Y el final, naturalmente. Eso sigo viéndolo con una claridad meridiana. Y siempre será así.
Lo que recuerdo básicamente es lo siguiente: su manopla de acero brillando a la luz del atardecer; lo fría que resultaba en los primeros golpes y lo rápido que mi sangre la hizo entrar en calor. Que me arrojaron contra la pared, y el pinchazo en la espalda provocado por un clavo que en su día habría sujetado algún cuadro. Los gritos de Sohrab. Tabla, armonio, una dil-roba . Que me lanzaron contra la pared nuevamente. Que la manopla me destrozaba la mandíbula. Los golpes entre los propios dientes, tener que tragármelos, pensar en las innumerables horas que había pasado aplicándome hilo dental y cepillándolos. Que me tiraran una vez más contra la pared. Tendido en el suelo, la sangre del labio superior, partido, manchaba la alfombra de color malva, el dolor me desgarraba el vientre, me preguntaba cuándo sería capaz de respirar de nuevo. El sonido de mis costillas partiéndose como las ramas de los árboles que Hassan y yo rompíamos para convertirlas en espadas y luchar como Simbad en aquellas viejas películas. Sohrab gritando. Mi cara golpeando la esquina de la mesita del televisor. De nuevo el sonido de algo partiéndose, esta vez justo debajo del ojo izquierdo. Música. Sohrab gritando. Dedos que me tiraban del pelo hacia atrás, el centelleo del acero inoxidable. Ahí estaba. De nuevo aquel sonido de algo partiéndose, en ese momento en la nariz. Morder de dolor, percatarme de que mis dientes no encajaban como antes. Patadas. Sohrab gritando.
No sé en qué momento empecé a reírme, pero lo hice. Reír dolía, me dolían la mandíbula, las costillas, la garganta. Pero reía y reía. Y cuanto más reía, más fuerte me pateaba, me pegaba, me arañaba.
– ¿Qué es lo que te resulta tan divertido? -vociferaba Assef a cada golpe que asestaba. La saliva que escupió al hablar me fue a parar a un ojo. Sohrab gritaba-. ¿Qué es lo que te resulta tan divertido? -bramaba Assef.
Otra costilla rota, esta vez una de la izquierda. Lo que me resultaba tan divertido era que, por primera vez desde el invierno de 1975, me sentía en paz. Me reía porque me daba cuenta de que, en algún escondrijo recóndito de mi cabeza, había estado esperando desde entonces que llegara ese momento. Recordaba el día en que, en la colina, le lancé granadas a Hassan para provocarlo. Él se limitó a permanecer inmóvil, sin hacer nada, mientras el jugo rojo le traspasaba la camisa como si de sangre se tratara. Luego me arrebató una granada de la mano y se la aplastó contra la frente. «¿Estás satisfecho ahora? -murmuró entre dientes-. ¿Te sientes mejor?» Pero no me sentía satisfecho ni mejor. Sin embargo, ahora sí. Tenía el cuerpo roto (hasta qué punto sólo lo descubriría posteriormente), pero me sentía curado. Curado por fin. Reí.
Y luego el final. Eso me lo llevaré a la tumba.
Yo estaba en el suelo, riendo, y Assef montado a horcajadas sobre mi pecho. Su rostro era una máscara de locura enmarcada por mechones de cabello enmarañado que se balanceaban a escasos centímetros de mi cara. Me sujetaba el cuello con la mano que tenía libre. La otra, la de la manopla de acero, la tenía levantada por encima del hombro. Alzó aún más el puño y lo levantó para asestarme un nuevo golpe.
En ese momento se oyó una voz fina que decía:
– Bas .
Los dos miramos.
– Por favor, no más.
Recordé lo que había dicho el director del orfanato cuando nos abrió la puerta a mí y a Farid. ¿Cómo se llamaba? ¿Zaman? «Es inseparable de ese artilugio -había dicho-. Lo lleva en la cintura del pantalón adondequiera que vaya.»
– No más.
Por sus mejillas rodaban dos manchurrones de rímel mezclados con lágrimas que se confundían con el colorete. Le temblaba el labio inferior y tenía la nariz llena de mocos.
– Bas -gimoteó.
