– ¡Quinientos! -exclamó Farid.
– Quinientos.
Nos quedamos un rato en silencio. Cuando pensaba que se había dormido ya, Farid soltó una risita.
– Agha , ¿sabes qué hizo el mullah Nasruddin cuando su hija se quejó de que su marido le había pegado?
A pesar de la oscuridad, sabía que Farid estaba sonriendo, y una sonrisa se perfiló también en mi propia cara. No había ni un afgano en el mundo que no supiese algún chiste del inepto mullah .
– ¿Qué?
– Pues que le pegó también, y luego la envió de vuelta a su marido para que le dijese que él no era tonto: que si aquel bastardo seguía pegando a su hija, el mullah , a cambio, pegaría a su mujer.
Me eché a reír. En parte por el chiste, y en parte al darme cuenta de que el humor afgano no cambiaba nunca. Las guerras continuaban, se había inventado Internet, un robot había caminado por la superficie de Marte, y en Afganistán seguíamos contando chistes del mullah Nasruddin.
– ¿Sabes qué le pasó al mullah una vez que se cargó a la espalda un saco muy pesado y luego se montó en su burro? -le pregunté.
– No.
– Pues que alguien que pasaba por la calle le dijo que por qué no cargaba el saco directamente en el burro. Y él respondió que eso sería una crueldad, que él ya pesaba bastante para la pobre bestia.
Seguimos intercambiando todos los chistes del mullah Nasruddin que nos sabíamos y nos quedamos nuevamente en silencio.
– ¿Amir agha ? -dijo Farid, despertándome cuando casi me había quedado dormido.
– ¿Sí?
– ¿Por qué has venido? Me refiero a por qué has venido en realidad.
– Ya te lo he dicho.
– ¿Por el niño?
– Por el niño.
Farid cambió de postura.
– Me resulta difícil de creer.
– A veces también a mí me resulta difícil creer que esté aquí.
– Pero ¿por qué ese niño? ¿Vienes desde América por… un chiíta?
Aquello acabó con mis risas. Y con mi sueño.
– Estoy cansado -contesté-. Durmamos un poco.
– Espero no haberte ofendido -murmuró Farid.
– Buenas noches -dije, dándome la vuelta.
Muy pronto, los ronquidos de Farid resonaron por la habitación vacía. Yo seguí despierto, con las manos cruzadas sobre el pecho, la mirada fija en la noche estrellada que se veía a través de la ventana rota y pensando que quizá fuese cierto lo que la gente decía sobre Afganistán. Tal vez fuera un lugar sin esperanza.
•••
Cuando entramos por los túneles de acceso, el estadio Ghazi estaba lleno de un alborozado gentío. Miles de personas circulaban por las abarrotadas gradas de hormigón. Los niños jugaban en los pasillos y se perseguían arriba y abajo de las escaleras. El aroma de los garbanzos con salsa picante se mezclaba con el olor a excrementos y sudor. Farid y yo pasamos junto a vendedores ambulantes que vendían tabaco, piñones y galletas.
Un niño escuálido, vestido con una chaqueta de lana jaspeada, me agarró del brazo y me dijo al oído si quería comprar «fotografías sexys».
– Muy sexys, agha -dijo mirando con ojos atentos a un lado y a otro.
Me recordaba a una muchacha que, hacía unos años, había intentado venderme crack en el barrio de Tenderloin, en San Francisco. El niño abrió un lateral de su chaqueta y me ofreció una visión efímera de sus «fotografías sexys»: eran fotogramas de películas hindúes en los que se veía a provocadoras actrices de mirada lánguida, completamente vestidas, en brazos de sus galanes.
– Muy sexys -repitió.
– Nay , gracias -dije abriéndome paso.
– Si lo pillan, le darán una paliza que despertará a su padre de la tumba -murmuró Farid.
No había localidad asignada, por supuesto. Nadie que nos indicara educadamente nuestra zona, fila, pasillo y asiento. Nunca lo había habido, ni siquiera en los viejos tiempos de la monarquía. Encontramos un lugar bastante decente para sentarnos, a la izquierda del centro del campo, aunque para conseguirlo fueron necesarios unos cuantos empujones y codazos por parte de Farid.
Recordaba lo verdes que eran los campos de juego en los setenta, cuando mi padre me llevaba a ver partidos de fútbol. Sin embargo, éste estaba hecho un desastre. Había hoyos por todas partes, aunque sobre todo destacaban dos enormes detrás de la portería sur. Y no había césped, sólo tierra. Cuando los jugadores de los dos equipos saltaron al campo (todos con pantalón largo, a pesar del calor) y empezó el partido, se hacía difícil seguir el balón debido a las nubes de polvo que levantaban los jugadores. Talibanes jóvenes, látigo en mano, patrullaban por los pasillos y azotaban a cualquiera que elevara la voz más de lo debido.
