– Creo que será bueno para tu sobrino, y que tal vez ese pequeño sea también bueno para nosotros.
– Yo opino lo mismo.
– Sé que tal vez te parezca una locura, pero sin darme cuenta estoy pensando en cuál será su qurma favorito, su asignatura favorita en el colegio… Ya me imagino ayudándolo con los deberes… -Se echó a reír. El agua había parado en el baño. Oía que Sohrab se movía en la bañera, y el ruido del agua que salpicaba por los lados.
– Serás una madre estupenda -dije.
– ¡Oh, casi me olvidaba! He llamado a Kaka Sharif.
Lo recordaba recitando un poema escrito en un trozo de papel de carta del hotel con motivo de nuestro nika . Fue su hijo quien sostuvo el Corán sobre nuestras cabezas mientras nos dirigíamos al escenario, sonriendo a las cámaras.
– ¿Qué te ha dicho?
– Moverá el asunto por nosotros. Hablará con algunos de sus colegas del INS -dijo.
– Eso son buenas noticias. Tengo ganas de que veas a Sohrab.
– Y yo tengo ganas de verte a ti.
Colgué sonriendo.
Sohrab salió del baño unos minutos más tarde. Después de la reunión con Raymond Andrews apenas había pronunciado una docena de palabras, y mis intentos por iniciar cualquier conversación habían tropezado con meros movimientos de cabeza o respuestas monosilábicas. Saltó a la cama y se subió las sábanas hasta la barbilla. En cuestión de minutos estaba roncando.
Desempañé un trozo de espejo con la mano y me afeité con una de las anticuadas maquinillas del hotel, de las que se abrían para introducir la cuchilla. Entonces fui yo quien se dio un baño, quien permaneció allí hasta que el agua humeante se enfrió y se me quedó la piel arrugada. Permanecí allí dejándome llevar, preguntándome, imaginando…
Omar Faisal era gordinflón, moreno, se le formaban hoyuelos en las mejillas, tenía los ojos negros como el carbón, una sonrisa afable y huecos entre los dientes. Su melena canosa empezaba a clarear y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Iba vestido con un traje de pana marrón, con coderas de piel, y usaba un maletín viejo y sobrecargado. Como le faltaba el asa, lo abrazaba contra su pecho. Era de ese tipo de personas que empiezan muchas de sus frases con una risa y una disculpa innecesaria, como «Lo siento, estaré allí a las cinco». Risa. Le llamé e insistió en ser él quien se acercase a vernos.
– Lo siento, los taxistas de esta ciudad son como tiburones -dijo en un inglés perfecto, sin pizca de acento-. Huelen de lejos a los extranjeros y triplican sus tarifas.
Empujó la puerta, todo sonrisas y disculpas, algo jadeante y sudoroso. Se secó la frente con un pañuelo y abrió el maletín, hurgó en su interior en busca de una libreta y se disculpó por las hojas de papel que habían ido a parar sobre la cama. Sohrab, sentado en su cama con las piernas cruzadas, tenía un ojo en el televisor sin volumen y el otro en el atribulado abogado. Por la mañana le había explicado que Faisal iría a visitarnos, y había hecho un movimiento afirmativo con la cabeza; había estado a punto de preguntar algo, pero había seguido viendo un programa con animales que hablaban.
– Bueno, veamos… -dijo Faisal abriendo el cuaderno de color amarillo-. Espero que mis hijos salgan a su madre por lo que a la organización se refiere. Lo siento, seguramente no es lo que le gustaría oír en boca de su hipotético abogado, ¿verdad? -Rió.
– Bueno, Raymond Andrews lo tiene en gran consideración.
– El señor Andrews… Sí, sí. Un tipo decente. De hecho, me llamó y me habló de usted.
– ¿Sí?
– Sí.
– Así que conoce mi situación…
Faisal acarició ligeramente las gotas de sudor que aparecían sobre sus labios.
– Conozco la versión de la situación que usted le dio al señor Andrews -dijo. Sonrió tímidamente y se le formaron hoyuelos en las mejillas. Se volvió hacia Sohrab-. Éste debe ser el jovencito que tantos problemas está causando -dijo en farsi.
