– Ha sido horrible -dijo Jocasta a Clio más tarde, tomando una copa de vino. Había llegado a la puerta de Clio pálida y muy angustiada-. Ninguno de ellos me ha creído. Kate no ha querido verme. Sólo ha dicho que creía que podía confiar en mí. Que creía que éramos amigas. Gritándome a través de la puerta. Oh, Dios mío, Clio, que desastre es terrible. ¿Qué he hecho?
– Nada, creo yo -dijo Clio.
– Bueno, sí hice algo -dijo Jocasta, encendiendo un cigarrillo-. Busqué a Kate en el archivo. Estaba…, en fin, estaba intrigada. Su abuela me dijo que la habían abandonado, y Kate me había dicho cuándo era su cumpleaños. Lo imprimí. Salió en todos los periódicos en aquella época. Lo del bebé que encontraron.
– ¿Y entonces qué?
– Entonces un día la misma Kate me lo contó todo. Es evidente que tiene dificultades para asumirlo, pero creía que si yo lo escribía su madre podría verlo y encontrarla. Yo no pensaba hacer nada sin permiso de sus padres, pero dejé las páginas impresas en un cajón de mi mesa. Entonces no pensaba marcharme. No pensaba que esa foca de Carla iba a hurgar en mi escritorio. Esto me pone enferma, Clio. ¿Qué voy a hacer?
– No lo sé -dijo Clio-, pero estoy segura de que Kate se calmará. He hablado con su abuela. Estaba muy deprimida… Resulta que fue ella la que dio permiso para la sesión de fotos, mientras los padres estaban fuera. Por lo visto, esa tal Carla la llamó para confirmar la historia. En fin, dijo que todo había sido culpa suya. Dijo que Kate estaba enfadada con ella, que le había dicho que la odiaba. Me parece que no toda la culpa es tuya -añadió, llenando la copa de Jocasta.
Sonó el móvil de Jocasta.
– Diga -dijo-. Ah, hola, Gideon. Cuánto me alegro de oír tu voz. No, no va bien, no. Es horrible. Oye, te llamaré más tarde. Estoy con una amiga. Una vieja amiga. -Sonrió a Clio-. Sí, te caería bien. Muy bien. Es muy muy normal. Fuimos de viaje juntas. Con aquella bruja de Martha de quien te hablé. ¿Qué? ¡Oh, Gideon! Ya lo sé, pero… Está bien, quizá me quede en Londres hasta que vuelvas. No creo que pueda aguantar a la señora Mitchell yo sola. Sí, te lo prometo. Yo también te quiero.
– ¿Quién era ése? -preguntó Clio.
– Gideon Keeble. Es irlandés y muy famoso. Tiene docenas de centros comerciales en todo el mundo y quién sabe cuántas cosas más. Por supuesto varias casas. Ha tenido muchas mujeres y tiene una hija adolescente que es una pesadilla, a la que se va a visitar a Barbados, por eso me ha llamado, porque va a comprarle unos ponies para jugar al polo.
– ¿Unos? -exclamó Clio, incrédula.
– Sí. Por lo visto, uno no es suficiente. En fin, es mayor que yo, adicto al trabajo, y no me conviene en absoluto. Pero estoy enamorada de él completamente, como una tonta. He dejado a Nick, he dejado mi trabajo, he dejado toda mi vida. Sólo por estar con Gideon.
– Vaya -dijo Clio-, tiene que ser muy especial.
– Lo es. No sé cómo pude pensar que era feliz antes de ahora. Me siento…, ay, no lo sé. Como si mi vida de verdad acabara de empezar. Es muy raro.
Sasha Berkeley era la ayudante del director del News on Sunday, el hermano del Daily News. Era bonita, descarada y una fiera, y estaba empujando al News hacia el siglo XXI.
– Los políticos son lo que se lleva ahora -dijo a su director-. Sería mucho más interesante que Tony Blair engañara a su mujer que David Beckham, para que me entiendas. Piénsatelo.
En consecuencia, a Sasha le intrigó mucho cuando Euan Gregory, el cronista político del News, llamó con un tema que podía interesarle. Se había visto a Eliot Griers, uno de los fundadores del nuevo Partido Progresista de Centro, que libraba una cruzada moral en todos los frentes, entrando en la cripta de la Cámara de los Comunes hacía un par de noches, acompañado de una chica muy atractiva, y habían tardado bastante en salir.
– Por lo visto, la temperatura subió de una manera muy agradable.
