Durante días había estado buscando el momento adecuado para preguntar. La pregunta llevaba tiempo dándome vueltas en la cabeza, impidiéndome dormir. Decidí que aquél era el momento, allí, con las luces de la casa de Dios reflejándose sobre nosotros.
– ¿Te gustaría ir a vivir a América conmigo y con mi mujer?
No respondió. Siguió sollozando en mi camisa y dejé que continuara haciéndolo.
Durante una semana ninguno de los dos hizo ningún comentario sobre mi proposición, como si la pregunta jamás hubiese sido formulada. Un día, Sohrab y yo tomamos un taxi para ir al mirador de Daman-e-Koh, que se encuentra en la ladera de las montañas Margalla y desde el cual se disfruta de una vista panorámica de Islamabad, con sus filas de avenidas limpias y flanqueadas por árboles y casas blancas. El conductor nos explicó que desde allí se podía ver el palacio presidencial.
– Si ha llovido y la atmósfera está limpia, se ve incluso Rawalpindi -dijo.
Veía sus ojos por el espejo retrovisor, saltando de Sohrab a mí, de mí a Sohrab. También veía mi cara reflejada. No estaba ya tan inflamada, pero había adquirido un tono amarillento debido al amplio surtido de moratones descoloridos.
Tomamos asiento en un banco que había a la sombra de un gomero, en una zona de picnic. Era un día caluroso. El sol lucía en lo alto de un cielo azul topacio. En los bancos cercanos, las familias comían samosas y pakoras . En una radio sonaba una canción hindú que creí recordar de una película antigua, quizá Pakeeza . Los niños, muchos de ellos de la edad de Sohrab, corrían detrás de balones de fútbol, reían y gritaban. Pensé en el orfanato de Karteh-Seh y en la rata que se había escurrido entre mis pies en el despacho de Zaman. Sentí una opresión en el pecho provocada por el inesperado ataque de rabia que me sobrevino al pensar en cómo mis compatriotas estaban destruyendo su propio país.
– ¿Qué pasa? -me preguntó Sohrab. Forcé una sonrisa y le dije que no tenía importancia.
Extendimos una de las toallas de baño del hotel sobre la mesa de picnic y jugamos al panjpar . Se estaba bien allí, acompañado por el hijo de mi hermanastro, jugando a las cartas, con el calor del sol acariciándome la nuca. Terminó la canción y empezó otra, una que no conocía.
– Mira -dijo Sohrab señalando el cielo con sus cartas. Levanté la cabeza y vi un halcón que trazaba círculos en el cielo infinito y despejado.
– No sabía que hubiese halcones en Islamabad -comenté.
– Yo tampoco -dijo él siguiendo con la mirada el vuelo circular del ave-. ¿Los hay donde vives tú?
– ¿En San Francisco? Supongo que sí. Pero no puedo decir que haya visto muchos.
– Oh -dijo.
Yo esperaba que siguiese formulándome preguntas, pero jugó otra mano y luego me preguntó si podíamos comer ya. Abrí la bolsa de papel y le pasé su bocadillo de carne. Mi comida consistía en un tazón de batido de plátano y naranja (le había alquilado la batidora a la señora Fayyaz durante una semana). Sorbí con la ayuda de la pajita y se me llenó la boca del sabor dulce del batido de fruta. Se me derramó un poco por la comisura de los labios. Sohrab me dio una servilleta y observó cómo me secaba la boca con pequeños golpecitos. Le sonreí y él me devolvió la sonrisa.
– Tu padre y yo éramos hermanos -le confesé. Me salió así. Había querido decírselo la noche que estuvimos sentados junto a la mezquita, pero no lo hice. Tenía derecho a saberlo; yo ya no quería volver a ocultar nada más-. Hermanastros, en realidad. Teníamos el mismo padre.
Sohrab dejó de masticar. Abandonó también el bocadillo.
– Mi padre nunca me dijo que tuviera un hermano.
– Porque no lo sabía.
– ¿Por qué no lo sabía?
– Nadie se lo reveló. Tampoco nadie me lo reveló a mí. Yo lo he descubierto hace muy poco.