Irrumpieron en el estadio poco después de que el silbato anunciara el descanso. Un par de camionetas rojas polvorientas, como las que había visto dando vueltas por la ciudad, entraron a través de las verjas. La multitud se puso en pie. En el interior de una de ellas había una mujer sentada vestida con un burka de color verde, y en la otra, un hombre con los ojos vendados. Las camionetas dieron la vuelta al terreno de juego, lentamente, como para que la multitud congregada pudiera verlas bien. Consiguieron el efecto deseado: la gente estiraba el cuello, señalaba con el dedo y se ponía de puntillas. A mi lado, la nuez de Farid se movía arriba y abajo mientras murmuraba una oración para sus adentros.
Las camionetas rojas entraron en el terreno de juego y se dirigieron hacia un extremo levantando dos nubes gemelas de polvo; la luz del sol se reflejaba en los embellecedores. Un poco más tarde, una tercera camioneta se reunió con las otras dos. En su interior había algo… Y de repente comprendí el objetivo de los dos enormes hoyos que había detrás de la portería. Descargaron la tercera camioneta y se oyó el murmullo de la ansiosa multitud.
– ¿Quieres quedarte? -me preguntó muy serio Farid.
– No -respondí. Jamás había querido estar tan lejos de un lugar como en aquellos momentos-. Pero debemos quedarnos.
Dos talibanes con sendos Kalashnikov al hombro ayudaron al hombre que llevaba los ojos vendados a descender de la primera camioneta y otros dos hicieron lo propio con la mujer tapada con el burka. A la mujer le fallaron las rodillas y se derrumbó en el suelo. Los soldados la obligaron a levantarse y ella volvió a derrumbarse. Cuando intentaron ponerla de nuevo en pie, empezó a gritar y a patalear. Nunca olvidaré aquel grito. Era el grito de un animal salvaje intentando liberar su pata atrapada en la trampa de un oso. Llegaron dos talibanes más y la obligaron a meterse en uno de aquellos agujeros que llegaban hasta la altura del pecho. Por su parte, el hombre de los ojos vendados permitió sin más que lo introdujeran en el otro agujero. Lo único que sobresalía del nivel del suelo eran los torsos de los dos condenados.
Un mullah mofletudo de barba blanca con vestimentas grises se situó cerca de la portería y se aclaró la garganta junto al micrófono. Detrás de él, la mujer del hoyo seguía gritando. Recitó una larga oración del Corán. Su voz nasal ondulaba a través del silencio repentino de la multitud congregada en el estadio. Recordé algo que Baba me había dicho hacía mucho tiempo: «Me meo en la barba de todos esos monos santurrones. No hacen nada, excepto sobarse sus barbas de predicador y recitar un libro escrito en un idioma que ni siquiera comprenden. Que Dios nos asista si Afganistán llega a caer en sus manos algún día.»
Finalizada la oración, el hombre se aclaró de nuevo la garganta.
– ¡Hermanos y hermanas! -exclamó; hablaba en farsi y su voz retumbaba en el estadio- Estamos hoy aquí reunidos para llevar a cabo la shari'a . Estamos hoy aquí reunidos para impartir justicia. Estamos hoy aquí reunidos porque la voluntad de Alá y la palabra del profeta Mahoma, que la paz esté con él, siguen vivas en Afganistán, nuestra amada tierra. Escuchamos lo que Dios nos dice y lo obedecemos, porque ante la grandeza de Dios no somos más que humildes e impotentes criaturas. ¿Y qué dice Dios? ¡Os lo pregunto! ¿Qué dice Dios? Dios dice que todo pecador debe ser castigado tal y como merezca su pecado. No son mis palabras, ni las palabras de mis hermanos. ¡Son las palabras de Dios! -Señaló el cielo con su mano libre. Yo sentía un martilleo en la cabeza y el calor abrasador del sol-. ¡Todo pecador debe ser castigado tal y como merezca su pecado! -repitió el hombre al micrófono, bajando el tono de voz, pronunciando lentamente cada palabra, con dramatismo-. ¿Y qué tipo de castigo, hermanos y hermanas, merece el adúltero? ¿Cómo castigaremos a aquellos que deshonren la santidad del matrimonio? ¿Cómo trataremos a aquellos que escupan a la cara de Dios? ¿Cómo responderemos a aquellos que arrojen piedras a las ventanas de la casa de Dios? ¡Arrojándoles piedras!
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