Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Cometas en el Cielo: краткое содержание, описание и аннотация

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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Junto al sofá había una mesita de centro. Tenía la base en forma de X y unas bolas de acero del tamaño de una nuez adornaban el anillo donde se cruzaban las patas metálicas. Yo había visto antes una mesa igual que ésa. ¿Dónde? Y entonces me acordé: en la casa de té de Peshawar, la noche que salí a dar una vuelta. Sobre la mesa, un bol con racimos de uvas negras. Arranqué una y me la metí en la boca. Tenía que distraerme con algo, cualquier cosa, para silenciar la voz de mi cabeza. La uva era dulce. Comí otra sin saber que sería el último alimento sólido que comería en mucho tiempo.

Se abrió la puerta y aparecieron de nuevo los dos hombres armados y, entre ellos, el talibán alto vestido de blanco, todavía con las gafas oscuras de John Lennon. Tenía el aspecto de un fornido gurú místico del movimiento New Age.

Tomó asiento delante de mí y descansó las manos en los reposabrazos. Permaneció en silencio durante un buen rato, mirándome, tamborileando con una mano en la tapicería, y con la otra pasando las cuentas de un rosario azul turquesa. Llevaba una camisa blanca y un chaleco negro del que colgaba un reloj de oro. Observé que en la manga izquierda tenía una mancha de sangre seca. Encontré malsanamente fascinante que no se hubiese cambiado de ropa después de las ejecuciones realizadas a primera hora de aquel mismo día.

De cuando en cuando, dejaba flotar la mano libre y golpeaba algo en el aire con sus gruesos dedos. Realizaba movimientos lentos, de arriba abajo, de izquierda a derecha, como si estuviese acariciando una mascota invisible. Una de las mangas se le bajó y observé que tenía unas marcas en el antebrazo… Las mismas que había visto en algunos vagabundos que vivían en los mugrientos callejones de San Francisco.

Su piel tenía un tono mucho más pálido que la de los otros dos hombres, era casi cetrina, y en su frente, justo en el filo del turbante negro, brillaban diminutas gotas de sudor. La barba, que le llegaba hasta el pecho, como a los demás, era también de un color más claro, como de un rubio sucio.

Salaam alaykum -dijo.

Salaam .

– Ya puedes deshacerte de ella -me ordenó.

– ¿Perdón?

Volvió la mano hacia uno de los hombres armados e hizo un gesto. «Rrrriiip.» De repente noté que me ardían las mejillas; el guardia tenía mi barba en las manos y la lanzaba arriba y abajo, riendo. El talibán sonrió.

– Es una de las mejores que he visto últimamente. Pero creo que es mejor así, ¿no te parece? -Giró la mano, chasqueó los dedos y abrió y cerró el puño-. Y bien, ¿te ha gustado el espectáculo de hoy?

– ¿Qué se supone que era eso? -le pregunté frotándome las mejillas, con la esperanza de que mi voz no traicionase la explosión de terror que sentía en mi interior.

– La justicia pública es el mayor espectáculo que existe, hermano mío. Drama. Suspense. Y lo mejor de todo, educación en masa. -Chasqueó los dedos. El más joven de los dos guardias le encendió un cigarrillo. El talibán soltó una carcajada. Murmuró para sus adentros. Le temblaban las manos y a punto estuvo de tirar el cigarrillo-. Pero si querías espectáculo de verdad, deberías haber estado conmigo en Mazar. Eso fue en agosto de mil novecientos noventa y ocho.

– ¿Cómo?

– ¿Sabes? Les soltamos a los perros.

Vi adonde quería llegar.

Se puso en pie, dio una vuelta al sofá, dos. Volvió a sentarse. Hablaba a toda velocidad.

– Íbamos puerta por puerta y hacíamos salir a los hombres y a los niños. Les pegábamos un tiro allí mismo, delante de sus familias. Para que lo viesen. Que recordasen quiénes eran, a qué lugar pertenecían. -Jadeaba casi-. A veces rompíamos las puertas y entrábamos en las casas. Y… yo… yo descargaba el cargador entero de la ametralladora y disparaba y disparaba hasta que el humo me cegaba. -Se inclinó hacia mí, como quien está a punto de compartir un gran secreto-. Nadie puede conocer el significado de la palabra «liberación» hasta que se libera, hasta que se planta en una habitación llena de blancos y deja volar las balas, libre de sentimiento de culpa y de remordimiento, consciente de ser virtuoso, bueno y decente. Consciente de estar haciendo el trabajo de Dios. Resulta imponente. -Besó las cuentas del rosario y ladeó la cabeza-. ¿Lo recuerdas, Javid?

