Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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Retrocedí y lo único que vi ya fueron las gotas de lluvia en los cristales de las ventanas, que parecían plata fundida.

10

Marzo de 1981

Enfrente de nosotros había sentada una mujer joven. Llevaba un vestido de color verde oliva y un chal negro en la cabeza para protegerse del frío de la noche. Cada vez que el camión daba una sacudida o tropezaba con un bache, se ponía a rezar. Su « Bismillah! » resonaba a cada salto o movimiento brusco del camión. Su marido, un hombre corpulento vestido con bombachos y tocado con un turbante azul celeste, acunaba a un bebé en un brazo mientras con la mano libre pasaba las cuentas de un rosario. Sus labios recitaban en silencio una oración. Había más personas, una docena en total, incluyéndonos a Baba y a mí, que íbamos sentados a horcajadas sobre nuestras maletas, apretujados contra desconocidos en la caja cubierta por una lona de un viejo camión ruso.

Yo tenía las tripas revueltas desde que habíamos salido de Kabul a las dos de la mañana. Baba nunca me lo mencionó, pero yo sabía que consideraba mis mareos en coche otra de mis muchas debilidades. Lo vi reflejado en su cara las dos veces en que mi estómago se cerró de tal manera que no me quedó más remedio que devolver. Cuando el tipo corpulento (el marido de la mujer que rezaba) me preguntó si estaba mareándome, le respondí que tal vez sí. Baba apartó la vista. El hombre levantó la esquina de la lona y le gritó al conductor que parara. Pero el conductor, Karim, un escuálido hombre de piel oscura con facciones que recordaban las de un gavilán y un bigote tan fino que parecía dibujado a lápiz, sacudió la cabeza negativamente.

– Estamos demasiado cerca de Kabul -gritó a modo de respuesta-. Dile que se aguante.

Baba gruñó algo entre dientes. Me habría gustado decirle que lo sentía, pero de repente me di cuenta de que empezaba a salivar, que notaba el típico sabor a bilis. Me volví, levanté el toldo y vomité sobre el lateral del camión en marcha. Detrás de mí, Baba se disculpaba con los demás pasajeros. Como si marearse fuera un crimen. Como si uno no pudiera marearse a los dieciocho años. Devolví dos veces más hasta que Karim decidió detenerse, principalmente para que no le manchara el vehículo, su medio de vida. Karim era contrabandista de personas, un negocio lucrativo en aquel entonces que consistía en transportar a gente desde el Kabul ocupado por los shorawi hasta la seguridad relativa que ofrecía Pakistán. Nos dirigíamos a Jalalabad, a ciento setenta kilómetros al sudeste de Kabul, donde nos esperaba su hermano, Toor, que disponía de un camión más grande, ocupado ya por un segundo convoy de refugiados y que nos conduciría por el paso de Khyber hasta Peshawar.

Cuando Karim se detuvo a un lado de la carretera, nos encontrábamos a pocos kilómetros al oeste de las cataratas de Mahipar. Mahipar, que significa «pez volador», era una cima elevada con un precipicio que dominaba la planta hidroeléctrica que los alemanes habían construido para Afganistán en 1967. Baba y yo habíamos subido en coche hasta la cima en incontables ocasiones de camino a Jalalabad, la ciudad de los cipreses y los campos de caña de azúcar donde los afganos pasaban las vacaciones de invierno.

Salté por la parte trasera del camión y fui dando tumbos por el terraplén que había junto a la carretera. Tenía la boca llena de saliva, un aviso de lo que estaba a punto de producirse. Avancé dando tumbos hasta un lugar desde el cual se veía un profundo valle que en aquel momento estaba sumido en la oscuridad. Me encorvé, apoyé las manos en las rodillas y esperé a que llegara la bilis. Una rama se partió en algún lugar y ululó una lechuza. El viento, suave y frío, chasqueaba entre las ramas y agitaba los arbustos que salpicaban la loma. Abajo se oía el débil sonido del agua deslizándose por el valle.

