Khaled Hosseini - Cometas en el Cielo

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Sobre el telón de fondo de un Afganistán respetuoso de sus ricas tradiciones ancestrales, la vida en Kabul durante el invierno de 1975 se desarrolla con toda la intensidad, la pujanza y el colorido de una ciudad confiada en su futuro e ignorante de que se avecina uno de los periodos más cruentos y tenebrosos que han padecido los milenarios pueblos que la habitan. Cometas en el cielo es la conmovedora historia de dos padres y dos hijos, de su amistad y de cómo la casualidad puede convertirse en hito inesperado de nuestro destino. Obsesionado por demostrarle a su padre que ya es todo un hombre, Amir se propone ganar la competición anual de cometas de la forma que sea, incluso a costa de su inseparable Hassan, un hazara de clase inferior que ha sido su sirviente y compañero de juegos desde la más tierna infancia. A pesar del fuerte vínculo que los une, después de tantos años de haberse defendido mutuamente de todos los peligros imaginables, Amir se aprovecha de la fidelidad sin límites de su amigo y comete una traición que los separará de forma definitiva.
Así, con apenas doce años, el joven Amir recordará durante toda su vida aquellos días en los que perdió uno de los tesoros más preciados del hombre: la amistad.

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Para mi consternación, Hassan seguía intentando reavivar las cosas entre nosotros. Recuerdo la última vez. Yo me encontraba en mi dormitorio, leyendo una traducción abreviada al farsi de Ivanhoe, cuando llamó a la puerta.

– ¿Quién es?

– Voy a la panadería a comprar naan -dijo desde el otro lado-. Me preguntaba si tú…, si querrías venir conmigo.

– Creo que me quedaré leyendo -respondí acariciándome las sienes. En los últimos tiempos, cada vez que veía a Hassan me entraba dolor de cabeza.

– Hace un día muy soleado -replicó.

– Ya lo veo.

– Nos divertiríamos dando un paseo.

– Ve tú.

– Me gustaría que vinieses -dijo, e hizo una pausa. Algo golpeó contra la puerta, tal vez su frente-. No sé qué he hecho, Amir agha. Me gustaría que me lo dijeses. No sé por qué ya no jugamos.

– No has hecho nada, Hassan. Vete y ya está.

– Dímelo y dejaré de hacerlo.

Hundí la cabeza en mi regazo y presioné las sienes entre las rodillas, como un torno.

– Te diré lo que quiero que dejes de hacer -dije, cerrando los ojos con fuerza.

– Cualquier cosa.

– Quiero que dejes de acosarme. Quiero que te marches -le espeté.

Deseaba que me hubiese respondido, que hubiese dado un portazo, que me hubiese echado una bronca… Habría facilitado las cosas, las habría mejorado. Pero no hizo nada de eso, y cuando al cabo de unos minutos abrí la puerta, no estaba allí. Me arrojé sobre la cama, enterré la cabeza bajo la almohada y me eché a llorar.

Después de aquello, Hassan se movió por la periferia de mi vida. Me aseguré de que nuestros caminos se cruzaran lo menos posible y planificaba mi jornada para que así fuera. Porque cuando él estaba cerca de mí, el oxígeno desaparecía de la estancia. Sentía una presión en el pecho y me faltaba el aire; permanecía inmóvil y luchaba por respirar en mi pequeña burbuja de atmósfera sin aire. Pero, incluso sin estar físicamente, él estaba siempre allí. Estaba en la ropa lavada y planchada que me dejaba todas las mañanas sobre la silla de mimbre, en las zapatillas calientes que me encontraba en la puerta de mi habitación, en la madera que ardía en la estufa cuando yo bajaba a desayunar. Por dondequiera que mirara encontraba signos de su fidelidad, de su maldita e inquebrantable fidelidad.

A principios de aquella primavera, unos días antes de que empezara el nuevo año escolar, Baba y yo nos dedicamos a plantar tulipanes en el jardín. La nieve se había fundido en su mayor parte y las montañas del norte aparecían ya salpicadas de manchas de hierba verde. Era una mañana fría y gris. Baba estaba agachado a mi lado, cavando la tierra y plantando los bulbos que yo le pasaba. Estaba diciéndome que la mayoría de la gente pensaba que era mejor plantar los tulipanes en otoño, pero que no era así, cuando de pronto lo interrumpí.

– Baba, ¿has pensado alguna vez en cambiar de criados?

Soltó el bulbo de tulipán y enterró el plantador en la tierra. Se quitó los guantes de jardinero. Lo había sorprendido.

Chi? ¿Qué has dicho?

– Sólo estaba preguntándomelo, eso es todo.

– ¿Por qué querría hacerlo? -dijo Baba secamente.

– No lo harías, me imagino. Era únicamente una pregunta -añadí con un susurro. Sentía haberlo dicho.

– ¿Es por algo que pasa entre Hassan y tú? Sé que os pasa algo, pero, sea lo que sea, eres tú quien debe solucionarlo, no yo. Yo permanezco al margen.

– Lo siento, Baba.

Volvió a ponerse los guantes.

– Yo me crié con Alí -dijo entre dientes-. Fue mi padre quien lo trajo aquí. Él lo quería como a un hijo. Alí lleva cuarenta años con mi familia. Cuarenta malditos años. ¿Y piensas que voy a echarlo? -Se volvió hacia mí con una cara tan roja como los tulipanes-. Jamás te he puesto la mano encima, Amir, pero si vuelves a decirlo… -Apartó la vista, sacudiendo la cabeza-. Me avergüenzas. Hassan… Hassan no se irá a ningún lado, ¿me has entendido? -Bajé la vista, cogí un puñado de tierra y lo dejé escapar entre los dedos-. He dicho si me has entendido -rugió Baba.

Me encogí de miedo.

– Sí, Baba.

– Hassan no se irá a ninguna parte -me espetó Baba. Cavó un nuevo hoyo, con más fuerza de la necesaria-. Se quedará aquí, con nosotros, en el lugar al que pertenece. Su hogar es éste y nosotros somos su familia. ¡Nunca vuelvas a hacerme esa pregunta!

– No lo haré, Baba. Lo siento.

Plantamos en silencio el resto de los tulipanes.

Me sentí muy aliviado cuando las clases empezaron a la semana siguiente. Estudiantes armados con libretas nuevas y lápices afilados paseaban sin prisas por el patio, levantando polvo, charlando en corrillos, esperando los silbidos de los delegados. Baba me llevó en coche por el camino de tierra que conducía hasta la entrada de la escuela de enseñanza media Istitqlal. El colegio era un edificio de dos plantas con ventanas rotas y tenebrosos pasadizos adoquinados. Retazos de la pintura amarilla original asomaban por debajo de los trozos de yeso desprendidos. La mayoría de los niños iban al colegio a pie, y el Mustang negro de Baba levantaba más de una mirada de envidia. Debí haber sonreído orgulloso al bajar del coche (mi antiguo yo lo habría hecho), pero lo único que conseguí fue esgrimir un gesto de incomodidad. Eso y vacío. Baba se fue sin decirme adiós.

No me reuní con los demás para la acostumbrada comparación de las cicatrices que nos había dejado la lucha de cometas y esperé solo a que nos llamaran a formar. Finalmente sonó el timbre y nos dirigimos al aula en dos filas. Me senté al fondo. Mientras el profesor de farsi nos entregaba los libros de texto, recé para que me pusieran muchísimos deberes.

El colegio me ofrecía una excusa para permanecer encerrado en mi habitación durante horas interminables. Y, por un rato, alejaba de mi cabeza lo que había sucedido aquel invierno, lo que yo había permitido que sucediera. Durante unas cuantas semanas anduve enfrascado en la gravedad y la aceleración, los átomos y las células, las guerras anglo-afganas, en lugar de pensar en Hassan y lo que le había sucedido. Pero, siempre, mi cabeza acababa regresando al callejón. A los pantalones de pana marrones sobre los ladrillos. A las gotas de sangre que teñían la nieve de rojo oscuro, casi negro.

Una tarde aburrida y brumosa de aquel verano le pedí a Hassan que subiera a la montaña conmigo. Le dije que quería leerle un nuevo cuento que había escrito. Él estaba tendiendo la ropa en el patio y la precipitación con que terminó su tarea hizo que me percatara de su impaciencia.

Trepamos por la montaña hablando de tonterías. Me preguntó por la escuela, por lo que estaba aprendiendo, y yo le hablé de los profesores, sobre todo del malvado profesor de matemáticas que castigaba a los alumnos que hablaban colocándoles una vara plana de metal entre los dedos y luego apretándoselos. Hassan puso mala cara ante mis explicaciones y dijo que esperaba que yo nunca tuviera que pasar por esa experiencia. Yo le respondí que hasta aquel momento había tenido suerte, aunque yo sabía bien que la suerte no tenía nada que ver con aquello. Yo también hablaba en clase, pero mi padre era rico y conocido por todo el mundo, de modo que quedaba perdonado del tratamiento con la vara de metal.

Nos sentamos junto al muro del cementerio, a la sombra del granado. En cuestión de un mes o dos, la ladera quedaría alfombrada por hierbas amarillentas quemadas por el sol; sin embargo, aquel año las lluvias de primavera habían durado más de lo habitual, prolongándose hasta principios de verano, y la hierba seguía verde, salpicada por pequeños grupos de flores silvestres. Por debajo de donde nos encontrábamos, las casas blancas de tejado plano de Wazir Akbar Kan brillaban a la luz del sol. En los patios, las coladas colgadas en los tendederos bailaban como mariposas, animadas por la brisa del mar.

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