La respuesta de Hassan fue una única palabra, pronunciada con voz ronca y débil:
– Sí.
Me encogí, como si acabaran de darme un bofetón. Me dio un vuelco el corazón y a punto estuve de soltar la verdad. Entonces lo comprendí: se trataba del sacrificio final que Hassan hacía por mí. De haber respondido que no, Baba le hubiese creído porque todos sabíamos que Hassan no mentía nunca, y si Baba lo creía, entonces el acusado sería yo; tendría que explicarlo y saldría a la luz lo que yo era en realidad. Baba jamás me perdonaría. Y eso llevaba a otra conclusión: Hassan lo sabía. Sabía que yo lo había visto todo en el callejón y que me había quedado allí sin hacer nada. Sabía que lo había traicionado y a pesar de ello me rescataba una vez más, quizá la última. En ese momento lo quería, lo quería más que nunca querría a nadie, y deseaba decirles a todos que yo era la serpiente en la hierba, el monstruo en el lago. No merecía su sacrificio; yo era un mentiroso, un tramposo y un ladrón. Y lo habría dicho, pero una parte de mí se alegraba. Se alegraba de que todo aquello fuera a acabar pronto. Baba los despediría, habría un poco de sufrimiento, pero la vida continuaría. Y eso quería yo, continuar, olvidar, hacer borrón y cuenta nueva. Quería poder respirar de nuevo.
Pero Baba me sorprendió cuando dijo:
– Te perdono.
¿Perdonar? Pero si el robo era el pecado imperdonable, el denominador común de todos los pecados. «Cuando matas a un hombre, le robas la vida. Le robas el marido a una esposa y el padre a unos hijos. Cuando mientes, robas al otro el derecho a la verdad. Cuando engañas, robas el derecho a la equidad. No existe acto más miserable que el robo.» ¿No me había sentado Baba en sus rodillas y me había dicho esas palabras? Entonces, ¿cómo podía perdonar a Hassan? Y si Baba podía perdonar aquello, entonces ¿por qué no podía perdonarme a mí por no ser el hijo que siempre había querido? ¿Por qué…?
– Nos vamos, agha Sahib -dijo Alí.
– ¿Qué? -dijo Baba. El color le desapareció de la cara.
– No podemos seguir viviendo aquí -contestó Alí.
– Pero lo he perdonado, Alí, ¿no lo has oído? -dijo Baba.
– La vida aquí resulta imposible para nosotros, agha Sahib. Nos vamos.
Alí arrastró a Hassan hacia él y lo rodeó por el hombro. Era un gesto de protección y yo sabía de quién estaba protegiéndolo. Alí me miró y en su mirada fría e implacable vi que Hassan se lo había contado. Se lo había contado todo, lo que Assef y sus amigos le habían hecho, lo de la cometa, lo mío. Por extraño que parezca, me alegraba de que alguien supiese lo que yo era realmente; estaba cansado de disimular.
– No me importan ni el dinero ni el reloj -dijo Baba con los brazos abiertos y las palmas de las manos hacia arriba-. No comprendo por qué… ¿Qué quieres decir con eso de imposible?
– Lo siento, agha Sahib, pero ya hemos hecho las maletas. Hemos tomado una decisión.
Baba se puso en pie. El dolor ensombrecía su semblante.
– Alí, ¿no te he proporcionado siempre todo lo que has necesitado? ¿No he sido bueno contigo y con Hassan? Eres el hermano que nunca tuve, Alí, lo sabes. No te vayas, por favor.
– No hagas esto más difícil de lo que ya es, agha Sahib -dijo Alí.
Ladeó la boca y, por un instante, creí ver una mueca. En ese momento comprendí la profundidad del sufrimiento que yo había provocado, la oscuridad del dolor que yo había acarreado a todo el mundo, un pesar tan grande que ni la cara paralizada de Alí podía enmascarar. Me obligué a mirar a Hassan, pero tenía la cabeza agachada, los hombros hundidos y se enroscaba en el dedo un hilo que colgaba del dobladillo de su camisa.
Baba suplicaba.
– Dime al menos por qué. ¡Necesito saberlo!
Alí no se lo dijo a Baba, igual que no protestó cuando Hassan confesó el robo. Nunca sabré por qué, pero podía imaginármelos a los dos en la penumbra de su pequeña choza, llorando, y a Hassan suplicándole que no me delatara. Resulta difícil imaginar el control que debió de necesitar Alí para mantener la promesa.
