– ¿Adónde le gustaría ir en un día tan hermoso?
El taxista era amable, simpático, deseoso de ayudar, y por supuesto Martha quería ir al puerto, a comprar camisetas en Ken Done, y después sentarse al sol en la bahía. No pensó en la posibilidad de visitar las playas del norte de Collaroy, Mona Vale y Avalon, eso sería volver atrás, no ir hacia delante, y hacia delante era a donde tenía que ir, el único lugar y…
– ¿Tiene tiempo? -le preguntó.
– Todo el tiempo del mundo -dijo él con una sonrisa deslumbrante.
– ¿Podríamos ir a Avalon, por favor? -preguntó.
Bajó del autobús en Barenjoey Road, pestañeando bajo el feroz resplandor del sol. Había visto las playas, camino hacia Sidney, acalorada en su asiento, deseosa de probar la frescura del agua. Los dos chicos que la acompañaban eran surfistas, y se jactaban de las olas que cogerían, de las tablas a las que se subirían. Martha les escuchaba dudando de que sus lecciones inglesas de natación les ayudaran a sobrevivir en la realidad de las olas y las corrientes.
Les había recomendado Avalon un chico que habían conocido en el aeropuerto, que había hecho el viaje en el otro sentido:
– Es el único albergue para surfistas cerca de Sidney, y es un sitio brutal.
Así que habían subido las mochilas al autobús y habían hecho un trayecto de dos horas cruzando los suburbios de la ciudad hasta el otro extremo, atravesando los grandes puentes, contemplando atónitos el deslumbrante puerto, los elegantes barrios de Northern Sydney, de Mossman y Clontarf, y después la interminable y aburrida autopista, repleta de concesionarios de coches y restaurantes baratos y tiendas de surf, muchas tiendas de surf.
Se paró en lo alto de los precipicios vertiginosos de Avalon, a contemplar la playa. Ahí estaba, no sólo la vista, sino también el sonido del mar, rugiendo, subiendo y bajando, y el olor también, fresco, salado y hermoso. Se quedó un buen rato mirando, y entonces cogió otra vez la mochila y bajó la pronunciada pendiente hacia Avalon, pensando en lo inapropiado del nombre, una parte tan importante del mito inglés de Camelot en un lugar tan infinitamente australiano.
Avalon estaba situado en un cruce de caminos, y era poco más que un pueblo, y el Avalon Beach Hostel estaba en una de las carreteras que formaban el cruce. Era bastante grande, tenía capacidad para noventa y seis personas y era el primero de su clase en la zona de Sidney, según el portero.
– Se hizo a imagen de los de Cape Tribulation, un emplazamiento de surfistas de verdad.
Martha lo miró un poco nerviosa mientras cruzaba las grandes verjas y el patio asfaltado. En aquella época se dejaba intimidar con facilidad, y los chicos bronceados sentados en el largo porche que daba al patio parecían estar en su casa.
Se registró y le dieron una habitación: o más bien una sexta parte de una habitación, una litera dura fijada a la pared con cuerdas y una taquilla. Era muy primitivo, el suelo era de cemento pintado, pero estaba limpio, y el baño de chicas, igual de espartano y limpio, estaba frente a su puerta.
– La cocina está aquí -dijo el portero, que parecía tener la misma edad que ella, guiándola hacia una sala grande, detrás del porche, medio llena de mesas largas y bancos, y las paredes cubiertas de carteles de surfistas-. Las neveras están allí, sólo tienes que coger uno de los compartimentos vacíos y poner tu nombre hasta que te marches. Todo el mundo come aquí.
Martha sonrió insegura a los chicos del porche. Ellos le sonrieron y le preguntaron de dónde era y adónde iba. De repente se sintió muy feliz; le gustaría el sitio.
Le gustó, era estupendo. Le encantó Avalon, el ambiente de pueblo, las tiendecitas y el restaurante francés, con manteles de cuadros rojos y blancos, donde comían muy de vez en cuando. Había una librería llamada Boocaccino, una charcutería, donde no podían permitirse comprar (pero también un excelente supermercado, donde sí podían hacerlo), y asombrosamente, un cine, que por lo visto pertenecía a alguien que tenía un programa de mediodía en la tele. Fuera quien fuera, se tomaba en serio la vida cultural de Avalon y pasaba películas extranjeras los domingos.
