Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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Lo acosté en su cama y lo tapé. Después yo me acosté en la mía de cara a la ventana, a través de la cual se veía el cielo violeta sobre Islamabad.

Cuando el teléfono me despertó de un sobresalto el cielo estaba completamente negro. Me froté los ojos y encendí la lámpara de la mesilla. Eran poco más de las diez y media de la noche; había dormido casi tres horas. Cogí el teléfono.

– ¿Diga?

– Conferencia desde Estados Unidos -anunció la voz aburrida del señor Fayyaz.

– Gracias -dije.

La luz del baño estaba encendida; Sohrab estaba disfrutando de su baño nocturno. Un par de clics y luego la voz de Soraya.

Salaam ! -exclamó; parecía emocionada.

– Hola.

– ¿Qué tal la reunión con el abogado?

Le conté lo que me había aconsejado Omar Faisal.

– Ya puedes ir olvidándote de todo eso -dijo-. No tenemos por qué hacerlo.

Me senté.

Rawsti ? ¿Por qué? ¿Qué sucede?

– He tenido noticias de Kaka Sharif. Me ha dicho que la clave está en introducir a Sohrab en el país. Una vez aquí, hay formas de evitar que lo expulsen. Así que ha hecho unas cuantas llamadas a sus amigos del INS. Me ha llamado hace poco y me ha dicho que está casi seguro de poder conseguir un visado humanitario para Sohrab.

– ¿Bromeas? -repliqué-. ¡Gracias a Dios! ¡El bueno de Sharif jan !

– Nosotros tendremos que actuar como patrocinadores o algo así. Todo tendría que ir muy rápido. Me ha dicho que le concederían un visado de un año, tiempo suficiente para solicitar la adopción.

– ¿De verdad, Soraya?

– Parece que sí -dijo.

La notaba feliz. Le dije que la quería y ella me dijo que también me quería. A continuación colgué.

– ¡Sohrab! -grité saltando de la cama-. Tengo noticias estupendas. -Llamé a la puerta del baño-. ¡Sohrab! Soraya jan acaba de llamar desde California. No será necesario que vayas a un orfanato, Sohrab. Nos iremos a América, tú y yo. ¿Me has oído? ¡Nos vamos a América!

Abrí la puerta. Entré en el baño.

De pronto me encontré de rodillas, gritando. Gritando entre dientes. Gritando hasta que pensé que se me rompería la garganta y me estallaría el pecho.

Posteriormente me contaron que cuando llegó la ambulancia aún seguía gritando.

25

No me dejarán entrar.

Veo cómo pasa la camilla entre un par de puertas de vaivén y los sigo. Atravieso corriendo las puertas. El olor a yodo y a agua oxigenada me tumba: sólo tengo tiempo de ver a dos hombres con gorros de quirófano y a una mujer con una bata verde inclinados sobre una camilla. Por un lado cae una sábana blanca que acaricia las mugrientas baldosas. Por debajo de la sábana asoman un par de pequeños pies ensangrentados y veo que la uña del dedo gordo del pie izquierdo está partida. Luego aparece un hombre alto y corpulento vestido de azul que me pone la mano en el pecho y me echa a empujones; siento en la piel el tacto frío de su alianza. Arremeto empujando hacia delante y lo maldigo, pero me responde que no puedo estar allí. Lo dice en inglés, con voz educada pero firme. «Debe usted esperar», dice, conduciéndome de nuevo hacia la sala de espera; las puertas se cierran tras de él en un suspiro y lo único que veo a través de las estrechas ventanillas rectangulares que hay en ellas es la parte superior de los gorros de quirófano de los hombres.

Me abandona en un pasillo ancho y sin ventanas que está abarrotado de gente sentada en sillas metálicas plegables dispuestas a lo largo de las paredes; hay más personas sentadas sobre la fina alfombra deshilachada. Quiero volver a gritar, y recuerdo la última vez que me sentí de esta manera, cuando estuve con Baba en el interior de la cisterna del camión de gasolina, enterrado en la oscuridad junto con los demás refugiados. Quiero alejarme de este lugar, de esta realidad, izarme como una nube y desaparecer flotando, fundirme con esta húmeda noche de verano y disolverme en algún lugar lejano, por encima de las montañas. Pero estoy aquí, mis piernas son como bloques de hormigón, mis pulmones están vacíos de aire, me arde la garganta. No puedo marcharme flotando. Esta noche no habrá otra realidad. Cierro los ojos y la nariz se inunda de los olores del pasillo, sudor y amoniaco, alcohol y curry. En el techo, las polillas se pegan a los tubos grises fluorescentes dispuestos a lo largo del pasillo y escucho el ruido de su aleteo, parecido al del crujir del papel. Oigo charlas, sollozos sordos, sorber de mocos, alguien que gime, otro que suspira, las puertas del ascensor que se abren con un «bing», la megafonía que busca a alguien llamándolo en urdu.

