Pero dimos con él a unos cien metros de la mezquita. Estaba sentado en el aparcamiento, en medio de una rotonda de césped. Fayyaz se acercó a la rotonda y me ayudó a bajar.
– Tengo que regresar -dijo.
– No se preocupe. Volveremos caminando -repuse-. Gracias, señor Fayyaz. De verdad.
Cuando salí, apoyó el brazo en el respaldo del asiento que yo acaba de dejar y me miró a los ojos.
– ¿Puedo decirle una cosa?
– Por supuesto.
En la oscuridad del crepúsculo, su cara quedaba reducida a un par de gafas que reflejaban la luz mortecina.
– Lo que les ocurre a ustedes los afganos es que… Bueno, su gente es un poco temeraria.
Estaba cansado y me dolía todo. Las mandíbulas me daban punzadas. Y las malditas heridas del pecho y el abdomen eran como una alambrada bajo la piel. No obstante, a pesar de todo, me eché a reír.
– ¿Qué…, qué es lo que…? -comenzó a balbucear Fayyaz, pero yo estaba ya desternillándome, ahogado por las risotadas que luchaban por salir de mi boca llena de hierros-. Gente loca… -dijo.
Cuando arrancó, los neumáticos chirriaron y vi las luces traseras, un destello de rojo en la luz del atardecer.
– Me has dado un buen susto -le dije a Sohrab. Me senté a su lado e hice una mueca de dolor al agacharme.
Estaba contemplando la mezquita. La mezquita de Sah Faisal tenía la forma de una tienda gigante. Los coches iban y venían; los fieles, vestidos de blanco, entraban y salían. Nos sentamos en silencio, yo apoyado en un árbol, Sohrab a mi lado, con las rodillas pegadas al pecho. Oímos la llamada a la oración y vimos cómo, en cuanto desapareció la luz del día, se encendían los cientos de luces del edificio. La mezquita brillaba como un diamante en la oscuridad. Iluminaba el cielo y la cara de Sohrab.
– ¿Has estado alguna vez en Mazar-i-Sharif? -me preguntó Sohrab con la barbilla apoyada en las rodillas.
– Hace mucho tiempo. No me acuerdo muy bien.
– Mi padre me llevó allí cuando era pequeño. Fueron también mi madre y Sasa. Mi padre me compró un mono en el bazar. No un mono de verdad, sino de ésos que se inflan. Era marrón y llevaba una corbata de lazo.
– Creo que de niño yo también tuve uno de ésos.
– Mi padre me llevó a la Mezquita Azul, a la tumba de Hazrat Alí -dijo Sohrab-. Recuerdo que fuera del masjid había muchas palomas y que no tenían miedo de la gente. Iban directas a nosotros. Sasa me dio trocitos de naan , yo los lancé al suelo y en un momento estuve rodeado de palomas que picoteaban sin parar. Fue divertido.
– Debes de echar mucho de menos a tus padres -apunté. Me preguntaba si habría visto a los talibanes arrastrar a sus padres hasta la calle. Esperaba que no hubiese sido así.
– ¿Echas tú de menos a tus padres? -inquirió, apoyando la mejilla en las rodillas y levantando la vista para mirarme.
– ¿Si echo de menos a mis padres? Bueno…, a mi madre no la conocí. Mi padre murió hace unos años… y sí, lo echo de menos. A veces mucho.
– ¿Te acuerdas de cómo era?
Pensé en el cuello grueso de Baba, en sus ojos negros, en su indomable cabello castaño. Sentarme en su regazo era como estar sentado sobre un par de troncos.
– Sí, me acuerdo de cómo era -respondí-. También me acuerdo de su olor.
– Yo empiezo a olvidarme de sus caras. ¿Es malo eso?
– No. Es lo que pasa con el tiempo. -De pronto recordé algo. Busqué en el bolsillo interior de la chaqueta y saqué la foto en la que aparecían Hassan y Sohrab-. Mira -le dije.
Se acercó la fotografía a un centímetro de la cara y la giró para que le diera la luz de la mezquita. La observó durante mucho rato. Pensé que estallaría en llanto, pero no lo hizo. Se limitó a sostenerla con las dos manos, a recorrer su superficie con el dedo pulgar. Pensé en una frase que había leído en alguna parte, o que tal vez había oído mencionar a alguien: en Afganistán hay muchos niños, pero poca infancia. Tendió la mano para devolvérmela.
