– Me alegro mucho de saberlo. Yo también te quiero, horrores.
– No se puede querer horrores, Gideon.
– Yo sí. Como cuando quieres algo horrores.
– Ah, bueno. Pues yo también te quiero horrores. Y te deseo horrores.
– Es agradable oírlo.
¿Cómo habían llegado a aquello? ¿Tan rápido y con una facilidad tan asombrosa? Como en una película, habían avanzado en su historia en una serie de secuencias breves, alternadas, sin diálogo, sólo con una música maravillosamente emotiva. El paseo hasta el lago, los dos juntos, caminando, separados al principio y después cada vez más juntos, hasta que el brazo de él le rodeó los hombros, y el de ella la cintura. El beso, tierno, no apasionado, junto al lago. La cena, servida por la señora Mitchell en el enorme comedor. Él le había cogido la mano y la había guiado arriba, sólo para desearle buenas noches en el rellano del segundo piso, muy correcto. Ella había permanecido despierta con los ojos abiertos en la oscuridad (y lo imaginó a él también despierto en su cama) y había salido al pasillo buscándole, abriendo puertas, guiada por la luz de la luna que entraba por la claraboya enorme de lo alto de la escalera. Y después había oído a alguien detrás de ella en el rellano y se había vuelto, asustada, y le había visto sonriéndole. Y por supuesto la escena de sexo, apasionada (aquí la música subió a un crescendo), y finalmente, antes de que la película recuperara el tempo correcto y el sonido y todas esas cosas, los dos echados en la cama, juntos, sonriéndose, con el sol entrando por la ventana.
Era todo algo exagerado, un escenario magnífico, un héroe deslumbrante, accesorios maravillosos: caballos, criados, coches increíbles, incluso le había dejado conducir el Bugatti, pero era maravilloso de todos modos.
– No dejo de pensar que me despertaré -dijo Jocasta a Gideon-, y descubriré que ha sido un sueño.
– No estás soñando -replicó él-, esto es la vida. Aunque debería haber intentado seducirte mucho antes.
– Ya lo intentaste. Creo -dijo Jocasta-. Pero de una forma terriblemente caballerosa, siempre incluyendo a Nick en tus invitaciones. ¡Qué locura! No me extraña que progresáramos tan despacio.
– Bueno, soy un hombre paciente. Te vi bailando de aquella forma tan tonta en la conferencia, Jocasta, y te deseé. Y supe que tarde o temprano tenía que tenerte. Era así de sencillo. He estado esperando mi oportunidad. Mi único temor era que Nicholas hiciera de ti una mujer decente mientras tanto.
– No pensaba hacerlo -dijo Jocasta- y hasta ayer, me importaba. Ahora ya no me importa. Lo más mínimo.
Y era cierto.
Estaba enamorada de él. Del todo. Estaba enamorada de él con locura. No había ninguna duda. Era inmensamente feliz. Todo el tiempo. No podía creerlo. Y él estaba enamorado de ella. No dejaba de decírselo.
Era absurdamente romántico. Se despertaba por la mañana y él no estaba, y luego entraba, sonriendo, con un gran ramo de flores que acababa de recoger. Fletó una avioneta para un día y la paseó sobre las montañas de Mourne, sólo porque ella dijo que siempre había querido verlas. Cabalgaron a la luz de la luna, bebieron champán en una barca en el lago, y él bautizó a uno de sus potros purasangre con su nombre.
– Hasta que llegaste tú, ella fue la hembra más hermosa que había venido a esta casa en todo el año.
Jocasta sentía que había dejado su pasado completamente atrás, sólo tenía la ropa que llevaba en la mochila y su móvil: nada más. Era como si la hubiesen detenido y le hubiesen dicho que su vida empezaba de nuevo. Era demasiado bonito para ser verdad, justo lo que su alma romántica deseaba. Ellos dos solos, unos días, apartados del mundo, celebrando su placer. Mirando atrás, vio que era su luna de miel.
Y también estaba el sexo. El sexo era… era fantástico. Era fantástico. Por supuesto. Y ella lo disfrutaba.
– Bien, creo que es suficiente. -Carla sonrió a Kate.