Sohrab pestañeó. Como si estuviera viéndome, viéndome de verdad, por vez primera.
– ¿Y por qué os lo ocultaron a mi padre y a ti?
– ¿Sabes?, el otro día me hice exactamente la misma pregunta. Y hay una respuesta, aunque no es muy agradable. Digamos simplemente que no nos lo contaron porque se suponía que… tu padre y yo no debíamos haber sido hermanos.
– ¿Porque él era hazara?
Obligué a mis ojos a permanecer fijos en el niño.
– Sí.
– Y tu padre… -empezó, con la mirada fija en el bocadillo- ¿os quería igual a ti y a mi padre?
Pensé en un día, mucho tiempo atrás, en el lago Ghargha, cuando Baba le dio unos golpecitos de felicitación a Hassan en la espalda porque su piedra había rebotado más veces que la mía sobre el agua. Vi a Baba en la habitación del hospital, cuando le retiraron a Hassan los vendajes de la boca.
– Creo que nos quería igual, pero de forma distinta.
– ¿Se sentía avergonzado de mi padre?
– No. Creo que se sentía avergonzado de sí mismo.
Mordisqueó el bocadillo en silencio.
Aquella tarde nos fuimos a última hora, cansados del calor, pero cansados agradablemente. Durante el camino de regreso sentí sobre mí la mirada de Sohrab. Le pedí al taxista que se detuviese en alguna tienda donde vendiesen tarjetas para llamar por teléfono. Le di el dinero y una propina para que entrara a comprarme una.
Por la noche nos acostamos cada uno en nuestra cama y vimos un programa de debate en la televisión. En él aparecían dos mullahs con barba larga y entrecana y turbante blanco que respondían a las preguntas que les formulaban fieles de todas las partes del mundo. Uno que llamaba desde Finlandia, un tipo llamado Ayub, les preguntó si su hijo adolescente podía ir al infierno por llevar los pantalones tan bajos de cintura que se le veía la ropa interior.
– Una vez vi una fotografía de San Francisco -dijo Sohrab.
– ¿De verdad?
– Se veía un puente de color rojo y un edificio con el tejado puntiagudo.
– Tendrías que ver las calles.
– ¿Qué les pasa? -Me miraba mientras los dos mullahs que aparecían en la pantalla del televisor estaban consultando entre ellos la respuesta.
– Son tan empinadas que cuando las subes con el coche lo único que ves es la punta del capó y el cielo -dije.
– Eso da miedo -comentó. Se volvió hasta situarse de cara a mí y dar la espalda al televisor.
– Sólo es al principio. Luego te acostumbras -le aseguré.
– ¿Nieva?
– No, pero tenemos mucha niebla. ¿Te acuerdas de ese puente rojo que viste?
– Sí.
– A veces, por las mañanas, la niebla es tan espesa que lo único que se ve asomar por ella es la punta de las dos torres.
– ¡Oh! -exclamó con una sonrisa de asombro.
– ¿Sohrab?
– Sí.
– ¿Has pensado en lo que te pregunté?
La sonrisa se esfumó. Se tumbó boca arriba y entrelazó las manos por detrás de la cabeza. Los mullahs decidieron finalmente que el hijo de Ayub iría al infierno por llevar los pantalones de aquella manera. Afirmaron que así aparecía mencionado en el Haddith.
– Lo he pensado -dijo Sohrab.
– ¿Y?
– Me da miedo.
– Sé que da un poco de miedo -dije, agarrándome a ese hilo de esperanza-. Pero aprenderás el inglés rápidamente y te acostumbrarás a…
– No me refiero a eso. Eso también me da miedo, pero…
– Pero ¿qué?
Se volvió hacia mí.
– ¿Y si te cansas de mí? ¿Y si tu mujer no me quiere porque soy un…?
Me levanté con dificultad de la cama, recorrí el espacio que nos separaba y me senté a su lado.
– Nunca me cansaré de ti, Sohrab. Jamás. Te lo prometo. Eres mi sobrino, ¿lo recuerdas? Y Soraya jan es una mujer muy bondadosa. Confía en mí, te querrá. Eso también te lo prometo.
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