Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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Me encontraba hojeando un ejemplar de una novela de misterio de Mike Hammer cuando oí gritos y cristales rotos. Solté el libro y salí precipitadamente a la calle. Vi a los Nguyen detrás del mostrador, pálidos. El señor Nguyen abrazaba a su esposa. En el suelo: naranjas, una estantería de revistas, un bote de cecina de buey roto y fragmentos de cristal a los pies de Baba.

Luego resultó que Baba no llevaba dinero encima para pagar las naranjas. Le hizo un talón al señor Nguyen y éste le pidió un documento de identificación.

– Quiere ver mi documentación -gritó Baba en farsi-. ¡Llevo casi dos años comprándole su condenada fruta y poniéndole dinero en el bolsillo, y el hijo de perra ahora quiere ver mi documentación!

– Baba, no es nada personal -dije, sonriendo a los Nguyen-. Es lógico que quiera verla.

– No lo quiero aquí -dijo el señor Nguyen, dando un paso al frente y protegiendo a su esposa. Apuntaba a Baba con su bastón. Se volvió hacia mí-. Tú eres un joven amable, pero tu padre está loco. Ya no es bienvenido.

– ¿Me tiene por un ladrón? -le preguntó Baba, levantando la voz. Se había congregado gente en el exterior para ver qué ocurría-. ¿Qué tipo de país es éste? ¡Nadie confía en nadie!

– Llamaré a la policía -anunció la señora Nguyen asomando la cabeza-. O sale o llamo a la policía.

– Por favor, señora Nguyen, no llame a la policía. Me lo llevaré a casa. No llame a la policía, ¿de acuerdo? Por favor.

– Sí, llévatelo a casa. Buena idea -dijo el señor Nguyen, cuyos ojos, detrás de las gafas bifocales de montura metálica, no se despegaban de Baba.

Acompañé a Baba hacia la puerta. Por el camino le pegó una patada a una revista. Después de hacerle prometer que nunca volvería a entrar allí, volví a la tienda y me disculpé con los Nguyen. Les dije que mi padre estaba pasando por momentos difíciles. Le di a la señora Nguyen nuestro teléfono y nuestra dirección y le dije que evaluara los daños causados.

– Por favor, llámeme en cuanto lo sepan. Lo pagaré todo, señora Nguyen. Lo siento mucho.

La señora Nguyen cogió la hoja de papel y asintió con la cabeza. Vi que le temblaban las manos más de lo normal y eso hizo que me sintiera enfadado con Baba, por conseguir que una anciana temblase de aquella forma.

– Mi padre todavía está adaptándose a la vida en América -añadí a modo de explicación.

Quería decirles que en Kabul utilizábamos una vara como tarjeta de crédito. Hassan y yo íbamos al panadero con la varita. Él hacía una marca con el cuchillo por cada barra de naan que apartaba para nosotros de las llamas del tandoor. A final de mes, mi padre le pagaba según las marcas que hubiera en la vara. Así de simple. Sin preguntas. Sin documentación.

Pero no lo dije. Le di las gracias al señor Nguyen por no haber llamado a la policía y llevé a Baba a casa. Se fue, de mal humor, a fumar al balcón, mientras yo preparaba arroz con estofado de cuellos de pollo. Había pasado año y medio desde que descendimos del Boeing procedente de Peshawar, y Baba aún estaba adaptándose.

Aquella noche cenamos en silencio. Después de un par de mordiscos, Baba retiró el plato.

Lo miré desde el otro lado de la mesa: tenía las uñas desconchadas y negras por el aceite de motor, y los nudillos pelados, y los olores de la gasolinera (polvo, sudor y combustible) impregnaban su ropa. Baba era como el viudo que vuelve a casarse, pero es incapaz de olvidarse de su esposa muerta. Añoraba los campos de caña de azúcar de Jalalabad y los jardines de Paghman. Añoraba a la gente entrando y saliendo de su casa, añoraba pasear por los bulliciosos callejones del Shor Bazaar y saludar a la gente que le conocía a él y había conocido a su padre, que había conocido a su abuelo, gente que compartía antepasados con él, cuyas vidas se entrelazaban con la suya.

Para mí, América era un lugar donde enterrar mis recuerdos.

Para Baba, un lugar donde llorar los suyos.

