– ¿Qué quieres? -le pregunté.
– Estaba contándoles a todos lo del concurso -dijo Baba, sentado al volante. Kaka Homayoun y sus esposas me sonreían desde los asientos de la fila intermedia-. ¿Cuántas cometas habría en el cielo aquel día? ¿Un centenar?
– Supongo -musité.
– Un centenar de cometas, Homayoun jan. Nada de laaf. Y la única que seguía volando al final de la jornada era la de Amir. Tiene en casa la última cometa, una preciosa cometa azul. Hassan y Amir la corrieron juntos.
– Felicidades -dijo Kaka Homayoun.
Su primera esposa, la de las verrugas, aplaudió y comentó:
– ¡Caramba, Amir jan, estamos muy orgullosos de ti!
La esposa joven se sumó al aplauso. En un momento estaban todos aplaudiendo, gritando alabanzas, explicándome lo orgullosos que estaban todos. Sólo Rahim Kan, que estaba sentado junto a Baba, permanecía en silencio. Me miraba de una manera extraña.
– Detente un momento, por favor, Baba -le pedí.
– ¿Qué?
– Me estoy mareando -murmuré, tumbándome en el asiento y apretándome contra las hijas de Kaka Homayoun.
A Fazila/Karima les cambió la cara.
– ¡Para, Kaka! ¡Se ha puesto amarillo! ¡No quiero que devuelva sobre mi vestido nuevo! -vociferó una.
Baba inició la maniobra para parar a un lado de la carretera, pero no pude evitarlo. Unos minutos más tarde me encontraba sentado sobre una roca junto a la carretera mientras los demás se dedicaban a ventilar el minibús. Baba fumaba en compañía de Kaka Homayoun, quien le decía a Fazila/Karima que dejase de llorar, que ya le compraría otro vestido en Jalalabad. Cerré los ojos y volví la cara hacia el sol. Detrás de mis párpados se crearon pequeñas formas, como manos proyectando sombras en una pared. Se doblaban y se fundían hasta formar una sola imagen: los pantalones de pana de Hassan abandonados en el callejón sobre un montón de ladrillos viejos.
La casa que Kaka Homayoun poseía en Jalalabad era de dos pisos y tenía un balcón desde el que se dominaba un extenso jardín con manzanos y caquis rodeado por un muro. En verano, el jardinero recortaba los setos, dándoles formas de animales, y había una piscina con losetas de color esmeralda. Me senté con los pies colgando al borde de la piscina, vacía excepto por la capa de nieve a medio derretir que había depositada en el fondo. Los hijos de Kaka Homayoun jugaban al escondite en el otro extremo del jardín. Las mujeres cocinaban y se olía el aroma de las cebollas que estaban friendo, se oía el silbido de la olla a presión, la música, las risas. Baba, Rahim Kan, Kaka Homayoun y Kaka Nader estaban sentados en el balcón, fumando. Kaka Homayoun les explicaba que había traído el proyector para enseñarles las diapositivas de Francia. Hacía diez años que había regresado de París y aún seguía pasando esas estúpidas diapositivas.
Pero daba igual. Baba y yo éramos finalmente amigos. Habíamos ido juntos al zoo unos días antes, habíamos visto al león Marjan y le habíamos arrojado una piedrecita al oso cuando nadie nos miraba. Después habíamos ido al restaurante de Dad-khoda Kabob, que estaba enfrente del Cinema Park, y habíamos comido kabob de cordero con naan recién salido del tandoor. Baba me había contado historias de sus viajes a la India y a Rusia, de la gente que había conocido, como la pareja de Bombay sin brazos ni piernas que llevaban casados cuarenta y siete años y habían sacado once hijos adelante. Fue divertido pasar el día con Baba escuchando sus historias. Finalmente tenía todo lo que había querido durante tantos años. Y, sin embargo, me sentía tan vacío como la piscina descuidada sobre la que colgaban mis pies.
Al anochecer, las esposas y las hijas sirvieron la cena: arroz, kofta y qurma de pollo. Cenamos al estilo tradicional, sentados en cojines repartidos por toda la habitación, con el mantel extendido en el suelo, utilizando las manos y compartiendo bandejas comunes entre grupos de cuatro o cinco personas. Yo no tenía hambre, pero me senté igualmente a comer junto a Baba, Kaka Faruq y los dos chicos de Kaka Homayoun. Baba, que se había tomado unos cuantos whiskys antes de la cena, seguía vociferando sobre el concurso de cometas, sobre cómo los había superado a todos y había llegado a casa con la última cometa. Su voz de trueno dominaba la estancia. La gente levantaba la cabeza del plato para proclamar sus felicitaciones. Kaka Faruq me dio unos golpecitos en la espalda con la mano limpia. Yo me sentía como si me estuviesen clavando un cuchillo en un ojo.
Más tarde, bien pasada la medianoche, después de unas cuantas horas de póquer entre Baba y sus primos, los hombres se acostaron en colchones dispuestos en paralelo en la misma habitación donde habíamos cenado. Las mujeres subieron al piso de arriba. Pasada una hora, yo seguía sin poder conciliar el sueño. Daba vueltas de un lado a otro mientras mis parientes gruñían, resoplaban y roncaban. Me senté. Un rayo de luna entraba por la ventana.
– Vi cómo violaban a Hassan -le dije a la nada.
Baba se estiró en medio del sueño. Kaka Homayoun refunfuñó. Una parte de mí esperaba que alguien se despertara y me escuchase para de ese modo no tener que continuar viviendo con aquella mentira. Pero nadie se despertó, y, durante el silencio que siguió, comprendí la naturaleza de mi nueva maldición: debería vivir con aquella culpa.
Pensé en el sueño de Hassan, aquel en el que los dos nadábamos en el lago. «No hay ningún monstruo -había dicho-, sólo agua.» Pero se había equivocado. En el lago había un monstruo. Había agarrado a Hassan por los tobillos y lo había arrastrado hasta el fondo tenebroso. Y ese monstruo era yo.
Aquella noche me convertí en insomne.
No hablé con Hassan hasta mediados de la semana siguiente. Yo había comido con pocas ganas y Hassan estaba lavando los platos. Me disponía a ir a mi habitación cuando Hassan me preguntó si quería subir a la montaña. Le dije que estaba cansado. Hassan también parecía cansado… Había adelgazado, tenía los ojos hinchados y mostraba oscuras ojeras. Sin embargo, cuando volvió a preguntármelo, acepté a regañadientes.
Subimos a la montaña. Las botas se nos hundían en la nieve fangosa. Ninguno de los dos abrió la boca. Nos sentamos bajo nuestro granado, consciente yo de que había cometido un error. No debía haber subido a la montaña. Aquellas palabras que había escrito en el tronco del árbol con el cuchillo de cocina de Alí: «Amir y Hassan, sultanes de Kabul»… No soportaba mirarlas.
Me pidió que le leyera el Shahnamah y le dije que había cambiado de idea, que quería regresar y encerrarme en mi habitación. Él apartó la vista y se encogió de hombros. Bajamos por donde habíamos subido en silencio. Y por primera vez en mi vida, me sentí impaciente ante la llegada de la primavera.
Mis recuerdos del resto de aquel invierno de 1975 son bastante vagos. Recuerdo que me sentía feliz cuando Baba estaba en casa. Comíamos juntos, íbamos al cine, visitábamos a Kaka Homayoun o a Kaka Faruq. A veces venía a vernos Rahim Kan y Baba permitía que me sentara con ellos en el despacho a tomar el té. Incluso me pidió que leyera alguno de mis cuentos. Yo creía que aquella situación duraría. Y creo que Baba también lo creía. Ambos deberíamos haber sido menos ingenuos. Durante los meses posteriores al concurso de cometas, Baba y yo nos sumergimos en una dulce ilusión, nos veíamos el uno al otro como nunca nos habíamos visto y como nunca volveríamos a vernos. En realidad, nos habíamos engañado creyendo que un juguete hecho de papel de seda, cola y bambú podía salvar el abismo que nos separaba.
Cuando Baba viajaba, y viajaba mucho, yo me encerraba en mi habitación. Leía un libro cada dos días, escribía cuentos, aprendía a dibujar caballos. Oía a Hassan trasteando en la cocina por las mañanas, el tintineo de los cubiertos, el silbido de la tetera…, esperaba a oír que se cerrara la puerta y, sólo entonces, bajaba a comer. Tracé un círculo en el calendario en torno a la fecha del primer día de colegio e inicié una cuenta atrás.
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