Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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– Te diré por qué -dijo Baba-. Porque así él se ha sacado su tajada del viaje. Eso es lo único que le importa.

Karim articulaba sonidos guturales. Un reguero de saliva le caía por la comisura de la boca.

– Suéltelo, agha, está matándolo -dijo uno de los pasajeros.

– Eso es lo que pretendo hacer -replicó Baba.

Lo que ninguno de los presentes sabía era que Baba no bromeaba. Karim estaba poniéndose rojo y daba patadas. Baba siguió asfixiándolo hasta que la joven madre, la que le había gustado al soldado ruso, le suplicó que parase.

Cuando Baba finalmente lo soltó, Karim cayó al suelo dando vueltas en busca de aire. La estancia se quedó en silencio. Hacía menos de dos horas que Baba se había ofrecido voluntario para recibir una bala por salvar la honra de una mujer que ni siquiera conocía, y ahora estrangulaba a un hombre hasta casi producirle la muerte. Y lo habría hecho de no haber sido por las súplicas de esa misma mujer.

Alguien empezó a dar golpes en la puerta. No, no en la puerta, abajo.

– ¿Qué es eso? -preguntó alguien.

– Los otros -jadeó Karim, recuperando la respiración-. Están en el sótano.

– ¿Cuánto llevan esperando? -dijo Baba, abalanzándose sobre Karim.

– Dos semanas.

– Creí que habías dicho que el camión se estropeó la semana pasada.

Karim se frotó el cuello.

– Puede que fuera la semana anterior -musitó.

– ¿Cuánto tiempo tardarán?

– ¿Qué?

– ¿Cuánto tiempo tardarán en llegar los recambios? -rugió Baba.

Karim se encogió, pero no dijo nada. Me alegré de que estuviera oscuro. No deseaba ver la mirada asesina en la cara de Baba.

•••

Un hedor a humedad y a moho me subió a la nariz cuando Karim abrió la puerta que conducía al sótano por medio de una inestable escalera. Bajamos en fila. Los peldaños crujían bajo el peso de Baba. En el frío sótano me sentí observado por ojos que centelleaban en la oscuridad. Vi formas acurrucadas por toda la habitación, sus siluetas perfiladas en las paredes por la tenue luz de un par de lámparas de queroseno. Un murmullo recorrió el sótano. Por encima de él, se oía el débil sonido de gotas de agua que caían en algún lugar, y algo más, un sonido chirriante.

Baba suspiró detrás de mí y dejó caer las bolsas.

Karim nos dijo que en un par de días el camión estaría arreglado. Que entonces emprenderíamos camino hacia Peshawar. Hacia la libertad. Hacia la seguridad.

El sótano fue nuestro hogar durante la semana siguiente y a la tercera noche descubrí el origen de los sonidos chirriantes. Ratas.

En cuanto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, conté en el sótano unos treinta refugiados. Nos sentamos hombro con hombro junto a la pared, comimos galletas, pan con dátiles y manzanas. Aquella primera noche todos los hombres rezaron juntos. Uno de los refugiados le preguntó a Baba por qué no se unía a ellos.

– Dios nos salvará. ¿Por qué no le rezas?

Baba aspiró una pizca de rapé y estiró las piernas.

– Lo que nos salvará son ocho cilindros y un buen carburador. -Eso los silenció a todos por lo que al tema de Dios se refiere.

Fue a última hora de aquella primera noche cuando descubrí que dos de las personas que se escondían con nosotros eran Kamal y su padre. Fue impresionante ver a Kamal sentado en el sótano a escasos metros de donde yo estaba. Pero cuando él y su padre se aproximaron a donde nos encontrábamos nosotros y vi su cara, lo vi de verdad…

Se había marchitado…, no había otra palabra para describirlo. Sus ojos me lanzaron una mirada vacía, sin reconocerme en absoluto. Tenía los hombros encorvados y las mejillas hundidas, como si estuvieran demasiado agotadas para permanecer unidas al hueso que había debajo de ellas. Su padre, que había sido propietario de un cine en Kabul, le explicaba a Baba cómo, tres meses antes, una bala perdida le había dado en la sien a su esposa acabando con su vida. Luego le explicó a Baba lo de Kamal. Sólo pude escucharlo a trozos: «Nunca debería haber dejado que fuera solo… Un muchacho tan guapo, ya sabes… Eran cuatro…, intentó defenderse… Dios…, lo cogieron… Sangrando por allí… Los pantalones… No ha hablado más… Siempre está con la mirada fija…»

No habría camión, nos explicó Karim después de permanecer una semana encerrados en aquel sótano infestado de ratas. El camión no podía repararse.