Tenía la mano levantada por encima del hombro y sujetaba con ella el receptáculo del tirachinas, situado en el extremo de la banda elástica, que estaba completamente tensa hacia atrás. En el receptáculo había algo brillante y amarillo. Pestañeé para retirar la sangre que me anegaba los ojos y vi que se trataba de una de las bolas de acero del anillo que formaba la base de la mesa. Sohrab apuntaba con el tirachinas a la cara de Assef.
– No más, agha . Por favor -dijo con voz ronca y temblorosa-. Deja de hacerle daño.
Assef movió la boca sin articular palabra. Luego empezó a decir algo y se interrumpió.
– ¿Qué crees que estás haciendo? -le preguntó finalmente.
– Para, por favor -dijo Sohrab. Sus ojos verdes estaban empañados de lágrimas que se mezclaban con rímel.
– Deja eso, hazara -dijo Assef entre dientes-. Déjalo o lo que estoy haciéndole a él será un cariñoso tirón de orejas comparado con lo que te haré a ti.
Las lágrimas estallaron por fin. Sohrab sacudió la cabeza.
– Por favor, agha -repitió-. Para.
– Deja eso.
– No le hagas más daño.
– Déjalo.
– Por favor.
– ¡Déjalo!
– Bas .
– ¡Déjalo! -Assef me soltó del cuello y gritó a Sohrab con todas sus fuerzas.
Cuando Sohrab soltó el receptáculo, el tirachinas emitió un silbido. Después fue Assef quien gritó. Se llevó la mano al lugar donde su ojo izquierdo había estado hacía sólo un instante. La sangre rezumaba entre sus dedos. Sangre y algo más, algo blanco con aspecto de gelatina. «Eso es lo que se llama líquido vítreo -pensé con claridad-. Lo he leído en alguna parte. Líquido vítreo.»
Assef cayó rodando sobre la alfombra, gritando, sin despegar la mano de la cuenca ensangrentada.
– ¡Vámonos! -exclamó Sohrab. Me dio la mano y me ayudó a ponerme en pie. Cada centímetro de mi apaleado cuerpo gemía de dolor. Detrás de nosotros, Assef seguía chillando.
– ¡Fuera! ¡Fuera! -gritaba.
Abrí la puerta tambaleándome. Los guardias abrieron los ojos de par en par al verme y me pregunté qué aspecto tendría. Cada vez que respiraba me dolía el estómago. Uno de los guardias dijo algo en pastún y entraron en la habitación donde Assef seguía gritando.
– ¡Fuera!
– Bia -dijo Sohrab, tirándome de la mano-. ¡Vámonos!
Avancé dando tumbos por el pasillo, cogido de la manita de Sohrab. Miré por última vez por encima del hombro. Los guardias estaban agachados sobre Assef, haciéndole algo en la cara. Entonces lo comprendí: la bola de acero seguía clavada en la cuenca vacía de su ojo.
Con el mundo entero girando a mi alrededor, bajé las escaleras apoyándome en Sohrab. Los gritos de Assef continuaban arriba; eran los gritos de un animal herido. Salimos al exterior, a la luz de día, yo con el brazo por encima del hombro de Sohrab. Entonces vi a Farid, que corría hacia nosotros.
– Bismillah ! Bismillah ! -exclamó.
Los ojos se le salieron de las órbitas al ver mi aspecto. Cogió mi brazo, se lo pasó por el hombro y me llevó corriendo al todo-terreno. Creo que grité. Me fijé en que sus sandalias avanzaban pesadamente por el pavimento y golpeaban sus talones callosos y negros. Me dolía respirar. Luego me encontré mirando el techo del Land Cruiser en el asiento trasero, la tapicería beis arrancada, escuchando el «ding, ding, ding» que advertía de una puerta abierta. Oí pasos acelerados alrededor del todoterreno. Farid y Sohrab intercambiaron unas palabras rápidas. Las puertas del todoterreno se cerraron y el motor cobró vida. El coche avanzó a trompicones y sentí una mano diminuta sobre mi frente. Oía voces en la calle, y a alguien que gritaba. Vi árboles que desfilaban borrosos a través de la ventanilla. Sohrab sollozaba. Farid seguía repitiendo: « Bismillah ! Bismillah !»
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