En el arcén de aquella carretera pensé en cómo habíamos abandonado la casa donde había vivido toda mi vida, como si nos marcháramos un momento: los platos manchados de kofta, apilados en el fregadero de la cocina; la colada, en la cesta de mimbre del vestíbulo; las camas por hacer; los trajes de Baba, colgados en el armario. Los tapices cubriendo las paredes del salón y los libros de mi madre abarrotando las estanterías del despacho de Baba. Los signos de nuestra fuga eran sutiles: había desaparecido la fotografía de la boda de mis padres, así como la fotografía borrosa de mi abuelo y el sha Nader junto al ciervo muerto. En los armarios faltaban unas pocas prendas. También había desaparecido el cuaderno con tapas de piel que me había regalado Rahim Kan cinco años atrás.

Por la mañana, Jalaluddin (nuestro séptimo criado en cinco años) pensaría seguramente que habíamos salido a dar un paseo a pie o en coche. No se lo habíamos dicho. En Kabul ya no se podía confiar en nadie. A cambio de dinero, o bajo la presión de las amenazas, la gente se delataba entre sí, el vecino al vecino, el hijo al padre, el hermano al hermano, el criado al amo, el amigo al amigo. Pensé en el cantante Ahmad Zahir, que había tocado el acordeón en la fiesta de mi decimotercer cumpleaños. Salió a dar una vuelta en coche con unos amigos y después encontraron su cuerpo arrojado en una cuneta con una bala en la nuca. Los rafiqs, los camaradas, estaban por todas partes y habían dividido Kabul en dos grupos: los que escuchaban a escondidas y los que no. Lo malo era que nadie sabía quién pertenecía a cuál. Un comentario casual al sastre mientras te tomaba medidas para cortarte un traje podía hacerte aterrizar en las mazmorras de Poleh-Charkhi. Una queja al carnicero sobre el toque de queda, y en un abrir y cerrar de ojos te encontrabas entre rejas y con los ojos clavados en la boca de un Kalashnikov. Incluso en la intimidad de sus casas, la gente hablaba de manera calculada. Los rafiqs se encontraban también en las aulas; habían enseñado a los niños a espiar a sus padres, qué escuchar y a quién contárselo.

¿Qué hacía yo en aquella carretera en plena noche? Debía estar acostado, bajo mis sábanas, con un libro de páginas manoseadas a mi lado. Aquello tenía que ser un sueño. Tenía que serlo. Al día siguiente por la mañana me levantaría y me asomaría a la ventana: nada de soldados rusos malhumorados patrullando por las aceras, nada de tanques circulando arriba y abajo por las calles de mi ciudad, con sus torretas girando como dedos acusadores; nada de cascotes, nada de toques de queda, nada de vehículos de transporte de tropas rusas zigzagueando por los bazares. Entonces, detrás de mí, escuché a Baba y a Karim discutiendo sobre el plan para cuando llegáramos a Jalalabad mientras fumaban un cigarrillo. Karim tranquilizaba a Baba diciéndole que su hermano tenía un camión grande de «primera calidad» y que la caminata hasta Peshawar sería un paseo. «Podría llevaros hasta allí con los ojos cerrados», dijo Karim. Escuché por encima cómo le explicaba a Baba que él y su hermano conocían a los soldados rusos y afganos que estaban apostados en los puestos de control y que habían llegado a un acuerdo «provechoso para ambas partes». Aquello no era un sueño. A modo de indicación, nos sobrevoló de repente un Mig. Karim arrojó el cigarrillo y sacó una pistola del cinturón. Apuntó hacia el cielo y, simulando que disparaba, escupió y maldijo al Mig.

Me pregunté dónde estaría Hassan. Luego lo inevitable. Vomité sobre una maraña de malas hierbas. Las náuseas y los ruidos de las arcadas quedaron amortiguados por el rugido ensordecedor del Mig.

Veinte minutos después nos deteníamos en el puesto de control de Mahipar. El conductor dejó el camión en punto muerto y saltó del vehículo para saludar a las voces que se aproximaban. La gravilla crujía bajo sus pies. Se produjo un intercambio de palabras, breve y en voz baja. Un encendedor parpadeó.

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