Pero no podía. Era demasiado peligroso.
Al final de la semana, Kate se sentía mejor. Tenía que reconocer que era bastante agradable que no sólo el Sketch, sino periódicos como The Sunday Times te describieran con palabras como hermosa y deslumbrante, y que también publicaran tus fotos.
Y que te llamaran agencias de modelos pidiendo que fueras a verles, e incluso revistas, para preguntar si podían entrevistarte: era una pasada.
Y además estaba Nat. Casi había valido la pena, por tener a Nat llamándola dos veces al día y paseándola en el Sax Bomb y preguntándole si creía que podría ir al Fridge el sábado. Ella dijo que sería una pasada y que por supuesto iría. Ya se preocuparía por lo que dirían sus padres cuando llegara el momento. Ellos no entendían, nadie parecía entenderlo, que Nat era una buena persona. Lo primero que había dicho cuando ella había subido al coche había sido «¿Estás bien?», y ella había contestado que sí, que estaba bien, gracias. Y él había dicho «Por lo del artículo en el periódico, lo de tu madre», y le había llegado al corazón que él comprendiera cómo debía de sentirse. Estaba claro que había leído el artículo, porque había dicho, con aquella sonrisa suya, que le había gustado lo que había dicho de su ropa y de su coche.
Después se había inclinado y la había empezado a besar; besaba muy bien. Lentamente, con cuidado, con la lengua moviéndose por todas partes, empujando la suya. Estaban aparcados en un rincón del parque, bajo unos árboles. Fue muy romántico.
– ¿Vas a hacer más fotos de ésas? -preguntó cuando terminó, y encendió un cigarrillo.
– Claro -dijo.
– Genial. No me importaría acompañarte, si algún día quieren un chico -añadió.
Kate dijo que lo preguntaría si se presentaba la ocasión.
– Sí, claro -dijo él, y la acompañó a casa en silencio. O lo más parecido al silencio que permiten los Red Hot Chili Peppers a todo trapo.
– Martha, ¿estás bien?
La voz de Paul Quenell parecía llegar de muy lejos. Hacía mucho tiempo que Martha no se sentía así: desorientada, sudorosa y como si fuera a vomitar. Se incorporó de golpe en la silla.
– Sí -dijo-, estoy bien. Gracias. No sé qué me pasa, lo siento, Paul.
¿Qué estaba haciendo allí, encima de su mesa, el Sunday Times, abierto por el artículo sobre… sobre…? ¿Se lo iba a enseñar? ¿Iba a preguntarle si sabía algo?
– Jane -gritó en dirección a la puerta abierta-, trae un vaso de agua, por favor. -Y después, amable, pero severo, dijo-: Has trabajado demasiado.
– Tal vez un poco, sí.
– Es todo ese trabajo extra -dijo, y le sonrió a modo de disculpa-. Gracias, Jane. Déjalo aquí. Llévate esto… -Dobló el periódico y se lo dio a su sufrida secretaria-. Ya he visto lo que quería.
¿Lo que quería? ¿Para qué iba a querer nada? ¿Qué tenía eso que ver con él?
– Jane ha visto el artículo sobre la nueva socia de Kindersleys. -Paul se sentó a la mesa otra vez-. Hannah Roberts, una de esas supermujeres. Tiene cinco hijos como mínimo. ¿La conoces?
– La he visto un par de veces -dijo Martha, sintiéndose aliviada, disfrutando del alivio.
– En fin, te mando de viaje. Nada largo, una semanita como mucho. Pero podrías aprovechar un par de días para descansar.
– ¿Un viaje? ¿Adónde?
Era lo último que deseaba. Sólo se sentía segura haciendo cosas habituales, en lugares conocidos. El mero hecho de haber ido a un restaurante nuevo el día anterior la había inquietado.
– A Sidney.
– ¡A Sidney!
No podía ser peor. Eso era donde… cuando…
Se esforzó por volver al presente.
– ¿Para qué?
– Por el asunto Mackenzie, claro.
– Claro. -Estaba recuperando el control. Mackenzie era una cadena de tiendas de ámbito mundial.
