Penny Vincenzi - Reencuentro

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Una noche de 1987, alguien abandona a una niña recién nacida en el aeropuerto de Heathrow. Un año antes, tres chicas, Martha, Clio y Jocasta, se habían conocido por casualidad en un viaje y habían prometido volver a encontrarse, aunque pasará mucho tiempo antes de que cumplan la promesa. Para entonces, Kate, la niña abandonada, ya será una adolescente. Vive con una familia adoptiva que la quiere, aunque ahora Kate desea conocer a su madre biológica. Es decir, una de aquellas tres jóvenes, ahora mujeres acomodadas. Pero ¿qué la llevó a una situación tan desesperada?
La trama que desgrana este libro se sitúa allí donde confluyen entre estas cuatro vidas. Y es que Kate verá cumplido su deseo aunque, como enseñan algunas fábulas, a veces sea mejor no desear ciertas cosas…

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– Estoy segura de que el periódico anotará los teléfonos y todos los datos.

– Sí, pero necesito saberlo -dijo Kate con desesperación-. Ahora no puedo dejarla escapar. ¿Y qué debo hacer con las agencias? Mamá no sirve para nada y Juliet dijo que te lo preguntara a ti. ¿Crees que podrías ayudarme? Por favor, Jocasta, por favor.

Jocasta estaba tan conmovida que su primer impulso fue ir corriendo a Ealing, a ver a los Tarrant, pero llamó a Gideon y él la aconsejó mejor.

– No hagas eso, Jocasta, es una insensatez. Escucha, tengo al hombre que necesitas.

– Gideon es un ángel. No te lo imaginas -le comentó Jocasta a Clio-. Es muy amable y se preocupa mucho por mí. Qué suerte tengo. Ya verás cuando le conozcas, Clio, te va encantar, te lo prometo. Pero por ahora tendrás que conformarte con un amigo suyo. Va a echar una mano a Kate. Gideon le dirá que me llame. Se llama Fergus Trehearn.

Fergus Trehearn era el equivalente irlandés a Max Clifford, explicó Jocasta a Clio, que estaba desconcertada.

– Sólo que ahora trabaja aquí… ¿Sabes quién es Max Clifford? -añadió, viendo la cara despistada de Clio.

Clio dijo humildemente que no tenía ni idea, y cuando supo qué hacía Max Clifford («Se dedica a manipular a la gente, incluida la prensa»), dijo que no entendía para qué lo querían.

– Fergus es un encanto, por lo que me han dicho -dijo Jocasta-, y Kate le necesita, sin duda. Ella…, quiero decir, ellos no pueden con este asunto. Fergus se encargará de todo, se deshará de esas mujeres, conseguirá a Kate el mejor contrato con una agencia de modelos, gestionará las ofertas de los demás periódicos y revistas que quieren publicar la historia… En fin, le he dicho que Fergus podía venir a casa. No te importa, ¿verdad?

– Claro que no -dijo Clio echándole valor.

Lo último que deseaba era conocer a un hombre con una ostentosa cadena de oro y escuchar anécdotas de cómo manipulaba a la prensa.

Sin embargo, el hombre que se sentó en la desordenada sala de Jocasta y escuchó atentamente mientras ella hablaba no llevaba ninguna cadena de oro. Era un hombre encantador, cortés y muy elegante, vestido con un traje de lino. Tendría cuarenta y pocos años, era alto, delgado y muy atractivo, con los cabellos grisáceos muy cortos y unos ojos marrones muy oscuros. Era franco y divertido y a Clio no le costó mucho que le cayera bien. Jocasta la presentó como su brillante amiga doctora y él se mostró debidamente impresionado, a pesar de las protestas de Clio por los elogios inmerecidos.

Sus modales eran amables y conmovedoramente atentos. Contradecía por completo el despiadado oportunismo que lo movía. Nadie habría pensado que Fergus Trehearn, tan indignado con la perversa maniobra de Carla Giannini, incapaz de creer semejante traición, fuera el mismo que había gestionado una subasta telefónica entre dos grandes periódicos por la historia de una hermosa refugiada de Bosnia que se había hecho acompañante (con la tapadera de camarera de habitaciones en un hotel del West End) y después había posado con un grupo de futbolistas borrachos, o que había negociado un astuto trato con los medios para una joven pareja detenida, y debidamente sancionada, por mantener relaciones sexuales en la cuneta de la M 25.

– Será perfecto para Kate -dijo Jocasta a Clio, feliz, cuando Fergus se marchó-, no podría ser mejor. ¿No es un encanto?

Jocasta llamó a los Tarrant, les explicó lo que hacia Fergus y les suplicó que la recibieran. Helen, agotada y todavía muy angustiada, finalmente aceptó. Tenían que resolver el asunto de una vez y parecía que ese tal Fergus Trehearn sabría qué había que hacer. Quedaron a las seis el lunes.

– Sé que es un poco tarde -dijo él disculpándose-, pero no estoy libre antes. ¿Todavía tienen buitres de la prensa en la puerta?

Helen, que ya creía que no volvería a sonreír, soltó una carcajada.

– Se han ido -dijo-, pero siguen llamando sin parar.

– Yo les libraré de las llamadas -dijo-, si me lo permite. Nos veremos a las seis, señora Tarrant, su marido también, por supuesto. Después de que hablemos y si nos ponemos de acuerdo, conoceré a su bonita hija.

– Él hablará con la prensa -le dijo Helen a Jim-, y con las mujeres. Y de Kate. De todas esas ofertas que está recibiendo.

– ¿Y cuánto nos costará? -preguntó Jim.

– Se lo preguntaré a Jocasta -dijo Helen, no muy segura. No se le había ocurrido.

– Ah, claro, qué buena idea -le comentó Jim, en tono sarcástico-. Seguro que tiene comisión. Puedes recibirle si quieres, Helen, pero yo no. Y no esperes que le pague ni un penique.

Helen suspiró y salió de la habitación para llamar a Jocasta.

Jocasta la tranquilizó respecto al asunto del dinero.

– No querrá cobrarle, a menos que Kate empiece a ganar dinero como modelo -dijo-, entonces probablemente querrá ser su agente y quedarse un porcentaje. Trabajan con el acuerdo de cobrar sólo si ganan, como hacen casi todos los abogados ahora.

Helen no debía saber que Gideon Keeble había aceptado pagar la factura de Fergus hasta que las cosas se calmaran para Kate.

– Y si no se calman, también -dijo Gideon a Jocasta-. Es un precio insignificante por verte tan feliz.

– Gideon, no sé cómo agradecértelo -dijo Jocasta.

– Yo te lo diré-dijo-, cuando vuelva de Barbados.

– Oye -dijo Martha-. Lo siento. Ya te lo he dicho al menos tres veces. No puedo ir a Venecia. Ahora no. No sé por qué no puedes aceptarlo.

Le había llevado todo el día armarse de valor para hacer esa llamada. Y cada palabra que decía le dolía más que la anterior.

Supongamos que leía algo en la prensa, que hacía algún comentario, que decía que no podía creer que alguien hubiera hecho algo así. O que la madre debía de ser una persona horrible.

No, estaba claro. De nuevo tenía la necesidad de asumir el control. Y para tener el control, había que ser independiente, y no tener que dar explicaciones a nadie. Ed la amaba. Y ella le amaba. Y el amor era muy poderoso cuando se trataba de secretos. Secretos enormes y peligrosos. Los veía, los desenterraba.

Volvió a respirar hondo.

– Ahora no puedo ir a Venecia. Compréndelo, por favor. Lo siento.

– Sí, claro, lo sientes tanto que no pudiste llamarme en todo el fin de semana, no pudiste devolverme las llamadas. ¿Por qué, Martha? ¿Puedes contestarme a eso?

– No encontré el momento…

– Ah, claro. En todo el fin de semana. No tuviste ni cinco minutos para coger el teléfono y decir: Ed, lo siento, ahora no puedo hablar, ya te llamaré. ¿No es así?

– Sí -dijo, y su voz era tan fría, tan serena, que la asombró-, así fue.

– Oh, a la mierda -dijo él de repente-. Ya estoy harto. ¿No te das cuenta de que estaba preocupadísimo? ¿No te das cuenta?

Su voz se quebraba por el dolor.

– Sí, claro que me doy cuenta, Ed, pero ya te lo he dicho. No…

– Estás hecha de piedra-dijo-, ¿lo sabías?

Ella calló un momento, y después dijo:

– Ed, no me gusta que me insulten. Si no puedes aguantar mi ritmo de vida y mi manera de ser, creo que sería mejor que acabáramos con todo esto.

– ¿Con todo esto?

– Nuestra relación, por supuesto.

– ¡Relación! -dijo-. ¿Llamas relación a lo que tenemos? Yo lo llamaría un montón de mierda, Martha, total y absoluta. Tú me dices qué debo hacer, decir y pensar, dónde debo estar y cuándo, y yo corro detrás de ti, lamiéndote el culo. Bien, ya encontrarás a otro que te lama, porque de repente todo esto me parece muy aburrido. ¿De acuerdo?

Y colgó el teléfono de golpe.

Martha se quedó sentada un rato, completamente inmóvil, mirando el teléfono, deseando más que nada en el mundo volver a cogerlo, luchando contra el instinto de decir que lo sentía, que no sabía lo que decía, que le quería y quería verle.

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