Abro de nuevo los ojos y sé lo que debo hacer. Miro a mi alrededor, el corazón me martillea el pecho y la sangre resuena en mis oídos. A mi izquierda hay un pequeño trastero oscuro. Allí encuentro lo que necesito. Funcionará. Cojo una sábana blanca del montón de ropa de cama doblada y me la llevo al pasillo. Veo a una enfermera que habla con un policía cerca de los baños. Agarro a la enfermera por un codo y tiro de ella, preguntándole dónde está el este. Ella no entiende nada, las arrugas de la cara se le pronuncian más cuando frunce el entrecejo. Me duele la garganta y me escuecen los ojos debido al sudor, cada vez que respiro es como si inhalase fuego y creo que estoy llorando. Vuelvo a preguntárselo. Se lo suplico. Es el policía quien me lo indica.

Arrojo al suelo mi jai-namaz casera, mi alfombra de oración, y me arrodillo, bajo la frente hasta abajo, mis lágrimas empapan la sábana. Estoy en dirección al este. Entonces recuerdo que llevo quince años sin rezar. Hace mucho que he olvidado las palabras. Pero no importa, murmuraré las pocas que todavía recuerdo: « La illaha il Allah, Muhammad u rasul ullah .» No existe otro Dios sino Alá, y Mahoma es su mensajero. En este momento me doy cuenta de que Baba estaba equivocado, de que Dios existe, de que siempre ha existido. Lo veo aquí, en los ojos de la gente de este pasillo de desesperación. Ésta es la verdadera casa de Dios, aquí es donde los que han perdido a Dios vuelven a encontrarlo, no en la masjid blanca, con sus resplandecientes luces en forma de diamantes y sus elevados minaretes. Dios existe, así tiene que ser, y voy a rezar, voy a rezar para que me perdone por haberlo olvidado durante todos estos años, para que me perdone por haber traicionado, mentido y pecado con impunidad, y por volver a Él sólo en los momentos de necesidad; rezo para que sea tan misericordioso, benevolente e indulgente como su libro dice que es. Me inclino hacia el este, beso el suelo y prometo que practicaré el zakat , el namaz , que ayunaré durante el ramadán y que seguiré ayunando después de que el ramadán haya pasado, me comprometo a memorizar hasta la última palabra de su libro sagrado y a peregrinar hasta aquella ciudad abrasadora en medio del desierto y a inclinarme delante de la Ka'ba. Haré todo eso y pensaré en Él a diario a partir de este instante si me concede un único deseo: mis manos están manchadas con la sangre de Hassan; rezo a Dios para que no permita que se manchen también con la sangre de su hijo.

Escucho un lloriqueo y me doy cuenta de que es el mío, de que las lágrimas que ruedan por mis mejillas me dejan los labios salados. Siento fijos en mí los ojos de todos los presentes en el pasillo y sigo inclinándome hacia el este. Rezo. Rezo para que mis pecados no se hayan apoderado de mí como siempre temí que lo hiciesen.

Sobre Islamabad se cierne una noche negra desprovista de estrellas. Han pasado unas horas y me encuentro sentado en el suelo de un minúsculo salón junto al pasillo que desemboca en el pabellón de urgencias. Delante de mí tengo una fea mesita de centro de color marrón atiborrada de periódicos y revistas sobadas: un ejemplar de Time fechado en abril de 1996; un periódico pakistaní donde aparece la cara de un niño que murió atropellado por un tren la semana anterior; una revista con fotografías de sonrientes actores de Lollywood en la portada a todo color. En una silla de ruedas, enfrente de mí, echando una cabezada, hay una mujer mayor vestida con un chal de ganchillo y shalwar-kameez de color verde jade. Se despierta de vez en cuando y murmura una oración en árabe. Me pregunto, agotado, cuáles serán las oraciones que se escucharán hoy, las suyas o las mías. Me imagino la cara de Sohrab, la protuberancia puntiaguda de su barbilla, sus orejitas en forma de concha, sus ojos rasgados como una hoja de bambú, tan parecidos a los de su padre. Me invade un pesar negro como la noche y siento una punzada en la garganta.

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