– Han hecho otra gran absorción en sus enclaves de la costa en esa zona, y necesitan asesoramiento.
– ¿No puede encargarse la oficina de Sidney?
– Sí, por supuesto, pero Donald quiere que vaya alguien de Londres. Me lo pidió a mí, y cuando le dije que era imposible, te mencionó a ti. Le diré a Jane que te reserve el vuelo y el hotel.
De camino a su despacho, Martha volvió a sentirse desorientada. Se metió en el servicio y se sentó en la taza, con la cabeza entre las rodillas.
Mantén la calma, Martha. Mantén la calma…
Clio estaba cansada cuando llegó a casa, y no estaba segura de si estaba contenta o no. El almuerzo con Piquito había ido de maravilla. Él le había dicho que la habían echado de menos y que esperaba que se presentara para el puesto vacante de especialista.
– Tengo un buen equipo -dijo-. Gente joven, con ganas de trabajar, muy listos. Te adaptarías de maravilla, Clio. Tenemos un par de proyectos de investigación en marcha, estamos haciendo ensayos con un nuevo fármaco para el Alzheimer y tenemos un psiquiatra nuevo estupendo.
– Suena muy bien -dijo Clio ilusionada-, pero ¿de verdad crees que estaré a la altura?
– ¡Clio! Eres la mejor especialista que hemos tenido en el departamento en años. Te subestimas, querida, y no deberías. No te habría invitado a presentarte si no creyera que estás a la altura, como dices tú. Para mí eres la candidata perfecta. Algo que sí deberías hacer, te lo recomiendo fervientemente, es visitar un par de hospitales de la periferia, para ver qué hacen. Antes de la entrevista con la junta, quiero decir.
Ella le sonrió.
– Pareces muy seguro de que me entrevistarán.
– Claro que te entrevistarán.
Se marchó, prometiendo presentar la solicitud, y fue al despacho de su abogado.
La habían advertido que sería desagradable, y lo fue. Una cosa era ponerse de acuerdo, por triste que fuera, en que el matrimonio se había acabado. Y otra cosa muy diferente era encontrarse en una situación de enfrentamiento, y evaluar el resultado de ese matrimonio. Había aceptado no negarse al divorcio y había esperado cierta generosidad a cambio, pero Jeremy estaba disputándole incluso su derecho a una parte de la casa, afirmando que le había abandonado y que se había casado con él con falsos pretextos.
– No te preocupes -dijo su abogado-. Recibirás lo que te corresponde.
– Te he echado de menos -dijo Gideon-. Mucho.
Estaban en la cama. Gideon había vuelto de Barbados, dejando muy complacida a Fionnuala con tres ponis de polo soberbios.
– Estaba muy contenta -dijo-, y se mostró muy cariñosa. Ha sido muy agradable.
– Ya lo supongo -dijo Jocasta intentando que su voz no sonara mordaz.
Era muy temprano. Estaban en la casa de él en Londres, en Kensington Palace Gardens. Aquella casa había dejado algo atónita a Jocasta, hasta el punto de intimidarla un poco. Sólo podía describirse como mansión, de estilo Palladio construida cinco años antes, con salón de baile, varios salones para recepciones, un piso para el servicio y diez dormitorios. ¿Necesitaba un hombre casi sin familia diez dormitorios?
– Yo también te he echado mucho de menos -dijo ella-. Una barbaridad.
– Me alegro de saberlo. Me habría gustado creer que eras muy desgraciada. Dios mío -apartó la sábana, se incorporó y la miró-, eres lo más hermoso del mundo. No sé qué haces con un viejo como yo.
– Te quiero -dijo Jocasta- como eres. Te lo creas o no. Te quiero y basta. No sé cómo he podido vivir una semana sin ti, por no hablar de treinta y cinco años. Me parece muy raro.
Martha pensaba salir del piso a las cinco y media de la mañana, para poder ir al gimnasio. La esperaban veintiuna horas en un avión y lo necesitaba. Ahora que había vuelto a recuperar el control incluso empezaba a apetecerle el viaje.
Marcharse ahora parecía, de repente y de forma sorprendente, lo que le hacía falta.
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