– Apuesto a que aún podría, si quisiera -comentó Assef, y honró a Baba con un guiño de simpatía.
Baba se lo devolvió.
– Veo que tu padre te ha transmitido sus modales aduladores, mundialmente famosos…
Le dio un codazo al padre de Assef y a punto estuvo de tirarlo al suelo. La carcajada de Mahmood fue casi tan convincente como la sonrisa de Tanya y de pronto me pregunté si quizá, de algún modo, su hijo los tendría asustados. Intenté fingir una sonrisa, pero no conseguí más que una débil inclinación de las comisuras de los labios. Se me revolvía el estómago de ver a mi padre haciendo migas con Assef.
Assef me miró entonces.
– Wali y Kamal también han venido. No querían perderse tu cumpleaños por nada del mundo -dijo, con una carcajada a punto de aflorar de su boca. Yo asentí en silencio-. Mañana vamos a jugar un pequeño partido de voleibol en mi casa -anunció-. Tal vez te apetecería venir. Trae contigo a Hassan, si quieres.
– Eso suena divertido -replicó Baba gritando-. ¿Qué opinas, Amir?
– No me gusta el voleibol -murmuré.
Vi el débil pestañeo de Baba y siguió entonces un silencio incómodo.
– Lo siento, Assef jan -dijo Baba encogiéndose de hombros. Eso dolía, él disculpándose por mí…
– No pasa nada -repuso Assef-. Pero la invitación sigue en pie, Amir jan. Bueno, es igual. Como sé que te gusta mucho leer, te he comprado un libro. Uno de mis favoritos. -Me entregó un paquete envuelto en papel de regalo-. Feliz cumpleaños.
Vestía una camisa de algodón y pantalones azules, corbata de seda roja y mocasines negros relucientes. Olía a colonia y llevaba el pelo rubio repeinado hacia atrás. Superficialmente, era el sueño de cualquier padre hecho realidad: un chico fuerte, alto, bien vestido y de buenos modales, con talento y aspecto impresionantes, sin mencionar su habilidad para bromear con los adultos. Pero en mi opinión, sus ojos lo traicionaban. Cuando yo los miraba, la fachada se derrumbaba y revelaba el centelleo de locura que se ocultaba tras ellos.
– ¿No vas a aceptarlo, Amir? -me dijo Baba en ese momento.
– ¿Qué?
– Tu regalo -contestó irritado-. Assef jan está ofreciéndote un regalo.
– Oh -dije. Cogí el paquete de Assef y bajé la vista. En ese instante deseaba poder estar solo en mi habitación, con mis libros, lejos de aquella gente.
– ¿Y bien? -añadió Baba.
– ¿Qué?
Baba hablaba en voz baja, el tono que adoptaba cuando yo lo avergonzaba en público.
– ¿No piensas darle las gracias a Assef jan ? Ha sido todo un detalle por su parte.
Ojalá Baba hubiera dejado de llamar a Assef de aquella manera. ¿En cuántas ocasiones me llamaba a mí Amir jan ?
– Gracias -dije. La madre de Assef me miró como si quisiese decir algo, pero no lo hizo. Fue entonces cuando me percaté de que ninguno de los progenitores de Assef había pronunciado palabra. Antes de que la situación se pusiera más tensa entre Baba y yo, y sobre todo para escapar de Assef y su sonrisa, me alejé de ellos-. Gracias por haber venido -apunté, y a continuación me abrí camino entre la multitud de invitados y me deslicé entre las verjas de hierro forjado.
Dos casas más abajo de la nuestra había un terreno grande y sin cultivar. Había oído a Baba explicarle a Rahim Kan que lo había comprado un juez y que había un arquitecto trabajando en el proyecto. De momento, el solar seguía vacío, excepto por un gran cubo de basura que Alí guardaba en la esquina sur. Cada dos semanas, Alí, ayudado por otros dos hombres, cargaba el cubo en un camión y lo llevaba al vertedero de la ciudad.
Arranqué el papel del regalo de Assef y la cubierta del libro brilló a la luz de la luna. Se trataba de una biografía de Hitler. Lo tiré a la basura.
Me agaché junto a la pared del vecino y me dejé caer al suelo. Permanecí un rato sentado allí a oscuras, con las rodillas contra el pecho, contemplando las estrellas, a la espera de que finalizara la noche.