– Pero hay otra posibilidad -dijo Karim, levantando la voz por encima de las quejas. Su primo disponía de un camión cisterna y lo había utilizado en un par de ocasiones para realizar contrabando de personas. Se encontraba en Jalalabad y seguramente cabríamos todos.

Todos decidieron ir excepto una pareja mayor.

Partimos aquella misma noche, Baba y yo, Kamal y su padre y los demás. Karim y su primo, un hombre calvo de cara cuadrada llamado Aziz, nos ayudaron a entrar en el camión cisterna. Uno a uno, subimos a la parte trasera del camión en marcha, subimos por la escalera de acceso y nos deslizamos en el interior de la cisterna. Recuerdo que cuando Baba había subido la mitad de la escalera, saltó de nuevo abajo y sacó la caja de rapé que llevaba en el bolsillo. La vació y cogió un puñado de tierra del camino sin pavimentar. Besó la tierra, la depositó en la caja y guardó ésta en el bolsillo interior de la chaqueta, junto a su corazón.

•••

Pánico.

Abres la boca. La abres tanto que incluso te crujen las mandíbulas. Ordenas a los pulmones que cojan aire, ahora, necesitas aire, lo necesitas ahora. Pero tus vías respiratorias te ignoran. Se colapsan, se estrechan, se aprietan, y de repente te encuentras respirando a través de una pajita de refresco. La boca se cierra y frunces los labios, y lo único que consigues articular es un grito ahogado. Las manos se agitan y tiemblan. En algún lugar se ha roto una presa y el sudor frío te inunda, empapa tu cuerpo. Quieres gritar. Lo harías si pudieses. Pero para gritar necesitas respirar.

Pánico.

El sótano era oscuro. La cisterna era negra como el carbón. Miré a derecha e izquierda, arriba y abajo, moví las manos ante mis ojos, ni un atisbo de movimiento. Parpadeé, parpadeé de nuevo. Nada. El aire estaba cargado, demasiado espeso, era casi sólido. El aire no es un sólido. Deseaba cogerlo con las manos, romperlo en pequeños pedazos, introducirlos en mi tráquea. Y el olor a gasolina… Me escocían los ojos debido a los vapores, como si alguien me hubiese arrancado los párpados y los hubiese frotado con un limón. Cada vez que respiraba me ardía la nariz. Pensé que en un lugar como ése era fácil morir. Me llegaba un grito. Llegaba, llegaba…

Y entonces un pequeño milagro. Baba me tiró de la manga y en la oscuridad apareció un resplandor verde. ¡Luz! El reloj de Baba. Mantuve los ojos pegados a aquellas manos de color verde fluorescente. Tenía tanto miedo de perderlas que no me atrevía ni a pestañear.

Poco a poco empecé a tomar conciencia de lo que me rodeaba. Oía gemidos y murmullos de oraciones. Oí el llanto de un bebé y el mudo consuelo de su madre. Alguien vomitó. Otro maldijo a los shorawi. El camión se balanceaba de un lado a otro, hacia arriba y hacia abajo. Las cabezas golpeaban contra el metal.

– Piensa en algo bueno -me dijo Baba al oído-. En algo feliz.

Algo bueno. Algo feliz. Dejé vagar la mente. Dejé que el recuerdo me invadiera:

Viernes por la tarde en Paghman. Un campo de hierba de color verde manzana salpicado por moreras con el fruto maduro. Estamos Hassan y yo. La hierba nos llega hasta los tobillos. El carrete da vueltas en las manos callosas de Hassan. Nuestros ojos contemplan la cometa en el cielo. No intercambiamos ni una palabra; no porque no tengamos nada que decir, sino porque no es necesario decir nada… Eso es lo que sucede entre personas que mutuamente son su primer recuerdo, entre personas criadas por el mismo pecho. La brisa agita la hierba y Hassan deja rodar el carrete. La cometa da vueltas, baja en picado, se endereza. Nuestras sombras gemelas bailan en la hierba rizada. Más allá del muro de adobe, en el otro extremo del campo, oímos voces y risas y el gorgoteo de una fuente. Y música, algo viejo y conocido, creo que se trata de Ya Mowlah tocado al rubab. Alguien nos llama desde detrás del muro, dice que es la hora del té y las pastas.

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