en Peshawar.
– Será mejor que me anotes los nombres -dijo Farid contemplándome con cautela, como esperando que en cualquier momento fuera a atenazarme otra explosión de llanto. Garabateé los nombres en un pedazo de servilleta de papel.
– John y Betty Caldwell.
Farid se guardó el trozo de papel en el bolsillo.
– Los buscaré enseguida -dijo, y se volvió hacia Sohrab-. En cuanto a ti, te recogeré a última hora de la tarde. No canses mucho a Amir agha .
Pero Sohrab se había acercado a la ventana, donde media docena de palomas paseaban de un lado al otro del alféizar, picoteando la madera y algunas migas de pan duro.
En el cajón del medio de la mesilla había un número antiguo de la revista National Geographic , un lápiz con la punta mordisqueada, un peine al que le faltaban púas y lo que andaba buscando en aquel momento mientras el sudor me resbalaba por la cara debido al esfuerzo: una baraja de cartas. Ya las había contado en otro momento y, para mi sorpresa, la baraja estaba completa. Le pregunté a Sohrab si quería jugar. No esperaba que me respondiera, y mucho menos que jugase. Había permanecido en silencio desde que habíamos huido de Kabul. Sin embargo, se volvió desde la ventana y dijo:
– A lo único que sé jugar es al panjpar .
– Lo siento por ti, porque soy un gran maestro del panjpar , famoso en el mundo entero. -Tomó asiento en el taburete y le di cinco cartas-. Cuando tu padre y yo teníamos tu edad, jugábamos mucho a este juego. Sobre todo en invierno, cuando nevaba y no podíamos salir. Jugábamos hasta que se ponía el sol.
Jugó una carta y cogió otra del mazo. Yo le lanzaba miradas furtivas mientras él estudiaba sus cartas. Era como su padre en muchos aspectos: la manera de sostener el abanico de cartas con las dos manos, la forma de entornar los ojos para estudiarlas, el modo de mirar de vez en cuando directamente a los ojos…
Jugamos en silencio. Gané la primera partida, le dejé ganar la siguiente y perdí las demás sin trampa ni cartón.
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