– Quédatela. Es tuya.
– Gracias. -Miró de nuevo la fotografía y se la guardó en el bolsillo del chaleco. Entonces entró en el aparcamiento un carro tirado por un caballo que llevaba unas tintineantes campanillas al cuello-. Últimamente he estado pensando mucho en mezquitas -dijo Sohrab.
– ¿Sí? ¿Y en qué de ellas?
Se encogió de hombros.
– Sólo pensando en ellas. -Levantó la cara y me miró directamente. Estaba llorando, tranquilamente, en silencio-. ¿Puedo preguntarte una cosa, Amir agha ?
– Por supuesto.
– ¿Me llevará Dios…? -empezó, y se atragantó un poco-. ¿Me llevará Dios al infierno por lo que le hice a aquel hombre?
Intenté abrazarlo y se estremeció. Me retiré.
– Nay . Por supuesto que no -respondí.
Tenía ganas de sentirlo cerca, de abrazarlo, de decirle que era el mundo el que no había sido bueno con él, y no al contrario.
Esbozó una mueca y luchó por conservar la compostura.
– Mi padre decía que hacer daño a la gente está mal, aunque sea mala gente. Porque no saben hacerlo mejor y porque la mala gente a veces acaba siendo buena.
– No siempre, Sohrab. -Me lanzó una mirada inquisitiva-. Yo conocía desde hace mucho tiempo al hombre que te hizo daño -le conté-. Supongo que te lo imaginarías, por la conversación que mantuvimos. Él… él intentó hacerme daño en una ocasión cuando yo tenía tu edad, pero tu padre me salvó. Tu padre era muy valiente, siempre me salvaba de las situaciones peligrosas, siempre daba la cara por mí. Y hubo un día en que un niño malo le hizo daño a tu padre, de una manera muy mala, y yo… yo no pude salvar a tu padre como él me había salvado a mí.
– ¿Por qué la gente quería hacerle daño a mi padre? -me preguntó Sohrab con vocecilla jadeante-. Él nunca fue malo con nadie.
– Tienes razón. Tu padre fue un hombre bueno. Pero lo que intento explicarte, Sohrab jan , es que en este mundo hay gente mala, y hay personas malas que nunca dejan de serlo. Y a veces no queda más remedio que enfrentarse a ellas. Lo que tú le hiciste a aquel hombre es lo que yo debería haberle hecho hace muchos años. Le diste su merecido, y aún se merecía más.
– ¿Crees que mi padre se siente defraudado por mí?
– Sé que no -le aseguré-. Me salvaste la vida en Kabul. Sé que se siente muy orgulloso de ti por eso.
Se secó la cara con la manga de la camisa, haciendo estallar una burbuja de saliva que se le había formado entre los labios. Se tapó el rostro con las manos y lloró durante un buen rato antes de volver a hablar.
– Echo de menos a mi padre, y a mi madre también -gimió-. Y echo de menos a Sasa y a Rahim Kan Sahib. Aunque a veces me alegro de que no…, de que ya no estén aquí.
– ¿Por qué? -Le acaricié el hombro. Se retiró.
– Porque… -empezó, jadeando y respirando con dificultad entre sollozos-, porque no quiero que me vean… Estoy muy sucio… -Inspiró hondo y soltó todo el aire en forma de un llanto prolongado y desgarrador-. Estoy sucio y lleno de pecado.
– Tú no estás sucio, Sohrab.
– Esos hombres…
– Tú no estás sucio en absoluto.
– … hicieron cosas… El hombre malo y los otros dos… hicieron cosas…, me hicieron cosas.
– Tú no estás sucio ni lleno de pecado. -Volví a acariciarle el brazo y se retiró de nuevo. Intenté cogerlo otra vez, delicadamente, y atraerlo hacia mí-. No te haré daño -susurré-. Te lo prometo.
Se resistió un poco. Fue soltándose. Dejó que lo atrajera hacia mí y descansó su cabeza sobre mi pecho. Su cuerpecito se convulsionaba entre mis brazos a cada sollozo que daba.
Entre las personas que se crían de un mismo pecho existen lazos de hermandad. En aquellos momentos, mientras el dolor del niño me empapaba la camisa, vi que esos lazos habían surgido también entre nosotros. Lo que había sucedido en aquella habitación con Assef nos había unido de manera irremediable.
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