Penny Vincenzi - Reencuentro

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Una noche de 1987, alguien abandona a una niña recién nacida en el aeropuerto de Heathrow. Un año antes, tres chicas, Martha, Clio y Jocasta, se habían conocido por casualidad en un viaje y habían prometido volver a encontrarse, aunque pasará mucho tiempo antes de que cumplan la promesa. Para entonces, Kate, la niña abandonada, ya será una adolescente. Vive con una familia adoptiva que la quiere, aunque ahora Kate desea conocer a su madre biológica. Es decir, una de aquellas tres jóvenes, ahora mujeres acomodadas. Pero ¿qué la llevó a una situación tan desesperada?
La trama que desgrana este libro se sitúa allí donde confluyen entre estas cuatro vidas. Y es que Kate verá cumplido su deseo aunque, como enseñan algunas fábulas, a veces sea mejor no desear ciertas cosas…

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Eran los gritos lo que nunca olvidaría, aquellos gritos terroríficos y descarnados, que no cesaron, como oleadas rítmicas, en toda la noche y parte del día siguiente. Ahora, cada vez que oía gritar, evocaba aquel momento, aquella habitación, el calor sofocante y el ruido de los ventiladores…

Jocasta y varios más habían llegado a la isla de Koh Pha Ngan y habían encontrado una cabaña bastante decente en Hat Rin Sunrise, la playa donde iba a celebrarse una fiesta rave. Fueron pasando los días y llegaron barcos llenos de gente al puerto, y la gente alquilaba cobertizos e incluso hamacas colgadas en un patio para dormir. Se esperaba que la noche de luna llena de la fiesta llegaran a la bahía flotas de barcos, que anclarían para pasar la noche. La playa estaba abarrotada de gente durmiendo.

La fiesta rave fue una experiencia increíble: Jocasta participó en todo momento, hasta la madrugada, cuando otro DJ se puso al mando, memorizándolo todo, mientras la multitud bailaba en la arena y en el agua, brillando con pinturas corporales luminosas, y en toda la playa, los chicos tailandeses, algunos de siete u ocho años, hacían malabarismos con anillos de fuego, y si ya habías bebido bastante podías rodar a través de ellos. Jocasta decidió que ella todavía no lo había hecho.

En la oscuridad de la noche conoció a centenares de personas a las que volvió a olvidar enseguida. Todos fumaban hierba y bebían, pero lo que colocaba, para Jocasta, era la sensación de formar parte de una gran tribu por el mero hecho de estar allí. Estaba completamente enamorada de cada una de esas personas.

La fiesta duró toda la noche y la mitad del día siguiente. Por la noche, los barcos extra habían partido de la bahía. Jocasta estaba cansada y un poco indispuesta. Ella y una chica llamada Jan, que se había hecho amiga suya en un viaje en un barco reggae, decidieron acostarse temprano. Se despertó por la noche porque oyó a Jan levantarse a buscar agua.

– Me duele mucho la cabeza -dijo-, y no es resaca. Es mucho peor. Y tengo fiebre. Estoy fría y sudorosa.

Al amanecer Jan se quejaba de dolor de piernas y brazos y no paraba de temblar. Jocasta le dijo que se quedara en la cama y se ofreció a refrescarla con una esponja. Mientras hacía compañía a Jan y le ofrecía agua, un poco preocupada viéndola tan mal, Jocasta se dio cuenta de que empezaba a tener los mismos síntomas que ella, pero cuatro horas después. Las extremidades doloridas, los escalofríos, la fiebre.

Era espantoso, verla y pensar en lo que le esperaba. Jan cada vez tenía más fiebre, un dolor terrible en las articulaciones, vómitos, alucinaciones; antes de empezar a alucinar ella también, Jocasta salió al camino al lado de las cabañas y pidió ayuda a gritos.

– Por favor, que alguien nos ayude -dijo-. Nos estamos muriendo.

El chico que las oyó creyó que era un mal viaje y fue a buscar a su amigo. Ellas le convencieron de que no estaban colocadas.

– Esperad. Vamos a buscar ayuda.

Volvieron con un joven tailandés, que las miró, suspiró y meneó la cabeza con tristeza.

– Fiebre del dengue -dijo-. Tienen que ir a un hospital. Las ayudaré.

Fue a buscar a su padre y un camión. Juntos levantaron a Jan, que estaba casi inconsciente, y la tumbaron detrás. Jocasta consiguió subir a su lado.

El ruido y el calor atacaron a Jocasta como un puñetazo. Gimió de dolor y apartó la cabeza de la luz. Cuando el camión se puso en marcha, el ruido le taladró la cabeza.