Habían pasado una mañana estupenda, peinando Top Shop, y después, para que no pareciera que habían pagado la publicidad, habían ido a Oasis y a River Island también. Kate había elegido casi todo sola. Carla pensaba que el ojo para la ropa se veía no tanto en los trajes como en los accesorios. Cinturones, pañuelos, medias, gafas de sol: la elección había sido infalible.
– Yo también -dijo Kate-. Estoy emocionadísima. ¿A qué hora quieres que vengamos?
– Lo más temprano posible. He pedido un taxi y he reservado a un peluquero de Nicky Clarke para que te peine, y una chica muy simpática te maquillará, pero no mucho. Te acompañaré al metro. No quiero que tu abuela se preocupe. Es una mujer estupenda, Kate. Tienes suerte.
– Lo sé -dijo Kate-. Parece más joven que mi madre.
– Te pareces un poco a ella. En el color de piel.
– Pura coincidencia -dijo Kate.
– ¿Por qué?
– Soy adoptada -dijo Kate-. Oye, tengo que irme. Gracias, Carla. Ha sido estupendo. ¡Adiós!
Carla la miró marcharse pensativa mientras desaparecía escalera abajo, un torbellino de cabellos rubios y piernas largas. ¿Adoptada? Era interesante. Otra dimensión para el artículo, tal vez. Averiguaría más cosas al día siguiente.
«La chica con determinación inquebrantable», se subtitulaba el artículo. Y a continuación describía el empuje de la vida de Martha: «Ningún novio en serio en el instituto para no distraerse de los estudios, trabajaba doce horas al día, e incluso ahora, sólo tiene una semana de vacaciones seguidas…».
Jack Kirkland lo había organizado: la editora era una amiga, había dicho que había visto el artículo del Sketch y que buscaba a una mujer dedicada a la política para entrevistarla. Martha había dicho que por qué no Janet y él había dicho que a Janet ya la habían entrevistado mucho, querían a alguien nuevo, y joven.
– No se lo digas a Janet -dijo Martha.
– ¿Por qué? Además ya se lo he dicho.
– ¡Jack! Piensa cómo se habrá sentido.
– Demasiado tarde -dijo él-, pero creo que no le ha importado. Ha dicho, más o menos, que estaba harta de dar entrevistas.
Esa vez no había tenido tanto miedo. Se había sentido al mando todo el rato. Y quedó bien. Estaba aprendiendo, y deprisa.
Pensaba que nunca había sido tan feliz. Había asumido todos esos riesgos vitales, había salido de su zona de confort bien delimitada, había respirado el aire embriagador y había seguido sintiéndose segura. Debería haber confiado en sí misma antes, pensó. Se había perdido mucho. Incluso había hecho algo que la había asombrado, que era hacer una prueba para Question Time. Pronto iría de vacaciones con Ed, como él le pedía desde hacía tiempo.
– ¿Qué tiene de malo? -decía-. Lo pasaremos bien. ¿Te suena, Martha? Es lo que hace la gente. Deberías investigarlo. Sólo una semana. Te prometo no pedir más. Venga, vive peligrosamente.
Por el momento había dicho que no, pero aquella mañana, a caballo de la vida y el éxito, empezaba a imaginárselo, quizá más que imaginarse…
– Bueno, ya estamos -dijo Marc Jones-. Has estado muy bien, Kate.
– Es verdad -convino Carla-. Fantástica. Esas últimas fotos, cuando te has puesto a bailar, vaya, quiero ponerlas en primera página.
– ¡Por mí encantada! -exclamó Kate. Estaba encendida, volando, triunfal.
– No creo que nos dejen, pero seguro que sacaremos una a doble página, si fuera por mí en el centro del periódico. ¿Estás orgullosa de ella, Jilly?
– Estoy muy orgullosa -dijo Jilly-. Creo que lo ha hecho de maravilla. Parecía que llevara años haciéndolo.
Se sentía muy feliz, muy justificada por la decisión que había tomado. Había visto que a Kate le ocurría algo aquella mañana, y la propia Kate también se había dado cuenta. Se había deshecho de algunas de sus inseguridades, sus dudas sobre sí misma, y se había convertido en alguien nuevo. De una forma divertida, Kate se había encontrado a sí misma. Su propio yo. Había sido encantador presenciarlo.
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