Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Cometas en el Cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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Necesito aire.

Me pongo en pie y abro las ventanas. El aire que entra es húmedo y caliente…, huele a dátiles demasiado maduros y a excrementos. Lo obligo a entrar en mis pulmones dando bocanadas, pero no consigo eliminar la punzada que siento en el pecho. Regreso al suelo. Cojo el ejemplar de Time y lo hojeo. Sin embargo, soy incapaz de leer, soy incapaz de concentrarme en nada. Así que vuelvo a dejarlo en la mesa y fijo la vista en el dibujo zigzagueante que forman las grietas en el suelo de cemento, en las telarañas que hay en los rincones del techo, en las moscas muertas que cubren el alféizar de la ventana. Sobre todo fijo la vista en el reloj de la pared. Son las cuatro de la mañana y llevo cerca de cinco horas encerrado en la habitación de las puertas de vaivén. Y aún no he tenido noticias.

Empiezo a sentir que el trozo de suelo que ocupo forma parte de mi cuerpo; mi respiración es cada vez más pesada, más lenta. Quiero dormir, cierro los ojos y apoyo la cabeza en ese suelo frío y sucio. Me dejo llevar. Tal vez cuando me despierte descubra que todo lo que he visto en el baño de la habitación formaba parte de un sueño: el agua del grifo goteando y cayendo con un «plinc» en el agua teñida de sangre; la mano izquierda colgando por un lado de la bañera; la maquinilla de afeitar empapada de sangre sobre la cisterna del inodoro… La misma maquinilla con la que yo me había afeitado el día anterior; y sus ojos, entreabiertos aún, pero sin brillo. Eso por encima de todo. Quiero olvidar los ojos.

Pronto llega el sueño y se apodera de mí. Sueño en cosas que cuando me despierto no puedo recordar.

•••

Alguien me da golpecitos en un hombro. Abro los ojos. Un hombre está arrodillado a mi lado. Lleva un gorro igual que el de los hombres que había detrás de las puertas de vaivén; tiene la boca tapada por una mascarilla de papel… Se me encoge el corazón cuando veo una gota de sangre en la mascarilla. Lleva la fotografía de una niña de ojos lánguidos pegada en el busca. Se quita la mascarilla y me alegro de dejar de tener ante mis ojos la sangre de Sohrab. Su piel es oscura, del color del chocolate suizo que Hassan y yo comprábamos en el bazar de Shar-e-Nau; las mejillas son regordetas, el cabello empieza a clarearle, y sus ojos, de color avellana, están rematados por unas pestañas curvadas hacia arriba. Con acento británico me dice que es el doctor Nawaz, y de repente siento la necesidad de alejarme de él porque no creo que pueda soportar escuchar lo que ha venido a decirme. Dice que el niño se ha hecho unos cortes muy profundos y que ha perdido mucha sangre. Mi boca empieza a murmurar de nuevo esa oración:

« La illaha il Allah, Muhammad u rasul ullah

Han tenido que hacerle varias transfusiones…

«¿Cómo se lo explicaré a Soraya?»

Han tenido que reanimarlo dos veces…

«Haré el namaz , haré el zakat

Lo habrían perdido si su corazón no hubiese sido tan joven y tan fuerte…

«Ayunaré.»

Está vivo.

El doctor Nawaz sonríe. Necesito un momento para asimilar lo que acaba de decirme. Sigue hablando, pero no quiero escucharlo. Porque he cogido sus manos y me las he llevado a la cara. Lloro mi alivio en las manos pequeñas y carnosas de este desconocido y él ha dejado de hablar. Espera.

La unidad de cuidados intensivos tiene forma de L y está oscura; es un revoltijo de monitores que emiten sonidos y máquinas zumbantes. El doctor Nawaz va por delante de mí. Avanzamos entre dos filas de camas separadas por cortinas blancas de plástico. La cama de Sohrab es la última, la más cercana a la enfermería, donde dos mujeres con batas verdes anotan datos en pizarras y charlan en voz baja. Durante el silencioso trayecto que he realizado en el ascensor con el doctor Nawaz he pensado que me echaría de nuevo a llorar en cuanto viese a Sohrab. Pero me he quedado sin lágrimas y no afloran cuando me siento en la silla a los pies de su cama. Miro su cara blanca a través de la confusión de tubos de plástico brillantes y vías intravenosas. Me invade un entumecimiento especial cuando observo su pecho subir y bajar al ritmo de los silbidos del ventilador, el mismo que se debe sentir segundos después de evitar por los pelos un choque frontal con el coche.

