– Soy Fergus Trehearn.
– Sí, lo sé, he reconocido tu voz.
– Vaya, me alegro de haberte causado impresión. Al menos mi voz. Sé que es una tontería llamarla a su casa, pero me dijo que pasaba por allí de vez en cuando y no la localizo en ninguna parte. Tiene el móvil apagado. ¿Cómo estás, Clio?
– Estoy muy bien, Fergus. Si quieres hablar con Jocasta, se ha ido a Nueva York. Con Gideon. Están en el Carlyle.
– Ah, sí. Es uno de los favoritos de Gideon. La llamaré allí, pero no es urgente, se trata de Kate.
– Bien. Espero que la localices.
– Lo intentaré. Que te vaya bien a ti también. Seguro que se trata de algún congreso médico importantísimo.
– No, no exactamente -dijo Clio-. Tengo que ir a un hospital. Me presento a un empleo en mi antiguo hospital y voy a uno afiliado.
– ¿Estás buscando empleo? ¿Como especialista?
– Sí. Especialista en geriatría. Que era lo que hacía antes.
– Es un trabajo estupendo, a mí me lo parece. Me rompe el corazón pensar en la cantidad de personas mayores que viven sin nadie que las atienda. Después de todo lo que han hecho por nosotros. Seguro que son más educados que algunos de tus pacientes más jóvenes.
– En eso tienes razón -dijo Clio, sonriendo, y sorprendida al oír su opinión-. Oye, te estoy entreteniendo…
– En absoluto. Me encanta charlar contigo. Pero tengo que hablar con Jocasta. Lástima. Adiós, Clio, ha sido muy agradable hablar contigo.
– Adiós, Fergus.
Clio deseó que no le cayera bien, porque no le gustaba nada lo que hacía. Pero no podía. Le hacía el mismo efecto, pensó al colgar, que tomarse una copa de buen vino tinto. Apaciguador. Agradable. Lo opuesto a irritable.
En un impulso, e inspirada por una foto en la pared de ellas tres en Heathrow con las mochilas, decidió intentar localizar a Martha Hartley. Eran sólo las seis y media, y como en las entrevistas siempre decía que trabajaba hasta medianoche, tal vez la encontraría. Llamó a Sayers Wesley y le pusieron con una chica con un acento cortante y distante, que le dijo que la señorita Hartley estaba fuera pero que le daría su mensaje.
– Aunque le advierto que los próximos días estará muy ocupada. No puedo prometerle nada.
A la mañana siguiente, Nick Marshall estaba cruzando Westminster Bridge cuando sonó su teléfono. Era Theodore Buchanan.
– Hola, Nicholas, chico. Un buen artículo el de ayer. Bien hecho.
– Gracias -dijo Nick.
Había publicado un artículo sobre el desempleo rural, citando a varios diputados sobre el efecto devastador que tendría una prohibición de la caza en el paro en la zona. Era una compensación por el soplo que le había dado Buchanan sobre Chad Lawrence.
– Creí que debías saberlo -estaba diciendo Buchanan-. Esta tarde voy a plantear el otro asunto como un punto del orden del día. Seguramente será tarde, sobre las nueve, porque hay muchos asuntos sobre la reforma de los Lores. Mira, esto es lo que voy a decir…
Más tarde, Nick escribió su artículo y lo mandó, tras confirmar con Buchanan que lo había puesto en el orden del día.
Theodore Buchanan volvió a asegurarle que no tenía ninguna duda de que se tocaría el punto.
– En un par de horas, diría yo.
A veces los correos electrónicos la hacían sentir espantosamente acosada, la seguían fuera donde fuera. Esa mañana estaba mirándolos en su suite del Observatory. Una larga lista, como siempre. La mayoría cuestiones administrativas, y después una lista de las personas que habían llamado.
Le echó un vistazo y casi todas eran de personas no relacionadas con el trabajo, de comisiones y juntas de beneficencia en las que había aceptado participar, funciones a las que estaba invitada, y un nombre que le encogió el corazón: Clio Scott. Le gustaría que Martha la llamara para quedar.