– Sí, agha Sahib -respondió el más joven de los guardias-. ¿Cómo podría olvidarlo?

Había leído en los periódicos acerca de la masacre de hazaras que tuvo lugar en Mazar-i-Sharif. Se había producido inmediatamente después de que los talibanes ocuparan Mazar, una de las últimas ciudades en caer. Me acordé de cuando Soraya me pasó el artículo mientras desayunábamos. Tenía la cara blanca como el papel.

– Puerta por puerta. Sólo descansábamos para comer y rezar -dijo el talibán. Lo contaba con fervor, como quien describe una fiesta a la que ha asistido-. Dejábamos los cuerpos en las calles, y si sus familias trataban de salir a hurtadillas para arrastrarlos a sus casas, les disparábamos también. Los dejamos en las calles durante días. Los dejamos para los perros. Comida de perros para perros. -Sacudió el cigarrillo. Se restregó los ojos con las manos temblorosas-. ¿Vienes de América?

– Sí.

– ¿Cómo está esa puta últimamente?

Sentí de pronto una necesidad tremenda de orinar. Recé para que se me pasara.

– Estoy buscando a un niño.

– ¿No es eso lo que hace todo el mundo? -dijo. Los hombres de los Kalashnikovs se echaron a reír. Tenían los dientes manchados de verde de mascar tabaco.

– Tengo entendido que está aquí, contigo -añadí-. Se llama Sohrab.

– Voy a preguntarte una cosa. ¿Qué estás haciendo con esa puta? ¿Por qué no estás aquí, con tus hermanos musulmanes, sirviendo a tu país?

– Llevo mucho tiempo fuera -fue lo único que se me ocurrió responder.

Me ardía la cabeza. Junté las rodillas con fuerza para retener mejor la vejiga. El talibán se volvió hacia los dos hombres que seguían en pie junto a la puerta.

– ¿Es ésa una respuesta? -les preguntó.

Nay, agha Sahib -contestaron al unísono sonriendo.

Luego me miró a mí y se encogió de hombros.

– No es una respuesta, dicen. -Dio una calada al cigarrillo-. Entre mi gente hay quien piensa que abandonar el watan cuando más nos necesita equivale a una traición. Podría hacerte arrestar por traición, incluso matarte. ¿Te asusta eso?

– Sólo estoy aquí por el niño.

– ¿Te asusta eso?

– Sí.

– Debería -dijo. Se recostó en el sofá y sacudió el cigarrillo.

Pensé en Soraya. Eso me calmó. Pensé en su marca de nacimiento en forma de hoz, en la elegante curva de su cuello, en sus ojos luminosos. Pensé en nuestra boda, cuando contemplamos nuestro reflejo en el espejo bajo el velo verde, y en cómo se sonrojaron sus mejillas cuando le susurré que la quería. Me acordé de cuando los dos bailamos una vieja canción afgana, dando vueltas y más vueltas, mientras los demás nos miraban y aplaudían. El mundo no era más que un contorno borroso de flores, vestidos, esmóquins y caras sonrientes.

El talibán estaba diciendo algo.

– ¿Perdón?

– He dicho que si te gustaría verlo. ¿Te gustaría ver a mi niño? -Hizo una mueca con el labio superior cuando pronunció esas últimas dos palabras.

– Sí.

Uno de los guardias abandonó la habitación. Oí el ruido de una puerta que se abría y al guardia, que decía algo en pastún, con voz ronca. Luego, pisadas y un tintineo de campanas a cada paso. Me recordaba el sonido del hombre mono al que Hassan y yo perseguíamos en Shar-e-Nau. Le dábamos una rupia de nuestra paga para que bailase. La campanilla que el mono llevaba atada al cuello emitía el mismo sonido.

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