Ed Forrest, que le había dejado cuatro mensajes en el teléfono fijo, varios más en el móvil y un par de mensajes de texto, pidiéndole que le llamara para hablar, entre otras cosas, de un viaje a Venecia que había organizado, se sintió primero dolido, después molesto y finalmente muy preocupado, en vista de que ella no le contestaba.
Y Kate, cuyo día dorado y deslumbrante se había convertido en oscuro y feo, estaba en su dormitorio, con la puerta cerrada, llorando con desconsuelo en silencio, sintiéndose más desgraciada y avergonzada de lo que habría creído posible.
Clio decidió que debía llamar a Jilly Bradford. Le salió un contestador, dejó un mensaje diciendo que lo sentía mucho y después hizo pasar al siguiente paciente. Qué desastre. Pobrecilla Kate. Pobre criatura.
Una vez en casa, decidió llamar a Jocasta. Le salió el contestador. Clio dejó su número, le pidió que la llamara, y estaba pensando si cocinaría algo o se haría un bocadillo cuando llamó Jocasta.
– Hola, Clio. Soy Jocasta. ¿Cómo estás?
– Bien. Acabo de ver el artículo sobre Kate y…
– No tuve nada que ver, Clio. Te lo juro. Bueno, sólo de una forma muy indirecta. Además he dejado el Sketch.
– ¿Lo has dejado? ¿Por qué?
– Es una historia muy larga. Mira, ahora estoy en Irlanda, a punto de volver a Londres. Intentaré ir a ver a Kate, porque me siento responsable, en cierto modo.
– Jocasta, estás hablando en clave.
– Lo sé y lo siento. ¿Quieres que quedemos esta noche? Podría ir a tu casa, si quieres. Estaría bien poder hablar de esto con alguien que conoce a Kate. ¿Te importa?
– Claro que no. No seas tonta. Pásate.
– ¿Es la señora Tarrant?
– ¿Sí?
Era una voz amable, con un ligero acento del norte.
– Señora Tarrant, usted no me conoce, pero creo que podría ser la madre de Kate. Dejé a una niña en el aeropuerto hace diecisiete años…
Helen creyó que iba a vomitar.
– Dieciséis años -dijo secamente.
– ¿Qué? Oh, perdone. Creí que ponía diecisiete.
Helen colgó el teléfono y se echó a llorar. Sintiendo que estaba a punto de ahogarse, llamó a Carla Giannini.
Carla había llamado a primera hora, encantada y segura de sí misma. ¿No eran preciosas las fotos? ¿No estaba Kate magnífica? Seguro que estaban muy orgullosos de ella. Helen se había quedado tan asombrada que había murmurado algo totalmente idiota.
– ¿Le gustaría a Kate hablar conmigo?
– No -dijo Helen-, no, estoy segura de que no.
– Bueno, quizá más tarde. Dígale que ya he recibido varias ofertas.
– ¿Qué clase de ofertas?
– De agencias de modelos. Aunque ustedes tienen la última palabra.
– Me alegro de saber que la tenemos en algo -dijo Helen gélida. Empezaba a recuperar la seguridad.
Carla no hizo caso del comentario.
– Una cosa, señora Tarrant. Es posible que reciba llamadas. De mujeres que afirmarán ser la madre de Kate. Nosotros ya hemos recibido un par. Le recomiendo que nos deje gestionar esas llamadas, que nos las derive. Es…
– No quiero que gestione nada para nosotros -dijo Helen, y ella misma sintió el odio en su tono de voz-. Ya ha hecho bastante daño; por favor, déjenos en paz.
Y colgó el teléfono con sumo cuidado.
Muy a su pesar, tras dos llamadas de mujeres, se dio cuenta de que no podrían afrontarlo solos.
Carla fue rápida y directa.
– Derívenoslas todas.
– Supongamos que alguna de ellas es la de verdad. -Las palabras le dolieron al pronunciarlas-. ¿Cómo lo sabrían?
– Le pediríamos alguna prueba.
– ¿Qué clase de prueba? -le preguntó Helen, desesperada.
– Veamos, ¿hay algo que ustedes sepan, sobre la forma en que Kate fue abandonada, que no saliera en el periódico? Como la hora o lo que llevaba encima.