Y así comenzó un viaje de pesadilla por la isla, subiendo colinas, bajándolas, con curvas y giros violentos, que las sacudían con un dolor de huesos agónico. El sol les daba de lleno y las abrasaba, el camino era polvoriento, el ruido horrible. Si había infierno, Jocasta pensó que sería así. El dolor de las extremidades era indescriptible y no podía parar de vomitar.

Anochecía cuando llegaron al hospital y las enfermeras las ayudaron a entrar. Ya no podían caminar. Las colocaron en camillas en el ala de pacientes externos. Era un hospital sorprendentemente moderno, tranquilizador, limpio, ordenado. Las pusieron en una habitación con seis camas. Hacía calor, a pesar del ventilador en marcha.

En un rincón, detrás de un biombo, una mujer agonizaba, rodeada de parientes llorosos. Y en la cama junto a la de Jocasta, una chica estaba teniendo un bebé.

La chica pasó la noche gritando, se arrancaba los cabellos, la piel, tiraba de la sábana que su madre había atado a la cabecera de la cama para que se sujetara. Y rezaba para morirse.

Jocasta siguió toda su agonía: las subidas y bajadas de sus contracciones, el aumento de la frecuencia, el aumento de la potencia. La madre la refrescaba con una esponja, la tranquilizaba, intentaba hacerle beber algo. Al amanecer, se puso peor, y ya no dejó de gritar, morder y patear como un caballo aterrado, cada vez que la enfermera o el médico intentaban examinarla.

La madre hablaba poco inglés. Jocasta, que se sentía un poco mejor, se sintió obligada a echar una mano y preguntar si podía ayudar.

– No, bebé no viene todavía -dijo con una sonrisa dulce y paciente.

Al final, volvió la enfermera con un médico y, junto con la madre, consiguieron poner el cuerpo alterado de la pobre chica en una camilla.

Mientras la sacaban de la habitación, la chica miró a Jocasta. Parecía una anciana, con el pelo empapado de sudor, la cara retorcida y los enormes ojos oscuros; Jocasta vio en ellos agonía y un terror absoluto. De algún modo sintió que estaba absorbiendo ambas cosas.

El médico habló rápidamente a la madre. Ella asintió y le siguió.

– ¿Qué? -preguntó Jocasta-. ¿Qué pasa?

– Bebé nalgas -dijo-. Bebé no baja.

Jocasta llamó a la enfermera.

– ¿Pueden ayudarla?

– La ayudaremos -dijo ella-. Con fórceps.

Jocasta volvió la cabeza y escondió la cara en la almohada, pero siguió oyéndola, durante más de una hora, aquellos gritos animales, brutales y terroríficos, y de repente se hizo un silencio aterrador.

Entonces apareció la madre llorando, para recoger sus cosas. Miró a Jocasta y se esforzó por sonreír.

– Bebé muerto -dijo.

– Oh, no -exclamó Jocasta.

Le parecía espantoso pensar que, después de tanto sufrimiento, la causa hubiera muerto. Se echó a llorar, y en su estado de debilidad se sintió aún más deprimida.

– Lo siento. ¿Cómo está su hija?

– Tenemos esperanza -dijo la mujer, y dejó escapar una risita tailandesa, muy forzada.

Después volvió.

– Ella muerta también -dijo casi con animación-. Perdido demasiado sangre.

Jocasta no había podido olvidar nunca esas palabras.

Capítulo 25

Sólo debía mantener la calma. Si mantenía la calma, no pasaría nada. Nadie podría pensar que tenía la más mínima relación con esa historia sensacionalista aparecida en la prensa. No había ninguna relación. Ninguna en absoluto.

La única persona que podía pensar que algo la preocupaba era Ed, porque había llegado a estar muy cercano a ella. Pero tendría que alejarse. Tendría que alejarse de su vida. Así ella estaría a salvo. Siempre que mantuviera la calma. Una absoluta calma.

Y ni siquiera miraría los periódicos los próximos días. Sobre todo las fotos de esa chica.

Kate había llamado a Jocasta y parecía muy angustiada.

Le dijo que sentía haber sido tan grosera con ella y que estaba segura de que no había tenido nada que ver con el artículo.

– Estaba muy enfadada. Fue un golpe muy fuerte.

– Por supuesto. Me sentí muy mal por ti. Pero las fotos eran preciosas -añadió con cierta inseguridad.

– Sí, bueno. Lástima del artículo. Aunque no es para tanto, supongo. Por ahora no tengo que volver a la escuela, porque tengo permiso para estudiar en casa, de modo que puedo evitar a las chicas más metomentodo. Pero necesito que me ayudes, Jocasta. No paran de llamar mujeres diciendo que son mi madre, ya han llamado una docena, y tengo mucho miedo de que una sea ella de verdad, y que después de tanto rollo, no me entere. No sé qué hacer.

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