– Tal vez deberíamos regresar a Peshawar -dije, con la mirada fija en el cubito de hielo que flotaba en mi vaso de agua. Habíamos pasado seis meses en Peshawar a la espera de que el INS, el Servicio de Inmigración y Naturalización, dependiente del gobierno de Estados Unidos, emitiera nuestros visados. El tenebroso apartamento de un solo dormitorio apestaba a calcetines sucios y excrementos de gato, pero estábamos rodeados de gente que conocíamos… Al menos gente que Baba conocía. Había invitado a cenar a todo el pasillo de vecinos, en su mayoría afganos a la espera de recibir sus visados. Inevitablemente, alguno de ellos llegaría con un conjunto de tabla y alguno que otro con un armonio. Prepararían el té y alguien con una voz aceptable cantaría hasta que el sol se pusiera y los mosquitos dejasen de molestar, y aplaudirían hasta que les doliesen las manos.

– Allí eras más feliz, Baba. Era más como estar en casa -dije.

– Peshawar estaba bien para mí. No para ti.

– Aquí trabajas mucho.

– Ahora no estoy tan mal -replicó, refiriéndose a que se había convertido en jefe del turno de día de la gasolinera. Pero yo había observado la mala cara que tenía y cómo se frotaba las muñecas los días húmedos. Y el sudor de su frente cuando después de comer buscaba el bote de los antiácidos-. Además, no vinimos aquí por mí, ¿no? Estiré un brazo por encima de la mesa y le cogí la mano. Mi mano de estudiante, limpia y suave, sobre su mano de trabajador, áspera y callosa. Pensé en todos los camiones, trenes y bicicletas que me había comprado en Kabul. Y luego América. El último regalo para Amir.

Un mes después de llegar a Estados Unidos, Baba encontró trabajo en Washington Boulevard como empleado en la gasolinera de un conocido afgano (había empezado a buscar trabajo a la semana de nuestra llegada). Seis días a la semana, Baba realizaba turnos de doce horas llenando depósitos de gasolina, encargándose de la caja registradora, cambiando aceite y limpiando parabrisas. A veces, cuando le llevaba la comida, lo encontraba buscando un paquete de tabaco en alguna estantería, ojeroso y pálido bajo la luz de los fluorescentes, y con un cliente esperando en el lado opuesto de aquel mostrador manchado de aceite. El timbre de la puerta sonaba a mi entrada y Baba miraba por encima del hombro, me saludaba con la mano y me sonreía. Tenía los ojos humedecidos por el cansancio.

El mismo día en que lo contrataron, Baba y yo acudimos a nuestra asistente social en San José, la señora Dobbins. Se trataba de una mujer obesa, de raza negra. Tenía una mirada risueña y se le formaban hoyuelos al sonreír. Una vez me dijo que cantaba en la iglesia, y yo le creí, pues poseía una voz que me evocaba la leche caliente con miel. Baba depositó el talón de cupones para comida sobre su escritorio.

– Gracias, pero no los quiero -dijo Baba-. Yo siempre trabajo. En Afganistán trabajo, en América trabajo. Muchas gracias, señora Dobbins, pero no me gusta el dinero gratis.

La señora Dobbins pestañeó. Cogió los cupones y nos miró, primero a mí y luego a Baba, como si estuviéramos tramando una travesura o «tendiéndole una trampa», como solía decir Hassan.

– Llevo quince años en este trabajo y nadie había hecho esto -dijo.

Y así fue como Baba acabó con la humillación que le provocaban los cupones de comida al llegar a la caja registradora; de esa manera se deshizo de uno de sus mayores temores: que un afgano lo viera comprando comida con dinero de la beneficencia. Baba salió de aquella oficina como quien ha sido curado de un tumor.

Aquel verano de 1983 me gradué en la escuela superior. Tenía veinte años y, de entre los que aquel día lanzaron el birrete al aire en el campo de fútbol, sin duda era el mayor. Recuerdo que perdí a Baba entre el enjambre de familias, cámaras de fotos y togas azules. Lo encontré cerca de la línea de las veinte yardas, con las manos hundidas en los bolsillos y la cámara colgando sobre el pecho. Aparecía y desaparecía detrás de la multitud que se agitaba entre nosotros: chicas histéricas vestidas de azul que gritaban y lloraban, chicos que presumían entre ellos de sus padres. La barba de Baba empezaba a encanecer y su cabello a clarear en las sienes. ¿No era más alto en Kabul?… Llevaba el traje marrón (su único traje, el que utilizaba para asistir a las bodas y los funerales afganos) y la corbata roja que le había regalado aquel mismo año con motivo de su cincuenta cumpleaños. Entonces me vio y me saludó con la mano. Sonrió. Me hizo señas para que me pusiera el birrete y me hizo una fotografía con la torre del reloj del colegio al fondo. Le sonreí, pues en cierto sentido aquél era más su día que el mío. Se acercó, me rodeó por el cuello con un brazo y me dio un beso en la frente.

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