Penny Vincenzi - Reencuentro

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Una noche de 1987, alguien abandona a una niña recién nacida en el aeropuerto de Heathrow. Un año antes, tres chicas, Martha, Clio y Jocasta, se habían conocido por casualidad en un viaje y habían prometido volver a encontrarse, aunque pasará mucho tiempo antes de que cumplan la promesa. Para entonces, Kate, la niña abandonada, ya será una adolescente. Vive con una familia adoptiva que la quiere, aunque ahora Kate desea conocer a su madre biológica. Es decir, una de aquellas tres jóvenes, ahora mujeres acomodadas. Pero ¿qué la llevó a una situación tan desesperada?
La trama que desgrana este libro se sitúa allí donde confluyen entre estas cuatro vidas. Y es que Kate verá cumplido su deseo aunque, como enseñan algunas fábulas, a veces sea mejor no desear ciertas cosas…

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Nadie se ha dejado engañar.»

– Lo que quiero saber -dijo Jack Kirkland, alcanzando una copa de vino a Janet Frean- es quién demonios le ha dado el soplo a Buchanan. No es precisamente una lumbrera, alguien ha tenido que echarle una mano. Oh, Dios, menudo desastre. En sólo seis semanas, caídos del reluciente pedestal, de narices al fango, junto con todos los demás. Supongo que fue una ingenuidad por mi parte pensar que nuestro grupito era único, que estaba por encima de ese tipo de cosas.

– No tanto. Yo también lo creía. Es una pena.

– Una pena, no, Janet, una estupidez. Una metedura de pata. -Suspiró-. Creo que no nos recuperaremos de esto.

– No digas tonterías, Jack -dijo ella, y la expresión de su cara atractiva, de mentón poderoso, era comprensiva-. Por supuesto que nos recuperaremos. Mañana habrá otra cosa, algo distinto. ¿Qué te parece un nuevo escándalo Mandelson? Yo apostaría por eso.

Él sonrió de mala gana.

– A lo mejor tienes razón. En fin, suerte que te tenemos a ti. Tú no me vas a hacer nada horrible, ