Una pasada. Helen pensaba a menudo que gritaría si volvía a oír esa palabra.
El viernes por la mañana, mientras estaba echada con desgana en la cama intentando hacer acopio de fuerzas para levantarse e ir a trabajar -¿cuándo era la última vez que no iba a trabajar una mañana? Ni se acordaba-, Martha se despertó al oír una voz joven y simpática que decía: «Sí, claro que me gustaría conocer a mi madre biológica». Y después: «Sí, sí, mucho».
– ¿Cómo crees que te sentirías? -preguntó Jenni Murray como si le importara realmente.
– Pues, no lo sé. Rara, supongo. Puede que furiosa. Pero me interesaría mucho saber cómo es. Qué clase de persona es.
– ¿Y qué le dirías? ¿Lo has pensado?
– Le preguntaría por qué lo hizo. Eso es lo primero que quiero saber.
– Por supuesto. Bien, Kate, Helen, muchas gracias por hablar con nosotros. Espero que recibas noticias de tu madre biológica, si es lo que quieres.
– Sí -dijo Kate con sencillez-. Me gustaría.
Para Martha, eso fue aún más conmovedor y angustioso que ver su fotografía en los periódicos.
Beatrice también oyó La hora de las mujeres aquella mañana por primera vez en muchos años. Y también desde una cama que nunca la había visto pasadas las siete de la mañana, ni siquiera los domingos. Suerte que no tenía que ir al juzgado. Sin embargo, tenía que ir a trabajar, se habían tomado muy mal su llamada para decir que estaba enferma. No estaba exactamente enferma: tenía una jaqueca espantosa, de las que sólo la atacaban cuando la vida estaba a punto de derrotarla de forma clamorosa. No la derrotaba a menudo, pero la noche anterior su niñera se había despedido y, a pesar de que le había asegurado que trabajaría los tres meses acordados, Beatrice se había tomado la noticia muy mal.
Mientras Beatrice se agitaba y daba vueltas sin parar en la cama, sonó su móvil. Vio que era su madre. Decidió contarle sus problemas; su madre fue algo brusca y poco comprensiva.
– Cariño, tienes tres meses. Es suficiente para encontrar a otra. Y ya no son bebés.
– No es sólo eso -dijo Beatrice-. Es que, ahora que Josh no está, no tengo a nadie que me ayude en casa.
– Ya sabes lo que pienso de eso. Le echaste. Fue decisión tuya.
– ¡Mamá! Tenía una aventura.
– Beatrice, ninguno de los líos de Josh merece ser llamado aventura. Todos han sido ligues de una noche. No significaban nada. Te entiendo perfectamente, pero los sentimientos no tenían nada que ver. Josh te adora y tú lo sabes.
– Tiene una forma curiosa de demostrarlo -comentó Beatrice con amargura.
– Beatrice, es un hombre. No pueden resistirse al sexo, si se les ofrece. Es más fuerte que ellos, que cualquiera de ellos. Hay cosas peores que ésa, en mi opinión. Josh es un buen marido, en muchos sentidos. Es fantástico con las niñas, paga las facturas, incluida la niñera, cuando muchos hombres lo considerarían tu responsabilidad. Tiene buen carácter. Y conmigo siempre se ha portado bien -añadió.
– Sí, ya lo sé, pero no creo que eso sea relevante.
Su madre no hizo caso del comentario.
– ¿Quiere volver?
– Creo que sí -dijo Beatrice, pensando en las súplicas incesantes de perdón de Josh, su presunto remordimiento y sus quejas de que se sentía solo.
– Creo que deberías pensártelo -dijo su madre-. En serio. Necesitas un marido. ¿Crees que les va a hacer algún bien a esas niñas crecer sin su padre? Piénsatelo, Beatrice.
Beatrice se pasó una hora pensando en lo que le había dicho su madre. Y decidió que hasta cierto punto tenía razón. Necesitaba un marido. Con desesperación.
De algún modo Martha logró levantarse y ducharse.
Era la una. Su vuelo salía a las siete y media. Llamó a un taxi, y pidió que subiera a recogerle las maletas. No estaba segura de poder siquiera arrastrarlas hasta el ascensor. Cerrar las maletas ya le había costado bastante.
Empezó a sentirse mejor en cuanto el coche empezó a alejarse de la casa. Fue como si estuviera dejando atrás parte de su traumatizado ser.
Cuando subió al avión, se sentía casi humana. Se acomodó en su asiento, sonrió agradecida a la azafata y aceptó un vaso de zumo de naranja.
– Éste es el menú, señorita Hartley.
– No cenaré -dijo Martha-, estoy agotada. ¿A qué hora llegamos a Singapur?
– A las tres, hora local. ¿Va a desembarcar o continúa el viaje?
– Continúo en cuanto llegue -dijo Martha.
Se echó y, como si viera una película, dejó que pensamientos más felices ocuparan su mente. Ed y lo mucho que la quería, su hija y su bonita cara, que con su voz juvenil había dicho que quería conocerla, y por primera vez, por primerísima vez, se preguntó si en lugar de representar una tortura, le gustaría. Se sentía cambiada en cuanto a Kate. Ya no era algo oscuro y temible, que había que negar a toda costa, más bien al contrario, una fuente de felicidad e incluso orgullo. Aunque nunca se conocieran, aunque no se encontraran, aunque nunca pudiera explicarse y Kate nunca pudiera comprender. Aquel día horrible, alguien la había encontrado, la habían cuidado y educado, y habían hecho de ella una persona segura de sí misma y feliz y por eso Martha estaba muy agradecida.
No había nada que ella pudiera hacer por ninguno de los dos, Kate y Ed, y ninguno de los dos podía compartir su vida, pero por un breve instante se situaron en un lugar más cómodo para ella.
Helen miró nerviosa a Nat. Le había invitado a almorzar el domingo. Kate quería marcharse para verle justo después de desayunar y Helen no podía soportarlo. Kate se había puesto muy contenta, la había abrazado y besado.
– ¡Eres un sol, mami!
– A lo mejor no quiere venir -dijo Helen esperanzada, mirando nerviosa a Jim, que había salido al jardín dando un portazo.
– Vendrá -dijo Kate-. Pero no le hables de política o de las noticias, ¿vale, mami? Es un poco tímido.
Y por supuesto Jim se puso a hablar de política mientras trinchaba la carne, dijo que eran todos unos inmorales y que no pensaba votar por ninguno.
– Esa señora Thatcher estaba bien -dijo Nat.
Toda la familia se quedó mirándole como si acabara de anunciar su intención de aprender ballet.
– ¿La señora Thatcher? -exclamó Kate con incredulidad-. Pero si era una mala bestia.
– Ni hablar. Tenía buenas ideas, mi padre dice que se quitó de encima a los sindicatos y todo eso. Dice que había que estar mal de la cabeza para echarla. Ella no habría dejado entrar a toda esa gente.
– ¿Qué gente? -preguntó Juliet.
– Esos extranjeros. Los refugiados esos. Que nos quitan las casas y los hospitales, todo. Y el parque de Alton Towers -añadió como si ése fuera el delito definitivo, metiéndose un buen pedazo de rosbif en la boca.
– ¿Alton Towers? -exclamaron Helen y Kate al unísono.
– Sí. La semana pasada mandaron a un cargamento de ellos gratis. Lo ponía el periódico.
– Dios del cielo -dijo Helen-. No tenía ni idea.
Martha salió del lujo mas bien inglés del Observatory Hotel al sol de Sidney. Todo estaba precioso, era un día soleado y fresco. Sonrió al cielo azul y pidió un taxi al portero.
Iría a las Rocks, de compras, a pasear por Darling Harbour, volvería a cenar temprano y se prepararía para las reuniones del día siguiente. Qué tontería que le hubiera preocupado ir, por los fantasmas. Aquel sitio tan bonito no tenía nada que ver con el otro Sidney, el Sidney donde la preocupación se había vuelto miedo y el miedo, pánico. Este Sidney era elegante y lujoso, ajetreado y hermoso. Dio la espalda al otro, a la habitación lúgubre, al olor a fritanga, al calor insoportable. También era otra Martha la que había vivido allí, una Martha insegura, asustada y sola; la de ese momento, vestida con pantalones de hilo, suéter de seda y tres personas esperándola para cenar, no tenía nada que ver con aquélla, ya no existía. Nadie la conocía; estaba a salvo de ella, se había escapado.
Читать дальше