Martha se quedó mirando la pantalla fijamente, sintiendo que su mente se dividía en dos; Mackenzie, Paul Quenell, Sayers Wesley, Jack Kirkland, el Partido Progresista de Centro estaban en una parte, un lugar controlado y bien gobernado, y Clio estaba en otra. ¿Qué quería? ¿Por qué la había llamado de repente? ¿Qué podía querer de ella? ¿Qué podía saber? ¿Qué podía hacer?
Frena, Martha, frena, te estás dejando llevar por el pánico. El pánico es peligroso. Es lo único peligroso. La calma lo es todo, la calma y el control: eso es lo que nos da seguridad. A lo mejor Clio sólo quería que quedaran las tres para salir. Jocasta ya había mencionado algo así. Sí, era lo más probable. Lo más probable.
Un resquicio de frescor estaba abriéndose paso entre el pánico feroz, apartándolo. No tenía por qué quedar con Clio, ni siquiera tenía que hablar con ella. Le diría a su secretaria que le dijera que estaba demasiado ocupada y que ya la llamaría cuando su agenda se despejara un poco. Era lo que decía siempre a las invitaciones no deseadas y siempre funcionaba. Después, no les llamaba nunca y normalmente ellos no insistían.
De modo que no pasaba nada. Podía alejar a Clio otra vez, no tenía por qué volver a aceptarla en su vida. Se desharía de ella limpiamente, y se acabó.
Iría al gimnasio media hora, antes de ir a la oficina de Wesley a aguantar otra reunión tediosa, pero infinitamente controlable, con Donald Mackenzie.
«Las sábanas limpias y la lavandería china…
El partido de Chad Lawrence, el carismático diputado, cuyo pelo rubio, aspecto atractivo y buenos modales de escuela privada le hacían destacar entre su viejo partido conservador, se ha comportado con increíble despreocupación con los fondos de la fundación de su nuevo partido. O eso ha afirmado Theodore Buchanan, en un punto del orden del día de esta tarde.
Preguntó a la Cámara si era apropiado «que el Partido Progresista de Centro recibiera fondos procedentes de la República Popular China. ¿No es cierto que los partidos políticos británicos, en esta Cámara, tienen prohibido recibir financiación procedente de intereses extranjeros? Señor portavoz, ¿no debería la Comisión de Normas y Privilegios investigar este asunto con urgencia?»
Entonces el señor Buchanan se ha sentado entre grandes ovaciones y abucheos.
Cuando un compañero de escuela (de Eton, ¿de dónde si no?), Jonathan Farquarson, ofreció al nuevo partido un millón de libras para sus fondos el otoño pasado, Lawrence (Ullswater North) no se molestó en asegurarse de que la empresa de tecnología del señor Farquarson, Farjon, tuviera su sede en el Reino Unido. Tras declararse en quiebra hace dos años, la adquirió una empresa china que opera desde el norte de Hong Kong. No sólo va contra la ley que un partido político británico reciba financiación de intereses extranjeros, también es posible que el señor Lawrence se vea sometido a presiones para que conceda tarifas de importación favorables para la empresa. El un día señalado como posible futuro primer ministro conservador, fue uno de los miembros fundadores del Partido Progresista de Centro, el grupo de centro izquierda escindido de los conservadores.
El partido afirma estar limpio, y que en él no hay corrupción ni amiguismo. Lamentablemente para el señor Lawrence, se encuentra en medio de una disputa que levanta sospechas de ambas cosas.
Es una desgracia para la reputación del nuevo partido que sólo hace dos semanas Eliot Griers, otro miembro prominente del nuevo partido (junto con Janet Frean, la única diputada destacada que se ha unido al partido por ahora), saliera en las noticias por el ya infame «Abrazo en el caso de la Cripta», en la que estuvieron implicados el señor Griers y una joven abogada de su jurisdicción.
Jack Kirkland, sentado junto a Chad Lawrence en los bancos de la oposición, se levantó para decir que el asunto estaba recibiendo toda su atención, pero que mientras tanto seguía teniendo toda la confianza en su honorable amigo, el diputado de Ullswater North.
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