Vi por el rabillo del ojo a Soraya, que nos observaba desde la tienda. Se la veía tensa, con las manos escondidas bajo las axilas. A diferencia de mí, ella había ido abandonando gradualmente sus intentos de animarlo. Las preguntas sin respuesta, las miradas vacías, el silencio, todo le resultaba excesivamente doloroso. Había decidido aguardar a que Sohrab pusiera el semáforo en verde. Esperaba.
Me humedecí el dedo índice y lo alcé al aire.
– Recuerdo que tu padre a veces comprobaba la dirección del viento levantando polvo. Daba una patada en la tierra y observaba hacia dónde la arrastraba el viento. Sabía muchos trucos -dije. Bajé el dedo-. Oeste, creo.
Sohrab se secó una gota de lluvia que le caía por la oreja y cambió el peso del cuerpo a la otra pierna. No dijo nada. Pensé en Soraya, cuando unos meses atrás me preguntó cómo sonaba su voz. Le contesté que ya no la recordaba.
– ¿Te he dicho alguna vez que tu padre era el mejor volador de cometas de Wazir Akbar Kan? ¿Tal vez de todo Kabul? -dije, anudando el extremo suelto del carrete de tar al lazo de hilo sujeto al aspa central-. Todos los niños del vecindario estaban celosos de él. Volaba las cometas sin mirar nunca al cielo, y la gente decía que lo que hacía era seguir la sombra de la cometa. Pero ellos no lo conocían como yo. Tu padre no perseguía ninguna sombra. Sólo… lo sabía. -Acababan de emprender el vuelo media docena más de cometas. La gente empezaba a congregarse en grupitos, con las tazas de té en la mano y los ojos pegados al cielo-. ¿Quieres ayudarme a volarla? -le pregunté. La mirada de Sohrab saltó de la cometa a mí y volvió luego al cielo-. De acuerdo. -Me encogí de hombros-. Parece que tendré que volarla tanhaii . Solo. -Mantuve en equilibrio el carrete sobre la mano izquierda y solté cerca de un metro de tar . La cometa amarilla se balanceaba en el aire justo por encima de la hierba mojada-. Última oportunidad -dije. Pero Sohrab estaba observando un par de cometas que se habían enredado en lo alto, por encima de los árboles-. Bueno. Allá voy.
Eché a correr. Mis zapatillas deportivas salpicaban el agua de lluvia de los charcos. Mi mano derecha sujetaba el hilo de la cometa por encima de mi cabeza. Hacía tanto tiempo que no hacía eso que me preguntaba si no montaría un espectáculo. Dejé que el carrete fuera rodando en mi mano izquierda mientras corría; sentía que el hilo me cortaba en la mano derecha a medida que lo soltaba. La cometa se elevaba ya por encima de mi hombro, levantándose, dando vueltas, y corrí aún más. El carrete giraba más deprisa y el hilo abrió un nuevo corte en la palma de mi mano. Me detuve y me volví. Mire hacia arriba. Sonreí. Allá en lo alto mi cometa se balanceaba de un lado a otro como un péndulo, produciendo aquel viejo sonido de pájaro de papel que bate las alas que siempre he asociado con las mañanas de invierno de Kabul. Llevaba un cuarto de siglo sin volar una cometa, pero de repente era como si volviese a tener doce años y los viejos instintos hubieran vuelto a mí precipitadamente.
Sentí una presencia a mi lado y bajé la vista. Era Sohrab. Continuaba con las manos hundidas en los bolsillos del chubasquero. Pero me había seguido.
– ¿Quieres intentarlo? -le pregunté.
No dijo nada. Sin embargo, cuando le acerqué el hilo, sacó una mano del bolsillo. Dudó. Lo cogió. El ritmo del corazón se me aceleró cuando empecé a enrollar el carrete para recuperar el hilo suelto. Nos quedamos quietos el uno junto al otro. Con el cuello hacia arriba.
A nuestro alrededor los niños se perseguían entre sí, resbalando en la hierba. Alguien tocaba en aquel momento una melodía de una antigua película hindú. Una hilera de hombres mayores rezaba el namaz de la tarde sobre un plástico extendido en el suelo. El ambiente olía a hierba mojada, humo y carne asada. Deseé que el tiempo se detuviera.