Hizo dos buenos amigos, un chico llamado Stuart y una chica llamada Dinah. Dinah era de Yorkshire, y su padre también era vicario.
– Lo peor de todo es ser tan pobre y tener que ser tan fina -dijo un día Dinah, pasándole un porro a Martha-. Y que toda la parroquia te controle, claro. ¿Te imaginas quedarte embarazada o algo así? ¿Te imaginas lo que harían?
Martha se estremeció y se rió al devolverle el porro.
Los tres se hicieron inseparables. Stuart se contentaba con bañarse en lugares seguros entre las rocas con las chicas, en piscinas naturales que el mar llenaba todos los días. Juntos paseaban por las hermosas playas blancas; fueron a Palm Beach, a la exclusiva costa arbolada de Whale Beach, y a Newport, a Mona Vale y a Bilgola. Por la noche se sentaban en la playa de Avalon y fumaban y charlaban con los demás, cocinaban en las barbacoas de la playa y se bañaban en el mar negro y plateado. Martha prefería esa vida a la de los estudiantes mimados en Tailandia. Además le gustaban los australianos, tan cordiales, tan alegres, tan poco pretenciosos. Desde la perspectiva de aquel lugar dorado, recordaba el invierno oscuro y lluvioso de Inglaterra y por un momento pensó en quedarse.
Se lo dijo a Dinah, una noche, en la playa, en la cálida oscuridad. Ella se horrorizó.
– Martha, no puedes quedarte. Esto es todo tan poco… sutil. Y los hombres son muy machistas.
– Puede que sean machistas, pero son muy simpáticos -dijo Martha-. Les prefiero a ellos que a todos esos esnobs de escuela privada, la verdad.
– De ésos habrá muchos en la carrera que has elegido -dijo Dinah-. ¿Estás segura de haber elegido bien?
– Oh, sí -dijo Martha-. Pero tienes razón. Sobre todo los abogados de juzgado.
– Que es lo que no piensas hacer.
– No, yo no. Primero, porque no me lo puedo permitir. Para eso necesitas tener padres ricos. Y no quiero más cerveza. Estoy un poco mareada. Anoche me pasó lo mismo.
Dinah se echó a reír.
– No me digas que la pesadilla se ha hecho realidad. Te llevas un bebé a la vicaría.
– No digas tonterías -comentó Martha, casi irritada. Pero entonces, a pesar de que no estaba en absoluto preocupada, se dijo que al volver al albergue echaría un vistazo a su diario. El período había sido caótico desde que llegó a Tailandia. Pero no, todo era correcto; había tenido la regla en Singapur, poca, pero era la regla, y eso había sido después de Koh Taoi. Y desde entonces no había tenido relaciones.
A principios de febrero, Stuart y su harén (como lo llamaban los otros chicos) se fueron al norte. Cogieron un autobús en Sidney, con destino a Ayers Rock. Dos días y medio de dar tumbos por carreteras largas, rectas e interminables.
Se pararon en Alice Springs a pasar la noche, y por la mañana cogieron otro autobús a Ayers Rock. Juntos contemplaron alucinados el gran estereotipo, vieron cómo se teñía de púrpura al atardecer, subieron en el frío de la noche del desierto, se cogieron de la mano en la cima, con las caras vueltas al sol, y a pesar de los demás turistas, se sintieron solos en el mundo, con el desierto extendiéndose a lo lejos, un vacío absoluto en todas direcciones.
Cuando bajaron, Martha se sentía rara. Se sentó un rato a la sombra, y vomitó. En el autobús volvió a vomitar, varias veces, en el trayecto al norte, en dirección a Cape Tribulation.
– Martha -dijo Dinah cariñosamente, mientras secaba el sudor de la frente de su amiga junto al autobús, que había parado para ella-. Martha, ¿no tienes nada que decirme?
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