– Me temo que no -dijo Helen con amargura-. Todos los malditos detalles se han publicado.
– Piénselo, y si se le ocurre algo, llámeme.
Por el momento a Helen no se le había ocurrido nada.
Salió y entró en el comedor sin llamar. Miró a Jilly con frialdad y disgusto.
– Creo que te acompañaré a casa. Jim y yo preferiríamos estar a solas con las chicas.
– Por supuesto -dijo Jilly humildemente-. No hace falta que me acompañes. Llamaré a un taxi. ¿Ha telefoneado alguien preguntando por mí?
– He dejado de contestar al teléfono, porque había demasiadas llamadas. Jim ha salido a comprar un contestador.
– Dios mío, qué horror. ¿De quién eran?
– Más periodistas. Otros periódicos. Si queremos añadir algún comentario, si pueden entrevistar a Kate, esas cosas.
No le dijo nada de las mujeres, de las supuestas madres. No era capaz.
– Helen, tengo que decirte otra vez que lo siento mucho. Pero yo no le dije nada a esa mujer, ella ya tenía la información.
– Mamá, por enésima vez, si no le hubieras permitido a Kate hacerse esas asquerosas fotos, nada de esto hubiera pasado.
Media hora más tarde, cuando Jilly ya se había ido, llamaron a la puerta. Helen fue a abrir. Era Nat Tucker. El Sax Bomb estaba frente a la verja, con el motor en marcha y la música a todo volumen.
– Oh -dijo Helen-. Hola, Nat.
– Buenos días -dijo él-. ¿Está Kate en casa?
– Sí, sí está -dijo Helen-, pero no se encuentra muy bien.
– Ah, bueno, pues dígale que he venido. Y que he visto sus fotos en el periódico.
– Bien. Sí, claro.
– Son preciosas -dijo el chico-. Está guapísima. Ya nos veremos.
Y se fue, sacando un paquete de tabaco del bolsillo de unos pantalones exageradamente largos. Helen y Juliet, que había oído su voz, se quedaron mirándole.
– Qué encanto -dijo Juliet-, qué encanto, de verdad. Se lo diré a Kate. Es la única persona en todo el mundo, creo, que puede hacer que Kate se sienta mejor ahora mismo.
– No digas tonterías -dijo Helen.
– ¡Es verdad! Lo ha hecho sólo para que él se fije en ella. Le encantará saber que ha venido. ¿No entiendes que la mitad de lo que la hace sentir tan desgraciada es pensar que todos sabrán lo que le ocurrió, que su madre la dejó tirada, como dice ella, y que para ella es como una humillación pública? Si a Nat Tucker le importa un rábano, se sentirá mucho mejor.
– Juliet, Nat Tucker no es la clase de chico con el que quiero que Kate se relacione -dijo Helen.
– Eres igual que la abuela -dijo Juliet en un tono de profundo desprecio-. O peor. Al menos, a ella le parece guapo. De todos modos, voy a decírselo a Kate, te guste o no.
Kate se preguntaba si algún día podría volver a salir de su habitación: enfrentarse a un mundo que sabía lo que le había sucedido, que en ese momento debía despreciarla o sentir lástima por ella o incluso reírse de ella, cuando Juliet llamó a la puerta con la noticia de que Nat había pasado para verla, y había dicho que estaba guapísima. Era como…, bueno, no sabía cómo era. Como si le dieran un regalo. No, mejor aún. Como si la fresa del dentista se detuviera. Abrió la puerta y dejó entrar a Juliet, y se sentó en la cama, mirándola como si fuera la primera vez que la veía.
– ¿De verdad? ¿Ha venido?
– Sí, claro. Es tan encantador, Kate. En serio. Está claro que le gustas un montón. ¿Por qué no le llamas?
– Sí. Sí, a lo mejor. Más tarde. Cuando me encuentre mejor. No puedo creerlo. De verdad, es increíble.
– Pues ha venido. -Juliet la miró fijamente-. Pero no le digas que venga ahora. Estás espantosa, con los ojos medio cerrados. Y tienes la cara hinchada y roja.
– Sí, vale, vale -dijo Kate irritable-. Caramba, Jools, no me lo creo. Ha venido a casa. Aquí. Es una pasada. Dime otra vez qué ha dicho exactamente. Exactamente…
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