Hassan se pasó la manga por la cara para limpiarse los mocos y las lágrimas. Esperé a que dijera algo, pero permaneció en silencio, en la penumbra. Agradecí aquellas primeras sombras del anochecer que caían sobre el rostro de Hassan y ocultaban el mío. Me alegré de no tener siquiera que devolverle la mirada. ¿Sabría él que yo lo sabía? Y de saberlo, ¿qué vería si le miraba a los ojos? ¿Culpa? ¿Indignación? O, que Dios me perdonara, lo que más temía, ¿candorosa devoción? Eso, por encima de todo, era lo que no soportaría ver.
Empezó a hablar, pero le falló la voz. Cerró la boca, la abrió y volvió a cerrarla. Retrocedió un paso. Se secó la cara. Y eso fue lo más cerca que estuvimos nunca Hassan y yo de hablar de lo sucedido en el callejón. Creía que iba a echarse a llorar, pero, para mi alivio, no fue así y yo simulé no haber oído cómo le fallaba la voz. Igual que simulé no haber visto la mancha oscura que había en la parte de atrás de sus pantalones, ni aquellas gotas diminutas que le caían entre las piernas y teñían de negro la nieve.
– Agha Sahib estará preocupado -fue todo lo que logró decir. Me dio la espalda y partió cojeando.
Sucedió tal y como me lo había imaginado. Abrí la puerta del despacho lleno de humo e hice mi entrada. Baba y Rahim Kan estaban tomando el té y escuchando las noticias de la radio. Volvieron la cabeza y una sonrisa se dibujó en la boca de mi padre. Abrió los brazos. Dejé la cometa en el suelo y me encaminé hacia sus velludos brazos. Hundí la cara en el calor de su pecho y lloré. Baba me abrazó y me acunó de un lado a otro. Entre sus brazos olvidé lo que había hecho. Y eso fue bueno.
Apenas vi a Hassan en una semana. Cuando me levantaba, encontraba la mesa preparada con el pan tostado, té recién hecho y un huevo duro. Mi ropa aparecía planchada y doblada en la silla de mimbre del vestíbulo donde Hassan planchaba habitualmente. Él solía esperar a que me sentara a desayunar y luego se ponía a planchar, pues de ese modo podíamos charlar. También solía cantar, elevaba la voz por encima del silbido de la plancha y cantaba viejas canciones hazara sobre campos de tulipanes. Pero aquellos días lo único que me recibía era la ropa doblada. Eso, y un desayuno que casi nunca volví a terminar.
Una mañana nublada, mientras me dedicaba a empujar el huevo duro para que diera vueltas por el plato, entró Alí cargado con un montón de leña cortada y le pregunté dónde estaba Hassan.
– Ha vuelto a acostarse -dijo Alí, arrodillándose frente a la estufa. Tiró para abrir la puertecita cuadrada.
¿Podría jugar aquel día Hassan?
Alí se detuvo con un tronco en una mano. Una mirada de preocupación atravesó su semblante.
– Últimamente parece que sólo quiere dormir. Hace sus tareas, por supuesto, pero luego lo único que quiere es meterse debajo de la manta. ¿Puedo preguntarte una cosa?
– ¿Qué quieres saber?
– Después del concurso de cometas llegó a casa sangrando un poco y con la camisa rota. Le pregunté qué había sucedido y me dijo que nada, que había tenido una pequeña pelea con otros niños por la cometa. -No dije nada. Me limité a seguir empujando el huevo en el plato-. ¿Le sucedió algo, Amir agha ? ¿Algo que no me cuenta?
Me encogí de hombros.
– ¿Por qué tendría yo que saberlo?
– Tú me lo dirías, si le hubiese sucedido algo, ¿verdad?
– ¿Y por qué tendría yo que saber qué le pasa? Tal vez esté enfermo. La gente se pone enferma, Alí. Y ahora, ¿piensas matarme de frío o vas a encender la estufa de una vez?
Aquella noche le pregunté a Baba si podíamos ir a Jalalabad el viernes. Él se columpiaba en el sillón basculante de piel situado detrás de su escritorio mientras leía un periódico iraní. Lo dejó sobre la mesa y depositó también las gafas de lectura que tanto me disgustaban… Baba no era viejo, en absoluto; aún le quedaban muchos años por delante. ¿Por qué, entonces, tenía que ponerse esas gafas absurdas?
