Era Josh.
– ¿Quién ha llamado? -dijo Martha-. ¿Quién has dicho que era?
Había llamado a sus padres para saber si estaban bien y su madre le había dicho que había llamado Clio Scott.
– Es muy simpática -comentó-, dice que viajasteis juntas.
¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a inmiscuirse en su vida privada, a llamar a sus padres? Por el amor de Dios, ¿qué pretendía agobiándola así, casi como una acosadora? Era ofensivo, no tenía derecho a hacerlo.
– Sólo quería que la llamaras, cariño -dijo su madre, muy sorprendida por la reacción de Martha-. Dijo que le gustaría mucho verte. No sé por qué te pones así. A mí me pareció muy simpática. Estuvimos charlando de vuestro viaje.
– ¿Qué? -exclamó Martha, acalorada y temblorosa de repente-. ¿Por qué tenías que hablar con ella de eso? ¿Qué tiene que ver con ella? ¿Qué tienes tú que ver, ya puestos?
– Martha, cariño, ¿qué te pasa? No pareces la misma. Supongo que es el viaje. Debes de estar agotada.
– Estoy perfectamente -dijo Martha-. Es que no me gusta que la gente me agobie. Dame su teléfono, por favor, mamá, y le diré que lo deje. Ya está bien. ¿Qué? No, claro que no seré grosera con ella. ¿Por qué tendría que serlo? Sí, volveré a casa el viernes. Ya te llamaré antes.
Clio estaba preparando un café para Josh cuando sonó el móvil.
Bastante avergonzado, Josh le había explicado que había ido a buscar un cinturón que había perdido.
– Me quedé unos días hace poco y pensé que podía estar aquí. Es un regalo de cumpleaños de Beatrice, mi esposa, y no para de preguntarme dónde lo tengo. Pasaba por aquí y… perdona si he venido en mal momento.
Clio dijo que no era un mal momento, que Jocasta había sido muy amable dejándole la casa un par de días.
– Se ha portado tan bien conmigo. No sé qué habría hecho sin ella.
– ¿Está con el tal Keeble?
– Sí.
– Qué raro es eso -dijo él-. Ya sé que es encantador, pero Nick era… perfecto para ella. Y dejar su trabajo. Es lo último que me habría imaginado.
– Bueno, seguro que sabe lo que hace -dijo Clio prudente-. ¿Quieres azúcar?
Fue entonces cuando sonó el teléfono.
– Uf -dijo al apagarlo unos minutos después-. Me acaban de echar un rapapolvo.
– ¿Ah, sí? ¿Quién?
– Martha Hartley. ¿Te acuerdas de Martha?
– Sí -dijo Josh tras una pausa-, por supuesto. -Después la miró un poco avergonzado-. Oye… Clio…
– Josh, no digas nada. Eso fue en otra vida. Me alegro de que hayamos vuelto a vernos.
– Fueron días felices, ¿verdad? -dijo él sonriendo y tomando un poco de café.
– Muy felices. Una buena patada a la vida adulta.
– ¿Y a Martha qué demonios le pasaba?
– He intentado ponerme en contacto con ella. Sólo porque…, bueno, porque pensé que sería divertido. En fin, llamé a su oficina y llamé a sus padres, y por lo visto no debería haberlo hecho. Me ha dicho que no tenía ningún derecho a llamarles, y que no volviera a molestarles, y que ahora estaba muy ocupada para quedar conmigo. Y después ha colgado.
– Caray. Está claro que está como una cabra. Bueno, ella se lo pierde, Clio, no tú.
Era un encanto, pensó Clio, todavía. Era imposible que no te gustara.
Mientras se vestía para la cena, Beatrice pensaba que su madre tenía toda la razón. La vida ya le parecía mucho mejor. ¿Qué habría hecho ella esa noche, por ejemplo, que la niñera tenía que salir? ¿Contratar a una niñera desconocida que pusiera nerviosas a las niñas? Eran tan felices con Josh; él era muy indulgente con ellas, pero también era un buen padre, atento, cariñoso y siempre a mano. Desde el principio, había estado dispuesto a cambiar pañales y a fregar, tanto como a participar en las cosas buenas.
