Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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– ¡Fuegos artificiales!

Regresamos corriendo a casa y encontramos a todos los invitados congregados en el patio, mirando hacia el cielo. Los niños reían y gritaban con cada nueva explosión. La gente estallaba en aplausos cada vez que los cohetes silbaban y estallaban formando racimos de fuego. Cada pocos segundos el jardín quedaba iluminado por repentinas ráfagas de rojo, verde y amarillo.

Entonces, en uno de aquellos breves estallidos de luz, vi algo que jamás olvidaré: Hassan, con una bandeja de plata, sirviendo refrescos a Assef y Wali. La luz parpadeó, se produjo un silbido y una explosión, y luego un nuevo resplandor de luz anaranjada: Assef sonreía y le daba a Hassan un golpecito en el pecho con el nudillo.

Después, por suerte, la oscuridad.

9

A la mañana siguiente, sentado en el suelo de mi habitación, me dediqué a abrir, caja tras caja, los regalos. No sé por qué me molesté en hacerlo, pues me limitaba a echarles una ojeada indiferente y a lanzarlos a un rincón. El montón iba creciendo: una cámara Polaroid, una radio, un sofisticado tren eléctrico… y varios sobres cerrados con dinero en metálico. Sabía que nunca gastaría ese dinero ni escucharía la radio, y que el tren eléctrico nunca correría por sus vías en mi habitación. No quería nada de aquello, todo era dinero manchado de sangre. Además, Baba jamás me habría preparado una fiesta como aquélla si no hubiese ganado el concurso.

Baba me hizo dos regalos. Uno de ellos lo tenía todo para convertirse en la envidia de los niños del vecindario: una Schwinn Stingray, la reina de las bicicletas. Sólo un puñado de niños de Kabul tenían una Stingray nueva, y yo era ya uno de ellos. Tenía el manillar elevado, con las empuñaduras de cuero negro y su famoso sillín en forma de banana. Los radios eran dorados, y el cuadro de color rojo, como una manzana de caramelo. O como la sangre. Otro niño habría saltado de inmediato sobre la bicicleta y se habría ido a dar una vuelta derrapando. Yo habría hecho lo mismo unos meses atrás.

– ¿Te gusta? -me preguntó Baba, asomando la cabeza por la puerta de mi dormitorio.

Le sonreí con timidez y le di rápidamente las gracias. Deseaba haber podido mostrarme más efusivo.

– Podríamos salir a dar una vuelta -dijo Baba. Una invitación, aunque poco entusiasta.

– Tal vez más tarde. Estoy un poco cansado -repliqué.

– Bien -dijo Baba.

– ¿Baba?

– ¿Sí?

– Gracias por los fuegos artificiales -dije. Agradecimiento, pero poco entusiasta.

– Descansa un poco -dijo Baba encaminándose hacia su habitación.

El otro regalo de Baba, y esta vez no se quedó a esperar a que lo abriese, era un reloj. Tenía la esfera azul y manecillas doradas en forma de saetas luminosas. Ni siquiera me lo probé. Lo dejé entre los juguetes del rincón. El único regalo que no arrojé al montón fue el cuaderno con tapas de piel de Rahim Kan. Lo tenía en mi vestidor. Eso era lo único que no me parecía dinero manchado de sangre.

Me senté en el borde de la cama con el cuaderno entre las manos, pensando en lo que Rahim Kan me había contado sobre Homaira y en su convicción de que lo que había hecho su padre había sido acertado. «Habría sufrido.» Igual que sucedía cuando el proyector de Kaka Homayoun se quedaba atascado en una misma diapositiva, esa misma imagen seguía centelleando en mi cabeza una y otra vez: Hassan, con la cabeza gacha, sirviendo refrescos a Assef y Wali. Tal vez fuera lo mejor. Reducir su sufrimiento. Y también el mío. Fuera como fuera, estaba claro: uno de los dos tenía que marcharse.

A última hora de la tarde cogí la Schwinn para derrapar con ella por primera y última vez. Di dos vueltas a la manzana y regresé a casa. Cuando llegué al camino de acceso al jardín trasero, vi a Hassan y a Alí atareados limpiando los restos de la fiesta de la noche anterior. El jardín estaba inundado de vasos de papel, servilletas arrugadas y botellas vacías de refresco. Alí plegaba las sillas y las colocaba junto a la pared. Me vio y me saludó.

