– No seas ridícula -dijo Fergus-, ¿por qué vas a sentirte intimidada? Nos divertiremos, ya lo verás. ¿Sabes que estamos en la misma mesa para cenar? Con Johnny Hadley, uno de los periodistas del Sketch. Es el tipo más divertido del mundo y tiene muchas anécdotas escabrosas. Lo pasaremos de maravilla. Vamos, querida, paseemos. ¿Te han dado ya el empleo del hospital que solicitaste?
– Cielo santo -exclamó Jilly-, ¿es esto real? Mirad esas luces… Oh, muchas gracias -dijo cortésmente al chófer-. Martín, sostenme un momento la estola, por favor, y aquella fuente, qué maravilla. Ahí está Jocasta. ¡Dios mío, qué vestido!
Jocasta estaba en lo alto de la escalera que conducía a la casa, con Gideon, y llevaba un vestido que era una copia fiel de un Chanel de 1924. Era de gasa hasta el tobillo, de un gris muy pálido, con un dobladillo en forma de pétalos, y la tela estaba pintada con un estampado de telaraña en gris más oscuro. Cuando levantaba los brazos, se desplegaban unas alas del vestido en el mismo tejido volátil, resbalándole de los dedos. Parecía la estrella de una revista exótica: una estrella rutilante.
– ¡Jilly, qué alegría que hayas venido! Estás más joven que nunca. Te presento a mi marido, Gideon Keeble, le he hablado mucho de ti. Helen y Jim, me alegro mucho de veros, y Kate, querida, ven a darme un beso. Dios mío, estás guapísima, ¿quién es este joven tan guapo que te acompaña?
– Nat Tucker -dijo Nat, ofreciendo su mano-. Encantado de conocerte. Tienes una casa preciosa -añadió-, muy bonita.
– Nos gusta -dijo Jocasta-, gracias. Luego nos pondremos al día. Ahora estoy un poco liada. Id hacia allí y os atenderán.
– Es muy guapa -dijo Nat, que fue el primero en aceptar una copa de champán y abrir el camino a través del arco de flores que conducía hacia un lado de la casa y bajaba hacia el país de las maravillas de abajo.
– ¡A que sí! Y es muy simpática -dijo Kate, siguiendo su ejemplo, sorbiendo su copa, consciente de que mucha gente importante estaba mirándola-. Oh, Dios mío, Sarah, mira, una barra de cócteles, y allí otra. ¡Esto será una pasada! Vamos a explorar.
– Kate… -llamó Helen débilmente, mientras los seis desaparecían en el crepúsculo iluminado por farolillos.
– Creo que deberíamos hacer lo mismo -dijo Jilly-. Mirad allí, es…, cielo santo, es un casino y… No me lo puedo creer, ¡si hay un cine! Vamos a ver qué ponen.
– Han pensado en todo, ¿verdad? -dijo Jack Kirkland a Martha.
Ella sonrió.
– Ya lo creo. Es una maravilla.
Por el momento todo había ido bien. Jack había sido un acompañante maravilloso, cortés y atento, que le había presentado a todo el mundo como una de las estrellas más brillantes del Partido Progresista de Centro. Janet Frean, sorprendentemente vestida con frac y corbata y el pelo cobrizo engommado -«No me gustan los vestidos»-, había estado simpática y cordial.
A su lado se había sentado Chris Pollock, el director del Sketch, que ya le había caído muy bien cuando se lo habían presentado en la inauguración del partido.
Hacia el final de la cena, Gideon se puso de pie. Sonrió a todos, levantó las manos pidiendo silencio y cogió un micrófono.
– Está maravilloso, ¿eh? -susurró Beatrice a Josh-. La verdad es que es muy guapo.
Gideon se había negado a disfrazarse. Decía que las personas de su edad y su tamaño no podían permitirse avergonzar a los demás. Su única concesión al tema era un cuello de camisa de esmoquin.
– Le he prometido a Jocasta que no habría discursos. Sólo dos cosas: gracias a todos por venir. Ha sido una noche maravillosa, por el momento. Me han dicho que todavía es muy joven. Yo no lo soy tanto, pero espero durar un poco más. Sólo quería deciros a todos, amigos, nuestros queridos amigos, cuánto quiero a Jocasta y lo feliz que me ha hecho. -Se volvió para cogerle la mano: un ala de gasa se desplegó en el espacio entre los dos-. No sé lo que he hecho para merecerla, pero sólo espero poder hacerla igual de feliz a ella.
