Cruxbury Manor era el escenario perfecto, una pieza de perfección georgiana, sobre una pequeña colina, diseñada según decían por Capability Brown.
Jocasta había contratado a una organizadora de fiestas, Angie Cassell, una rubia platino delgada como un palo, y a los pocos días tenía caterings, menús, marquesinas, grupos de música y DJ en fila. También convenció a un diseñador muy afectado llamado MM, que se negó a darle su nombre completo, para que elaborara su tema. Vestía de blanco, besaba mucho las manos y tenía un acento que podía rivalizar con el de Scarlett O'Hara. Le quitó de la cabeza la idea del sueño de una noche de verano.
– Ya está muy visto -comentó-. Creo que debemos decidirnos por Gatsby. Los trajes son muy favorecedores. No querrás que tus invitados se amarguen al ver sus fotos en Tatler.
Grupos de jazz, bares de contrabando de alcohol, carpas con bares clandestinos y gánsters con armas, polainas y sombreros de fieltro paseándose por el jardín sonaba bien, y tenía razón: los trajes blancos y los vestidos de charlestón con pedrería eran infinitamente más favorecedores que las gasas.
– ¿Y si tuviéramos todo el rato en marcha un cursillo de diez minutos de charlestón -dijo Jocasta- con un profesional, para que la gente se anime?
Angie dijo que la gente se lo pasaría en grande, y MM aplaudió encantado y gritó:
– ¡Perfecto!
Lo primero que sintió Clio al recibir la invitación fue pánico. Todas esas personas deslumbrantes, que se conocían entre ellas, todos esos trajes maravillosos, y encima bailaba fatal. ¿Y con quién iría? ¿Podía ponerse enferma? Tal vez sería lo mejor. Podía aceptar y llamar por la mañana diciendo que tenía un virus de estómago. Sí, ésa era una buena idea.
Mandó su aceptación por escrito, sintiéndose complacida consigo misma. Jocasta la llamó al día siguiente, diciendo que quería que fuera la noche anterior a la fiesta.
– Sé que para ti sería un lío venir y yo necesito a alguien que me coja la mano todo el día. ¿Qué te vas a poner?
Clio dijo, intentando parecer contenta, que pensaba alquilar un traje.
– Oye, yo tengo una chica muy simpática que me va a hacer algo. ¿Quieres que te haga uno?
– ¿No será muy caro? -preguntó Clio, pensando al mismo tiempo que sería la manera de no pensar más en ello.
– Qué va -dijo Jocasta con despreocupación-. Son imitaciones, cosas baratas. También le va a hacer el vestido a Beatrice, o sea que lo pondremos todo en la misma factura y pasaremos cuentas después.
Clio intentó creérselo.
Chad Lawrence iba a ir, por supuesto. Todo el Partido Progresista de Centro, o al menos sus miembros más importantes, estaban invitados. No le apetecía mucho precisamente. Parecía haber sobrevivido al escándalo Farjon disculpándose en la Cámara por su falta de atención, y asegurando que el dinero ya se había devuelto. Pero era consciente de que su imagen fulgurante se había apagado un poco.
Jack Kirkland, que no soportaba las fiestas, llamó a Martha Hartley para preguntarle si quería ir con él. Su irritación cuando ella le dijo que no estaría ese fin de semana fue notable.
– Martha -dijo-, no estarás fuera ese fin de semana. Irás a la fiesta. Gideon Keeble acaba de darnos un millón de libras para compensarnos por el desastre de Farjon. Esto es importante. Vas a ir a la fiesta. Todos vamos a ir. ¿Quieres ir conmigo o prefieres ir con otro?
Martha, bastante agitada, dijo que le encantaría ir con él.
A Bob Frean le daba terror la fiesta. Podía sobrellevar la carrera política de Janet, su ambición feroz y sus ausencias de casa, más o menos. Lo que no soportaba era que le incluyera a él. Lo hacía, de vez en cuando, si no tenía más remedio.
Pero eso era diferente, era un acto social. Era lo que más le desagradaba.