Echo una cabezada y cuando me despierto veo, a través de la ventana que hay junto al puesto de enfermería, el sol en un cielo lechoso. La luz entra sesgada en la estancia y proyecta mi sombra hacia Sohrab. No se ha movido.

– Le iría bien dormir un poco -me dice una enfermera.

No la reconozco… El turno debe de haber cambiado mientras yo dormía. Me acompaña a otra sala, esta vez justo al lado de la UCI. Está vacía. Me da una almohada y una manta con el anagrama del hospital. Le doy las gracias y me tumbo sobre un sofá de vinilo que hay en un rincón de la sala. Caigo dormido casi al instante.

Sueño que estoy de nuevo en la sala de abajo. El doctor Nawaz entra y me pongo en pie para saludarlo. Se quita la mascarilla de papel. Sus manos son más blancas de lo que recordaba, lleva las uñas muy cuidadas, el cabello perfectamente peinado, y entonces veo que no se trata del doctor Nawaz, sino de Raymond Andrews, el hombrecillo de la embajada y la tomatera. Andrews inclina la cabeza. Cierra los ojos.

De día el hospital era un laberinto de pasillos que parecían hormigueros, un resplandor de fluorescentes blancos. Llegué a conocer todos los rincones, a saber que el botón de la cuarta planta del ascensor del ala este no funcionaba, que la puerta del lavabo de caballeros de ese mismo sector estaba atrancada y que para abrirla era necesario darle un empujón con el hombro. Llegué a saber que la vida del hospital tiene un ritmo propio: el frenesí de actividad que se produce justo antes del cambio de turno de la mañana, el bullicio de mediodía, la quietud y la tranquilidad de las altas horas de la noche sólo interrumpida ocasionalmente por una confusión de médicos y enfermeras afanados en reanimar a alguien. Durante el día velaba a Sohrab junto a su cama y por las noches deambulaba por los pasillos, escuchando el sonido de las suelas de mis zapatos al pisar las baldosas y pensando en lo que le diría a Sohrab cuando despertara. Siempre acababa regresando a la UCI, sentándome junto a su cama, escuchando el zumbido del ventilador, y sin tener la menor idea de qué le diría.

Después de tres días en la UCI le retiraron la respiración asistida y lo trasladaron a una cama de la planta baja. Yo no estuve presente durante el traslado. Aquella noche, precisamente, había ido al hotel a dormir un poco y estuve dando vueltas sin parar en la cama. Por la mañana intenté no mirar la bañera. Estaba limpia. Alguien había limpiado la sangre, colocado nuevas alfombras en el suelo y frotado las paredes. Pero no pude evitar sentarme en su frío borde de porcelana. Me imaginé a Sohrab llenándola de agua caliente. Lo vi desnudarse. Lo vi dándole la vuelta al mango de la maquinilla y abriendo los dobles pestillos de seguridad del cabezal, extrayendo la hoja, sujetándola entre el pulgar y el índice. Me lo imaginé entrando en el agua, tendido un momento en la bañera con los ojos cerrados. Me pregunté cuál habría sido su último pensamiento antes de levantar la hoja y llevarla hasta la muñeca.

Salía del vestíbulo cuando me tropecé con el director del hotel, el señor Fayyaz.

– Lo siento mucho por usted -dijo-, pero tengo que pedirle que abandone mi hotel, por favor. Esto es malo para mi negocio, muy malo.

Le dije que lo comprendía y pedí la factura. No me cobraron los tres días que había pasado en el hospital. Mientras esperaba un taxi en la puerta del hotel, pensé en lo que el señor Fayyaz me había dicho la tarde en que estuvimos buscando a Sohrab: «Lo que les ocurre a ustedes los afganos es que… Bueno, su gente es un poco temeraria.» En aquel momento me reí de él, pero ahora me lo cuestionaba. ¿Cómo había sido capaz de quedarme dormido después de darle a Sohrab la noticia que él más temía?

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