Salaam, Alí -dije, devolviéndole el saludo.

Levantó un dedo para pedirme que esperase y se dirigió a su vivienda. Un instante después, salió de nuevo con algo en las manos.

– Anoche ni Hassan ni yo tuvimos la oportunidad de darte esto -dijo, entregándome un paquete-. Es modesto y no es digno de ti, Amir agha. Pero esperamos que te guste. Feliz cumpleaños.

Se me hizo un nudo en la garganta.

– Gracias, Alí -contesté. Deseaba que no me hubiesen comprado nada. Abrí el paquete y me encontré con un Shahnamah nuevo, una edición de tapa dura con ilustraciones en color. Allí estaba Ferangis contemplando a su hijo recién nacido, Kai Khosrau. Y Afrasiyab, montado a lomos de su caballo, al frente de su ejército, armado con la espada. Y naturalmente, Rostam, infligiendo la herida mortal a su hijo, el guerrero Sohrab-. Es bonito -añadí.

– Hassan dijo que el que tenías estaba viejo y roto y que le faltaban algunas páginas. Éste tiene todos los dibujos hechos a mano, con pluma y tinta -me explicó orgulloso, hojeando el libro que ni él ni su hijo podían leer.

– Es precioso -comenté. Y lo era. Y, me imaginaba, nada barato. Quería decirle a Alí que no era el libro, sino yo, el que no era digno. Salté de nuevo a la bicicleta-. Dale las gracias a Hassan de mi parte.

Acabé sumando el libro a la pila de regalos del rincón de mi dormitorio. Pero mi mirada volvía a él una y otra vez, así que lo enterré en el fondo. Aquella noche, antes de acostarme, le pregunté a Baba si había visto por algún lado mi reloj nuevo.

A la mañana siguiente esperé en mi habitación a que Alí despejara la mesa del desayuno en la cocina. Esperé a que lavara los platos y limpiara las encimeras. Me aposté en la ventana del dormitorio y esperé a que Alí y Hassan saliesen a hacer las compras al bazar empujando sus carritos vacíos.

Entonces fui al montón de regalos, cogí el reloj y un par de los sobres que contenían dinero y salí de puntillas. Al pasar por delante del despacho de Baba me detuve a escuchar. Había estado toda la mañana allí encerrado, haciendo llamadas. En esos momentos hablaba con alguien sobre un cargamento de alfombras que debía llegar la semana siguiente. Bajé las escaleras, atravesé el jardín y entré en la vivienda de Alí y Hassan, que estaba situada junto al níspero. Levanté el colchón de Hassan y deposité allí mi reloj nuevo y un puñado de billetes afganos.

Esperé media hora más. Pasado ese tiempo, llamé a la puerta del despacho de Baba y le conté la que esperaba que fuese la última de una larga lista de mentiras vergonzosas.

A través de la ventana de mi habitación, vi que Alí y Hassan llegaban por el camino de entrada empujando las carretillas cargadas de carne, naan, fruta y verduras. Vi a Baba salir de casa y encaminarse hacia Alí. Sus bocas articulaban palabras que yo no podía oír. Baba señaló en dirección a la casa y Alí asintió. Se separaron. Baba entró de nuevo en casa y Alí siguió a Hassan hacia el interior de su choza.

Unos instantes después, Baba llamaba a mi puerta.

– Ven a mi despacho -dijo-. Vamos a sentarnos todos y a solucionar este tema.

Entré en el despacho de Baba y tomé asiento en uno de los sofás de piel. Hassan y Alí tardaron media hora o más en llegar.

Habían estado llorando los dos; era fácil de adivinar, porque llegaron con los ojos rojos e hinchados. Se colocaron frente a Baba, cogidos de la mano, y me pregunté cómo era posible que yo hubiera sido capaz de provocar un dolor como aquél.

Baba se adelantó y preguntó:

– Hassan, ¿has robado ese dinero? ¿Has robado también el reloj de Amir?

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