– ¿Quieres decir que se estaban sobando?
– Qué bruta eres, Sasha. Habría preferido algo como «abrazando».
– Pero no echando un polvo.
– ¡Por supuesto que no!
– Vaya por Dios -exclamó Sasha-, gracias, Euan. ¿Estás seguro de que era Eliot Griers?
– Parece ser que sí. Una fuente impecable.
Eliot estaba zampándose un sándwich gigante en la habitación, regado con una cerveza bien fría, y trabajando en el discurso del día siguiente, cuando sonó el teléfono. Suspiró. Seguro que era Caroline.
No era Caroline. Era Sasha Berkeley. Quería saber si deseaba hacer algún comentario sobre la historia de que se le había visto con una mujer entrando en la capilla subterránea de la Cámara de los Comunes el martes anterior por la noche. Y que se les había observado además…
– Según me han dicho, en contacto bastante directo.
El sándwich se quedó a medio acabar.
Clio se despertó al oír sollozos en la sala, donde Jocasta estaba durmiendo en el futón. Fue a verla.
– ¡Jocasta! ¿Qué te pasa? ¿Es por Kate? Porque…
– No -dijo Jocasta, secándose los ojos-. He tenido una pesadilla y entonces…
– ¿Tienes pesadillas a menudo?
– Sí, muy a menudo.
– ¿De qué? ¿Sobre qué? Venga, Jocasta, parece grave. Confía en mí, soy médico -añadió sonriendo. Jocasta le sonrió a su pesar-. Además no hay nada por qué avergonzarse de tener pesadillas.
– Está bien, te lo contaré. Es penoso, la verdad. Nick es la única persona que lo sabe. Se portaba muy bien conmigo -añadió, con cierta renuencia.
– ¿Con qué sueñas? -preguntó Clio.
– Con… -respiró hondo-… de partos.
– ¡Partos! -Clio la miró sorprendida-. ¿Por qué partos, Jocasta, por Dios?
– Supongo que es por todo lo de Kate -dijo Jocasta-. Me lo ha hecho revivir.
Nick estaba hojeando los periódicos del domingo, sin dejar de pensar en Jocasta y en cuánto la echaba de menos. Abrió el News on Sunday, y pasó páginas buscando la sección de política, y entonces lo vio.
– Oh, no -exclamó en voz alta-. Será idiota. Esto no hará ningún bien a su causa.
Sacó el móvil y buscó el número de teléfono de Eliot. Le llamó y, como era de esperar, salió el contestador.
Caroline Griers estaba exprimiendo naranjas para el desayuno cuando la llamó Eliot.
– Hola, Eliot. ¿Qué tal?
– Bien, bien. ¿Y tú?
– Todo bien. ¿Vas a venir temprano esta noche? Me dijiste que podrías.
– La verdad, Caroline, es que llegaré mucho antes. Seguramente a la hora del almuerzo.
– Oh, qué bien. Pondré más patatas para ti.
– Estupendo. Hasta luego.
– Sí. Adiós, Eliot.
Eliot apagó el teléfono sudando ligeramente. Bien, por el momento no lo había visto. Pero sin duda alguien la llamaría… Dios mío, qué idiota era. Era un idiota sin remedio. Justo en ese momento, cuando uno de los principios del Partido Progresista de Centro era su cruzada contra cualquier clase de inmoralidad. Aunque aquel asunto no había tenido nada que ver con eso. Él sólo quería consolarla por su divorcio, que al parecer la había dejado muy deprimida. El hecho de estar en la Cripta le había hecho revivirlo todo. Le había parecido oír la puerta, pero cuando miró no vio a nadie.
Su refutación era patética. Él y Chad le habían dado vueltas toda la noche, y era lo mejor que habían podido elaborar. Que era un diputado, que había ido a reunirse con Janet Frean y que se había ofrecido a acompañar en una visita guiada por la Cámara a la chica. Sí, claro, como dirían sus hijas: muy convincente.
Había sido mala suerte: ¿cuánta gente bajaba a la Cripta cada día? Mejor, ¿cada semana? Y que hubiera alguien que se la tuviera jurada. Pero… ¿quién? ¿Quién le odiaba tanto? ¿Ese cerdo conservador? ¿O una de las feministas complacientes de Blair, que parecían creer que los hombres sólo estaban en el Parlamento para una cosa, echar un polvo? ¿O habría sido el policía de guardia? No, ésos eran de una pieza, nunca hablaban.
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