Resopló por la nariz y cerró los ojos. Deseaba no haber pronunciado la última frase.
– ¿Sabes?, en mi vida he hecho muchas cosas de las que me arrepiento -dije-, y tal vez no haya otra de la que me arrepienta más que de no haber cumplido la promesa que te hice. Pero eso jamás volverá a ocurrir y lo siento con todo mi corazón. Te pido tu bakhshesh , tu perdón. ¿Puedes dármelo? ¿Puedes perdonarme? ¿Puedes creerme? -Bajé el tono de voz-. ¿Vendrás conmigo?
Mientras esperaba su respuesta, mi cabeza regresó un instante a un día de invierno muy antiguo, cuando Hassan y yo nos sentamos en la nieve bajo un cerezo sin hojas. Aquel día le hice una jugarreta cruel a Hassan, le pedí que comiera tierra para que me demostrara su fidelidad. Sin embargo, ahora era yo quien se encontraba bajo el microscopio, quien tenía que demostrar su valía. Me lo tenía merecido.
Sohrab se giró, dándome la espalda. No dijo nada durante mucho rato. Entonces, cuando ya pensaba que se había quedado dormido, emitió un gemido:
– Estoy muy khasta , muy cansado.
Seguí sentado junto a la cama hasta que cayó dormido. Algo se había perdido entre Sohrab y yo. Hasta la reunión con el abogado Omar Faisal había ido entrando poco a poco en los ojos de Sohrab, como un tímido invitado, una luz de esperanza. Pero la luz había desaparecido, el invitado se había esfumado, y me preguntaba cuándo se atrevería a regresar. Me preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que Sohrab volviese a sonreír. Cuánto tiempo pasaría hasta que confiase en mí. Si es que llegaba a hacerlo.
Así que salí de la habitación para emprender la búsqueda de un nuevo hotel, sin saber que tendría que pasar casi un año hasta que volviese a oír una palabra en boca de Sohrab.
Sohrab nunca llegó a aceptar mi oferta. Ni a declinarla. Pero sabía que cuando le quitaran los vendajes y los pijamas del hospital se convertiría simplemente en un huérfano hazara más. ¿Qué otra alternativa le quedaba? ¿Adónde podía ir? Así que lo que interpreté como un «Sí» por su parte fue más bien una rendición silenciosa, no tanto una aceptación como un acto de renuncia de un niño excesivamente agotado para decidir y demasiado cansado para creer. Lo que anhelaba era su vieja vida. Lo que obtenía éramos América y yo. No era un mal destino, teniendo en cuenta las circunstancias, pero no podía decírselo. La perspectiva es un lujo que sólo pueden permitirse las mentes que no están atormentadas por un enjambre de demonios.
Y así fue como, aproximadamente una semana después, nos encontramos en una pista de despegue negra y caliente y me llevé a Estados Unidos al hijo de Hassan, apartándolo de la certidumbre de la confusión y arrojándolo a una confusión de incertidumbre.
Un día, entre 1983 y 1984, me encontraba en la sección de películas del Oeste de un videoclub de Fremont cuando se me acercó un tipo con una Coca-Cola en un vaso de un Seven-Eleven. Me señaló una cinta de Los siete magníficos y me preguntó si la había visto.
– Sí, trece veces -le dije-. Muere Charles Bronson, y también James Coburn y Robert Vaughn. -Me miró con cara de malos amigos, como si acabara de escupir en su refresco.
– Muchas gracias, tío -replicó, y se marchó sacudiendo la cabeza y murmurando algo.
Allí aprendí que en Estados Unidos no debe revelarse jamás el final de una película, y que si lo haces, serás despreciado y deberás pedir perdón con todas tus fuerzas por haber cometido el pecado de «estropear el final».
En Afganistán, sin embargo, lo único que importaba era el final. Cuando Hassan y yo llegábamos a casa después de haber visto una película hindú en el cine Zainab, lo primero que querían saber Alí, Rahim Kan, Baba o cualquiera de la miríada de amigos de Baba (primos segundos y terceros que entraban y salían de casa) era lo siguiente: ¿acabó encontrando la felicidad la chica de la película? ¿El bacheh film , el chico de la película, se convirtió en kamyab y alcanzó sus sueños, o era nah-kam , estaba condenado a hundirse en el fracaso?
Lo que querían saber era si había un final feliz.