Janet estaba de un humor peligroso en ese momento: medio excitada, medio deprimida. Era un humor que Bob conocía bien y temía. Y había desarrollado una de sus obsesiones contra alguien. Siempre había alguien, normalmente un rival en el partido. Normalmente otra mujer. Ahora era la chica nueva, Martha Hartley, porque recibía demasiada atención de todo el mundo.
Fergus Trehearn se puso eufórico al recibir la invitación. Era la clase de ocasión que más le gustaba: glamurosa, divertida, con clase, y repleta de medios. También le encantaba bailar, disfrazarse y nada le hacía más feliz que contemplar a mujeres hermosas en una fiesta.
Fionnuala Keeble, sabia pese a su juventud, rechazó la invitación mediante un mensaje de texto a su padre, que le hizo sonreír.
Se esperaba un gran contingente irlandés, muchos de ellos familia de Gideon.
– Será estupendo que te conozcan por fin -dijo Gideon, sonriendo a Jocasta.
Ella le sonrió y pensó en lo tierno que era que el acento irlandés se le intensificara cada vez que hablaba de Irlanda.
A Josh le apetecía mucho la fiesta. Beatrice y ella habían decidido que, durante un tiempo, se quedarían en casa, resolviendo sus problemas, y dedicarían los fines de semana a las niñas. Rechazarían todas las invitaciones relacionadas con el trabajo. Valía la pena, sin duda, pero la idea de una noche de entretenimiento fue muy bien recibida.
Ronald Forbes, tras sopesar la invitación a la fiesta para celebrar la boda de su única hija, mandó una nota aceptando, y diciendo que esperaba que ella y Gideon fueran muy felices. Incluyó un generoso cheque a modo de regalo de boda.
Sabía que era un gesto sin sentido: con tan poco sentido como su confirmación, porque no tenía ninguna intención de ir. De todos modos, Jocasta estaba desproporcionadamente contenta.
– Estaba convencida de que no vendría.
– Pues ya ves -dijo Gideon, dándole un beso.
Varios días después de mandar la montaña de invitaciones, a Jocasta se le ocurrió la idea.
– Invitaré a Kate Tarrant -dijo a Gideon-. Le hará una ilusión bárbara. Y le compensará un poco todos los problemas que le he causado. Le diré que traiga a su novio, claro, y a un par de amigos. De hecho, invitaré a sus padres también, creo, para que estén tranquilos. Ah, y a su abuela.
– ¡A su abuela! Jocasta, ¿qué haces invitando a abuelas a tu fiesta? A menos que lo hagas para hacerme sentir más joven.
– Gideon, te juro que hasta te podría gustar la abuela de Kate. Es muy sofisticada. Seguro que te pasas la noche bailando con ella.
– Lo dudo. ¿Y qué pasa con Carla? ¿Crees que está bien que se encuentren?
– Carla no vendrá. Está con su madre en Milán. De verdad, Gideon, será divertido. Y quiero que conozcas a Kate.
Janet Frean le había conseguido a Martha una entrada para oír hablar a Chad.
– El jueves por la tarde. Sobre la caza del zorro. Para nosotros es un tema importante, porque el voto rural es indeciso. ¿Por qué no vienes a oírle, y después vamos a tomar algo?
– Oh, vale. -Se sintió halagada-. Me apetece. Gracias.
Le gustaba mucho Janet, siempre echaba una mano y estaba a su lado. Una noche en su casa en compañía de otros diputados, en la que no hablaron una palabra de política, la había hecho sentir más integrada en el grupo.
Chad habló desdeñosamente del «gobierno Islington» y su falta de comprensión de lo que significaba la caza del zorro para las sociedades rurales, los empleos que se perderían, y que sólo su partido parecía entenderlo. Hubo gritos y abucheos: «¡Llévate a las cacatúas a China, que cacen ellos!», gritó alguien ingenioso. Chad se mostró imperturbable.
– Seguro que les gustaría, por allí no han oído hablar de la envidia de clase -contestó.
Después se reunieron en el bar del Stranger a tomar una copa.
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