– ¡Y por qué no! -exclamó. Últimamente, Baba me concedía todo lo que le pedía. Incluso hacía dos noches me había dicho si quería ver El Cid, con Charlton Heston, en el cine Aryana-. ¿Quieres que le digamos a Hassan que venga con nosotros?
¿Por qué tenía que estropearlo Baba con eso?
– Está mareez -respondí-. No se encuentra bien.
– ¿De verdad? -Baba dejó de columpiarse en su asiento-. ¿Qué le ocurre?
Me encogí de hombros y me hundí en el sofá, junto a la chimenea.
– Se ha resfriado o algo así. Alí dice que está guardando cama.
– Sí…, no he visto mucho a Hassan en estos últimos días… Entonces ¿no es más que eso, un resfriado? -No pude evitar odiar la forma en que frunció el entrecejo para mostrar su preocupación.
– Sí, sólo un resfriado. ¿Vamos el viernes, Baba?
– Sí, sí -respondió Baba alejándose de la mesa-. Lo siento por Hassan. Pensé que te divertirías más si viniese él.
– También podemos divertirnos nosotros dos -dije.
Baba sonrió y me guiñó un ojo.
– Abrígate -me ordenó.
Deberíamos haber ido sólo los dos, como me apetecía a mí, pero el miércoles por la noche Baba se las había apañado para invitar a dos docenas más de personas. Había llamado a su primo Homayoun -en realidad, primo segundo-, y le había comentado que el viernes íbamos a Jalalabad, y Homayoun, que había estudiado ingeniería en Francia y que poseía una casa en Jalalabad, dijo que le gustaría que fuéramos allí, que iría él también con sus hijos, sus dos esposas y que, de paso, le diría a su prima Shafiqa y a su familia, que vivían en Herat pero que en ese momento estaban de visita, que se nos unieran también, y ya que estaba instalada en Kabul en casa de su primo Nader, invitaría también a la familia de éste -aunque Homayoun y Nader estaban peleados-, y que si invitaba a Nader, también debía invitar a su hermano Faruq, pues de lo contrario se sentiría ofendido y podría ser que no los invitara a la boda de su hermana, que iba a tener lugar el mes siguiente y…
Llenamos tres minibuses. Yo fui con Baba, Rahim Kan, Kaka Homayoun (desde muy pequeño, Baba me había enseñado a llamar kaka, tío, a todo hombre mayor, y khala, tía, a toda mujer de edad). Las dos esposas de Kaka Homayoun iban también con nosotros (la mayor tenía la cara pálida y las manos llenas de verrugas, y la joven olía a perfume y bailaba con los ojos cerrados), así como las dos hijas gemelas de Kaka Homayoun. Yo tomé asiento en la fila de atrás, constantemente mareado y convertido en bocadillo entre las dos gemelas, de siete años de edad, que no paraban de pasar por encima de mí para pelearse entre ellas. El viaje hasta Jalalabad es un trayecto de dos horas por una carretera de montaña que serpentea al borde de un abrupto precipicio, y el estómago se me subía a la boca a cada curva que dábamos. Todos hablaban en voz alta y a la vez, casi gritando, que es la forma de hablar habitual de los afganos. Le pedí a una de las gemelas (a Fazila o a Karima, siempre fui incapaz de distinguir quién era quien) que me cambiara el sitio para estar junto a la ventanilla y recibir un poco de aire fresco. Pero ella me sacó la lengua y me contestó que no. Le dije que no pasaba nada, aunque no me hacía responsable si vomitaba sobre su vestido nuevo. Un minuto después, estaba sacando la cabeza por la ventana. Observé cómo subía y bajaba la carretera llena de agujeros, cómo serpenteaba su cola a lo largo de la montaña, y conté los camiones multicolores que avanzaban pesadamente cargados de pasajeros. Cerré los ojos y dejé que el viento me azotara las mejillas. Luego abrí la boca para engullir aire fresco. Seguía sin sentirme mejor. Noté un dedo clavado en el costado. Se trataba de Fazila/Karima.
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