Si alguien me preguntara hoy si la historia de Hassan, Sohrab y yo tiene un final feliz, no sabría qué decir.
¿Lo sabe alguien?
Al fin y al cabo la vida no es una película hindú. Zendagi migzara , dicen los afganos: la vida sigue, haciendo caso omiso al principio, al final, kamyab , nah-kam , crisis o catarsis; sigue adelante como una lenta y mugrienta caravana de kochis.
No sabría cómo responder a esa pregunta. A pesar del pequeño milagro del domingo pasado.
Llegamos a casa hace siete meses, un caluroso día de agosto de 2001. Soraya fue a recogernos al aeropuerto. Nunca había estado tanto tiempo lejos de Soraya, y cuando me abrazó por el cuello, cuando olí su melena con aroma a manzanas, me di cuenta de lo mucho que la había echado de menos.
– Sigues siendo el sol de la mañana de mi yelda -le susurré.
– ¿Qué?
– Nada -contesté dándole un beso en la oreja.
Después ella se arrodilló para ponerse a la altura de Sohrab. Le dio la mano y le sonrió.
– Salaam , Sohrab jan , soy tu Khala Soraya. Todos estábamos esperando tu llegada.
Cuando la vi sonriendo a Sohrab con los ojos llorosos, percibí un atisbo de la madre que habría sido si su vientre no la hubiese traicionado.
Sohrab cambió de posición y apartó la vista.
Soraya había convertido el estudio de la planta superior en un dormitorio para Sohrab. Lo acompañó hasta allí y él se sentó en la cama. Las sábanas tenían estampado el dibujo de unas cometas de colores vivos que volaban en un cielo azul añil. En la pared donde estaba el armario, Soraya había dibujado una regla con centímetros para medir la altura del niño a medida que fuese creciendo. A los pies de la cama vi una cesta de mimbre con libros, una locomotora y una caja de acuarelas.
Sohrab iba vestido con una camiseta sencilla de color blanco y unos pantalones vaqueros nuevos que le había comprado en Islamabad antes de nuestra partida… La camiseta le quedaba un poco grande y colgaba de sus hombros huesudos y hundidos. Su cara seguía pálida, excepto por los oscuros círculos que aparecían bajos sus ojos. Nos observaba con la misma mirada impasible con que contemplaba los platos de arroz hervido que le servían regularmente en el hospital.
Soraya le preguntó si le gustaba su habitación y me di cuenta de que intentaba evitar mirarle las muñecas y que sus ojos se desviaban sin querer hacia aquellas líneas serradas de color rosado. Sohrab bajó la cabeza, escondió las manos entre los muslos y no dijo nada. Se limitó a reposar la cabeza en la almohada y, menos de cinco minutos después, Soraya y yo lo veíamos dormir desde el umbral de la puerta.
Nos acostamos. Soraya se quedó dormida con la cabeza apoyada en mi pecho. Yo permanecí despierto en la oscuridad de nuestra habitación; el insomnio una vez más. Despierto y solo con mis propios demonios.
En algún momento de la noche salté de la cama y me dirigí al dormitorio de Sohrab. Me quedé de pie a su lado y al bajar la vista vi algo que sobresalía de su almohada. Lo cogí. Se trataba de la fotografía de Rahim Kan, la que le regalé a Sohrab la noche en que nos quedamos sentados junto a la mezquita de Sah Faisal. Aquélla en la que aparecían Hassan y Sohrab el uno junto al otro, entrecerrando los ojos para evitar la luz del sol y sonriendo como si el mundo fuese un lugar bueno y justo. Me pregunté cuánto tiempo habría estado Sohrab acostado en la cama contemplando la fotografía, dándole vueltas.
Miré la foto. «Tu padre era un hombre partido en dos mitades», había dicho Rahim Kan en su carta. Yo había sido la parte con derecho, la aprobada por la sociedad, la mitad legítima, la encarnación involuntaria de la culpabilidad de Baba. Miré a Hassan, cuya sonrisa mostraba el vacío dejado por los dos dientes delanteros; la luz del sol le daba oblicuamente en la cara. Él era la otra mitad de Baba. La mitad sin derecho, sin privilegios. La mitad que había heredado lo que Baba tenía de puro y noble. La mitad que tal vez, en el lugar más recóndito de su corazón, Baba consideraba su verdadero hijo.
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