– ¿No deberías estar atendiendo a los invitados? -preguntó una voz familiar. Rahim Kan se acercaba a mí pegado a la pared.
– No me necesitan. Baba está allí, ¿no? -respondí. Rahim Kan se sentó a mí lado y el hielo de su copa tintineó-. No sabía que bebieras.
– Pues sí -dijo, y me dio un codazo en plan de guasa-, aunque sólo en las ocasiones importantes.
Sonreí.
– Gracias.
Dirigió la copa hacia mí en señal de brindis y dio un trago. Encendió un cigarrillo, uno de esos cigarrillos paquistaníes sin filtro que siempre fumaban él y Baba.
– ¿Te he contado alguna vez que estuve a punto de casarme?
– ¿De verdad? -dije con una ligera sonrisa imaginándome a Rahim Kan a punto de casarse.
Siempre lo había considerado como el álter ego de Baba, mi mentor literario, mi colega, el que nunca se olvidaba de traerme un recuerdo, un saughat, cuando regresaba de un viaje al extranjero. Pero ¿un marido? ¿Un padre?
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Es verdad. Yo tenía dieciocho años. Ella se llamaba Homaira. Era hazara, hija de los criados de nuestro vecino. Bonita como un par i , melena castaña, grandes ojos avellana… Y aquella sonrisa…, aún la oigo reír a veces. -Agitó la copa-. Nos veíamos en secreto en los pomares de mi padre, siempre después de medianoche, cuando todo el mundo se había ido a dormir. Paseábamos bajo los árboles de la mano… ¿Te incomodo, Amir jan ?
– Un poco -dije.
– Bueno, podrás soportarlo -replicó dando una nueva calada-. Nosotros teníamos la ilusión de celebrar una boda estupenda a la que invitaríamos a todos los familiares y amigos desde Kabul a Kandahar. Yo construiría una gran casa para nosotros, con un patio cubierto de azulejos y amplios ventanales. En el jardín plantaríamos árboles frutales y todo tipo de flores. También tendríamos césped para que jugaran los niños. Los viernes, después del namaz en la mezquita, todo el mundo se reuniría en casa para comer en el jardín, bajo los cerezos, y beberíamos agua fresca del pozo. Después tomaríamos el té con dulces viendo cómo nuestros hijos jugaban con sus primos… -Dio un trago largo al whisky. Tosió-. Deberías haber visto la mirada de mi padre cuando se lo conté. Y mi madre se desmayó. Mis hermanas tuvieron que mojarle la cara con agua fresca. Mientras la abanicaban, me miraban como si acabara de rebanarle el cuello. Mi hermano Jalal se disponía a ir a por su escopeta de caza y mi padre lo detuvo. -Rahim Kan soltó una amarga carcajada-. Éramos Homaira y yo contra el mundo. Y te lo digo, Amir jan: al final, siempre acaba ganando el mundo. Así son las cosas.
– ¿Y qué pasó?
– Aquel mismo día, mi padre puso a Homaira y a su familia en un camión y los expulsó de Hazarajat. Nunca volví a verla.
– Lo siento -dije.
– Probablemente fue lo mejor -repuso Rahim Kan encogiéndose de hombros-. Habría sufrido. Mi familia nunca la habría aceptado como a una igual. Es imposible ordenarle un día a alguien que te lustre los zapatos y al siguiente llamarlo hermano. -Me miró-. Ya lo sabes, Amir, puedes contarme todo lo que quieras. En cualquier momento.
– Lo sé -dije, inseguro.
Estuvo observándome mucho rato, como si estuviese esperando algo. Sus insondables ojos negros buscaban un secreto impronunciable entre nosotros. Estuve a punto de explicárselo, de explicárselo todo, pero ¿qué habría pensado de mí? Me habría odiado, y con razón.
– Ten. -Me entregó una cosa-. Casi se me olvida. Feliz cumpleaños. -Era un cuaderno con las tapas de piel marrón. Repasé con los dedos las puntadas doradas de los bordes. Aspiré el aroma de la piel-. Para tus historias -dijo. Iba a darle las gracias cuando se produjo una explosión y unas luces iluminaron el cielo.
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