Entonces vi que teníamos compañía. Se acercaba una cometa verde. Seguí el hilo hasta que fui a parar a un niño que estaría a unos diez metros de distancia de nosotros. Tenía el pelo cortado a cepillo y llevaba una camiseta con las palabras «The Rock Rules» escritas en grandes letras negras. Se dio cuenta de que lo miraba y me sonrió. Me saludó con la mano. Yo le devolví el saludo.
Sohrab me dio el hilo.
– ¿Estás seguro? -dije, recogiéndolo. Entonces él sujetó el carrete-. De acuerdo -añadí-. Démosle un sabagh , démosle una lección, nay ?
Lo miré de reojo. La mirada vidriosa y vacía había desaparecido. Sus ojos volaban de nuestra cometa a la verde. Tenía la tez ligeramente sonrosada, la mirada atenta. Estaba despierto. Vivo. Y me pregunté en qué momento había olvidado yo que, a pesar de todo, seguía siendo sólo un niño.
La cometa verde avanzaba.
– Esperemos -dije-. Dejaremos que se acerque un poco más. -Hizo un par de caídas en picado y se deslizó hacia nosotros-. Ven…, ven para acá. -La cometa verde se acercó hasta situarse por encima de la nuestra, ignorante de la trampa que le tenía preparada-. Mira, Sohrab. Te enseñaré uno de los trucos favoritos de tu padre, el viejo truco de «sustentarse en el aire y caer en picado».
Sohrab, a mi lado, respiraba aceleradamente por la nariz. El carrete seguía rodando entre sus manos; los tendones de sus muñecas llenas de cicatrices parecían las cuerdas de un rubab . Pestañeé y durante un instante las manos que sujetaban el carrete fueron las manos callosas y con las uñas melladas de un niño de labio leporino. La multitud runruneaba en algún lado y levanté la vista. La nieve recién caída sobre el parque brillaba, era tan deslumbradoramente blanca que me quemaba los ojos. Caía en silencio desde las ramas de los árboles, vestidos de blanco. Olía a qurma de nabos. A moras secas. A naranjas amargas. A serrín y a nueces. La calma amortiguada, la calma de la nieve, resultaba ensordecedora. Entonces, muy lejos, más allá de esa quietud, una voz nos llamó para que regresásemos a casa, la voz de un hombre que arrastraba la pierna derecha.
La cometa verde estaba suspendida exactamente encima de nosotros.
– Irá a por ella. En cualquier momento -dije. Mi mirada vacilaba entre Sohrab y nuestra cometa. La cometa verde dudó. Mantuvo la posición. Y se precipitó hacia abajo-. ¡Ahí viene! -exclamé.
Lo hice a la perfección. Después de tantos años. El viejo truco de «sustentarse en el aire y caer en picado». Aflojé la mano y tiré del hilo, esquivando la cometa verde. Luego se produjo una serie de piruetas con sacudidas laterales y nuestra cometa salió disparada hacia arriba en sentido opuesto a las agujas del reloj, trazando un semicírculo. De pronto era yo quien estaba arriba. La cometa verde se revolvía de un lado a otro, presa del pánico. Pero era demasiado tarde. Había caído en la trampa de Hassan. Tiré con fuerza y nuestra cometa cayó en picado. Casi pude sentir el contacto de nuestro hilo, que cortaba el suyo. Prácticamente sentí el crujido.
En ese mismo instante la cometa verde empezó a girar y a dar vueltas en espiral, fuera de control.
La gente gritaba a nuestras espaldas. La multitud estalló en silbidos y aplausos. Yo jadeaba. La última vez que había sentido una sensación como ésa fue aquel día de invierno de 1975, justo después de cortar la última cometa, cuando vi a Baba en nuestra azotea aplaudiendo, gritando.
Miré a Sohrab. Una de las comisuras de su boca había cambiado de posición y se curvaba hacia arriba.
Una sonrisa.
Torcida.
Apenas insinuada.
Pero sonrisa.
Detrás de nosotros se había formado una melé de voladores que perseguían la cometa sin hilo que flotaba a la deriva por encima de los árboles. Parpadeé y la sonrisa había desaparecido. Pero había estado allí. La había visto.
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