Jocasta se echó a llorar de inmediato. Gideon se inclinó y le secó las lágrimas con ternura con los dedos.
– Ella es así -dijo-, terriblemente previsible.
Estalló un rugido de carcajadas. Cuando se apagó, Gideon dijo:
– El siguiente punto del programa es la búsqueda del tesoro. Cada mesa tiene una lista de pistas. El primero que vuelva aquí gana. Os esperaré pacientemente. Buena suerte.
– Voy a ver a los Tarrant a su mesa -susurró Fergus al oído de Clio-. Pero volveré, lo prometo. No te vayas a buscar tesoros sin mí.
– No me iré -dijo Clio riendo, y después se volvió a mirar a Johnny Hadley, que estaba contándole otra anécdota procaz sobre Carlos y Camilla. Él no podía creer en la suerte que había tenido encontrando a una mujer bonita que no había oído ninguno de sus trillados chismes, y en lugar de mofarse de él, como hacían las periodistas, abría mucho los ojos con cada historia.
Ahora a Clio le costaba creer que no hubiera querido ir a esa fiesta. Se lo había pasado en grande. Fergus no sólo era encantador y divertido, sino que hacía sentir así a los demás. Casi por primera vez en toda su vida, Clio estaba experimentando la embriagadora experiencia de hacer reír a alguien. Y aunque de vez en cuando desaparecía, al ver a alguna celebridad, siempre volvía con ella.
Ojalá se dedicara a otra cosa para ganarse la vida, pensó, y después se preguntó qué le importaba eso a ella.
– Martha, ¿verdad?
– Sí, soy yo. Hola, Josh.
– Hola. Me alegro de verte.
– Y yo a ti.
– ¿Quién habría pensado que nos encontraríamos de nuevo en una juerga como ésta?
– ¡Increíble!
– ¿A qué te dedicas ahora? Eres abogada, ¿verdad?
– Al derecho, sí. Y hago pinitos en política. ¿Y tú?
– Yo trabajo en la empresa de la familia. ¿Estás casada o algo?
– No, nada. ¿Y tú?
– Estoy casado. Sí. Muy casado. Tengo dos hijos. Dos niñas. Son un encanto.
– ¿Está aquí tu mujer?
– Sí, está por ahí. Bueno, parece que haya pasado mucho tiempo, ¿verdad?
– Mucho. Como en otra vida… En fin, debo volver a mi mesa. Me alegra verte, Josh.
– Lo mismo digo. Un vestido precioso -añadió.
– Gracias.
No había estado mal. Ninguna pregunta incómoda. Todavía estaba bien, un poco más gordo, quizá, y posiblemente con menos pelo, pero seguía siendo el mismo niño mimado.
Sí, había ido bien. No debería haberse preocupado tanto.
– ¿Quién era ese amigo tan guapo? -Era la voz de Bob Frean. Janet había resultado ser una entusiasta buscadora de tesoros y llevaba horas desaparecida.
– Es el hermano de Jocasta, Josh -dijo Martha con cautela.
– No sabía que les conocieras tan bien.
– La verdad es que no tanto. Nos conocimos de jóvenes.
Empezaba a sentir un poco de pánico. Respiro hondo y sonrió tímidamente.
– ¿Te apetece ir al casino? ¿O bailar?
– Me gustaría ir al casino -dijo Martha. Sabía por experiencia que cuando se sentía así el truco era no parar de moverse.
– Vamos, entonces.
Le cogió la mano y tiró de ella.
– ¿Quieres llevarte una copa?
– No, no, estoy bien. ¿Janet no se preguntará dónde te has metido?
– Me extrañaría mucho -dijo, y sonrió un brevísimo momento demasiado tarde.
Ah, pensó Martha, no son la pareja perfecta al fin y al cabo.
Se alejaron lentamente de la mesa y Martha se sintió mejor.
– ¡Clio! Aquí estás, querida. Te he estado buscando por todas partes. Ven, el club nocturno nos espera.
Clio volvía del servicio cuando le vio hablando animadamente con Jocasta. Probablemente ella le había pedido que cuidara de ella esa noche, pensó, menos segura de sí misma de repente.
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