El ambiente en la casa había mejorado de forma evidente desde que Josh había vuelto a casa, oficialmente en período de prueba, para ambos, había añadido Beatrice, porque no quería parecer demasiado dominante. Y Josh estaba tan desesperado por complacerla, por demostrarle lo feliz que era de haber vuelto, que resultaba enternecedor. No había duda de que era un ligón, pero su madre también llevaba razón en eso, no había para tanto. O es lo que había decidido pensar. Josh también era extremadamente generoso, además de ser muy organizado, de forma sorprendente, respecto a las cuestiones económicas. Tenía buen carácter y era muy amable. La admiraba y estaba orgulloso de sus éxitos. De modo que se diría que la hoja de balance se inclinaba a favor de Josh por el momento.
Le oyó entrar, a la hora que había prometido. Subió las escaleras, entró en el dormitorio y le dio un beso.
– Hola. Tu canguro residente ha llegado. Estás fabulosa.
Beatrice sabía que no lo estaba, que no era del tipo fabuloso. Pero era agradable oírlo, a pesar de todo. Le devolvió el beso.
– Gracias -dijo; se puso de pie y le observó.
Seguía tan guapo como siempre. A ella aún le atraía, lo que era una suerte. Desde su regreso todavía no se habían acostado. Ella no se había sentido capaz. Pero por poco.
De repente parecía posible. Más que posible. Incluso una buena idea.
– Josh -dijo, mientras él se acercaba a la puerta-. Josh, no te duermas antes de que vuelva. Me gustaría contarte cómo ha ido.
Él la miró a los ojos y sonrió. Sabía exactamente lo que quería decir.
– No me dormiré -dijo.
– ¿Clio? Clio, soy yo, Jocasta. ¿Cómo estás?
– Estoy bien. Trabajando otra vez. Lo he pasado en grande en tu casa. ¿Qué tal Nueva York?
– Nueva York es maravillosa. Clio, tengo noticias. Grandes noticias. Nos hemos casado. Gideon y yo.
– ¡Casado! Pero…
– Nada de peros. Lo hemos hecho. Nos hemos ido a Las Vegas, en realidad. En fin, ahora soy la señora Gideon Keeble. ¿Qué te parece?
– Genial. Felicita a Gideon de mi parte, por favor. Dile que es un hombre con suerte.
– Se lo diré. De todos modos, dentro de una semana estaremos en casa, y vamos a dar una fiesta por todo lo alto. En la casa de Londres de Gideon, seguramente. Todavía no sé la fecha, pero será pronto. No quedes con nadie, ¿de acuerdo?
– No te preocupes -dijo Clio-. Y enhorabuena otra vez.
La señora Keeble. ¿Estaba loca o qué? Como habría dicho la propia Jocasta.
Se señaló el 22 de junio como fecha de la fiesta. Jocasta se lo había pensado y había decidido que la casa de Berkshire era un escenario mejor.
– Será un sueño de una noche de verano -dijo alegremente-. ¡Qué bonito! A lo mejor deberíamos ponerle un tema, y decirles a todos que vinieran vestidos de hada.
Gideon le dijo que podía hacer lo que quisiera, pero que no pensaba ir de Oberon.
– No tengo piernas para eso.
– Yo creo que tienes unas piernas preciosas -dijo Jocasta.
– Tienes una visión sesgada. Gracias a Dios.
La lista de invitados ya era de trescientas personas y no cesaba de aumentar. Jocasta no paraba de acordarse de gente a quien quería invitar. Gente con la que había ido a la escuela, a la universidad, con la que había trabajado. Había invitado a todos los empleados del Sketch, incluido Nick. Sabía que no querría ir, pero no podía dejarle sin invitación.
Le llamó y le dijo que le gustaría mucho que fuera y por qué. Él fue bastante lacónico, le dio las gracias, dijo que iba a su casa ese fin de semana pero que le deseaba que fuera muy feliz. Por primera vez desde que se había casado con Gideon, Jocasta se sintió fatal. Pensó en los años pasados con Nick, en lo felices que habían sido, la intimidad que habían alcanzado, lo mucho que le desagradaba hacerle daño. Colgó el teléfono y lloró un buen rato.
Las invitaciones formales a la Keeblefiesta, como se empeñaba en llamarla Gideon, salieron la última semana de mayo. Era un poco justo, pero Jocasta dijo que todo el mundo querría ir, de modo que anularían lo que fuera excepto su propia boda.
Читать дальше