– ¿Nos llevarás hasta la estación de autobuses?
– ¡Te prohíbo que te vayas! -vociferó Baba-. ¿Me has oído? ¡Te lo prohíbo!
– Con todos mis respetos, no puedes prohibirme nada, agha Sahib -dijo Alí-. Ya no trabajamos para ti.
– ¿Adónde iréis? -le preguntó Baba con la voz rota.
– A Hazarajat.
– ¿Con tu primo?
– Sí. ¿Nos llevarás a la estación de autobuses, agha Sahib ?
Entonces vi a Baba hacer algo que nunca le había visto hacer: lloró. Me asustó un poco ver sollozar a un hombre adulto. Se suponía que los padres no lloraban.
– Por favor -dijo Baba, pero Alí se encaminaba hacia la puerta y Hassan seguía sus pasos.
Nunca olvidaré la forma en que Baba pronunció aquellas palabras, el dolor de su súplica, el miedo.
Era muy excepcional que lloviese en Kabul en verano. El cielo azul se mantenía allá a lo lejos y el sol era como un hierro candente que te abrasaba la nuca. Los riachuelos donde Hassan y yo jugábamos a tirar piedras durante la primavera se habían secado y los cochecitos de transporte tirados por hombres o muchachos levantaban polvo a su paso. La gente acudía a las mezquitas al mediodía para rezar sus diez rakats y luego se retiraba al cobijo de cualquier sombra para sestear a la espera de la llegada del frescor del atardecer. El verano significaba largas jornadas de colegio sudando en el interior de aulas llenas y poco ventiladas, aprendiendo a recitar ayats del Corán y luchando contra esas palabras árabes tan extrañas que te hacían retorcer la lengua. Significaba cazar moscas con la mano mientras el mullah hablaba con monotonía y una brisa caliente traía el olor a excrementos procedente del cobertizo que había en un extremo del patio y levantaba el polvo junto al desvencijado y solitario aro de baloncesto.
Pero la tarde en que Baba acompañó a Alí y Hassan a la estación llovía y rugían los truenos. En cuestión de minutos, la lluvia empezó a descargar con fuerza. El sonido constante del agua inflamaba mis oídos.
Baba se ofreció a llevarlos personalmente hasta Bamiyan, pero Alí se negó. A través de la ventana empañada de mi habitación, observé a Alí cargando en el coche de Baba, que aguardaba en el exterior, junto a la verja, una solitaria maleta donde cabían todas sus pertenencias. Hassan llevaba a la espalda su colchón, bien enrollado y atado con una cuerda. Había dejado sus juguetes en la cabaña vacía… Los descubrí al día siguiente, amontonados en un rincón igual que los regalos de cumpleaños en mi habitación.
Las gotas de lluvia se deslizaban por los cristales de la ventana. Vi a Baba cerrar de un portazo el maletero. Empapado, se dirigió al lado del conductor. Se inclinó y le dijo algo a Alí, que iba sentado en el asiento de atrás. Tal vez estuviera quemando el último cartucho para tratar de que cambiara de idea. Estuvieron un rato hablando mientras Baba, encorvado y con un brazo sobre el techo del vehículo, se empapaba. Cuando se enderezó, adiviné por la línea de sus hombros hundidos que la vida que yo había conocido hasta entonces se había acabado. Baba entró en el coche. Las luces delanteras se encendieron y recortaron en la lluvia dos halos gemelos de luz. Como si de una de esas películas hindúes que Hassan y yo solíamos ver se tratara, ésa era la parte donde yo debía salir corriendo, chapoteando con los pies desnudos en el agua. Perseguiría el coche dando gritos para que se detuviese. Sacaría a Hassan del asiento de atrás y, con unas lágrimas que se confundirían con la lluvia, le diría que lo sentía mucho y los dos nos abrazaríamos bajo el aguacero. Pero aquello no era una película hindú. Lo sentía, pero ni lloré ni salí corriendo. Contemplé el coche de Baba tomando la curva y llevándose con él a la persona cuya primera palabra no fue otra que mi nombre. Antes de que Baba girara hacia la izquierda en la esquina donde tantas veces habíamos jugado a las canicas, capté una imagen final y borrosa de Hassan hundido en el asiento de atrás.
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