– Es Sohrab -dije-. Sohrab, éste es el señor Faisal, el abogado del que te he hablado.
Sohrab se deslizó por el borde de la cama y le estrechó la mano a Omar Faisal.
– Salaam alaykum -dijo en voz baja.
– Alaykum salaam , Sohrab -dijo Faisal-. ¿Sabes que llevas el nombre de un gran guerrero?
Sohrab asintió con la cabeza. Se encaramó de nuevo a la cama y se tendió de lado para ver la televisión.
– No sabía que hablaba tan bien el farsi -dije en inglés-. ¿Se crió usted en Kabul?
– No, nací en Karachi. Pero viví varios años en Kabul. En Shar-e-Nau, cerca de la mezquita de Haji Yaghoub -dijo Faisal-. Sin embargo, me crié en Berkeley. Mi padre abrió allí una tienda de música a finales de los sesenta. Amor libre, cintas en el pelo, camisetas desteñidas, ya sabe. -Se inclinó hacia delante-. Estuve en Woodstock.
– Estupendo -repliqué, y Faisal se echó a reír con tanta fuerza que empezó a empaparse de nuevo en sudor-. Sea como fuere -continué-, lo que le conté al señor Andrews fue prácticamente todo, exceptuando un par de cosas. O tal vez tres. Le daré la versión sin censura.
Se lamió un dedo y pasó las hojas hasta dar con una en blanco. Destapó el bolígrafo.
– Se lo agradecería, Amir. ¿Y por qué no seguimos en inglés a partir de ahora?
– De acuerdo.
Le expliqué todo lo sucedido. Mi reunión con Rahim Kan, el viaje a Kabul, el orfanato, la lapidación en el estadio Ghazi.
– Dios -musitó-. Lo siento, tengo recuerdos muy buenos de Kabul. Me resulta difícil creer que sea el mismo lugar que está usted describiéndome.
– ¿Ha estado allí últimamente?
– No.
– No es Berkeley, se lo aseguro -dije.
– Continúe.
Le expliqué el resto, la reunión con Assef, la pelea, Sohrab y el tirachinas, nuestra huida a Pakistán. Cuando terminé, garabateó unas notas, respiró hondo y me miró muy serio.
– Bueno, Amir, le queda por delante una batalla muy dura que librar.
– ¿Una batalla que puedo ganar?
Tapó el bolígrafo.
– Aun corriendo el riesgo de recordarle a Raymond Andrews, es poco probable. No imposible, pero muy poco probable. -La sonrisa afable había desaparecido, igual que su mirada juguetona.
– Pero los niños como Sohrab son los que más necesitan un hogar -dije-. Todas esas reglas y normativas no tienen para mí ningún sentido…
– Eso, Amir, no tiene que decírmelo a mí… Pero la realidad es que, teniendo en cuenta las leyes de inmigración vigentes, las directrices de las agencias de adopción y la situación política que vive Afganistán, tiene todas las cartas en su contra.
– No lo entiendo -repliqué. Deseaba poder golpear cualquier cosa-. Quiero decir que sí que lo entiendo, pero no lo entiendo.
Omar asintió, arrugando la frente.
– Bueno, así es. Cuando vivimos las secuelas de un desastre, sea natural o producido por el hombre, y los talibanes son un desastre, créame, Amir, siempre resulta complicado demostrar que un niño es huérfano. Los niños se pierden en campos de refugiados, o simplemente los abandonan sus padres porque no pueden cuidarlos. Sucede siempre. Por lo tanto, el INS no le otorgará un visado a menos que quede clara la situación legal del niño. Lo siento. Sé que suena ridículo, pero necesita certificados de defunción.
– Usted ha estado en Afganistán -dije-. Sabe lo improbable que es conseguirlos.
– Lo sé. Pero supongamos que quede demostrado que el niño no tiene ni padre ni madre. Incluso en ese caso el INS considera que lo mejor es que el niño se quede con alguien de su propio país para de ese modo preservar su legado.
– ¿Qué legado? Los talibanes han destruido cualquier legado que los afganos pudieran tener. Ya ve lo que hicieron con los Budas gigantes de Bamiyan.
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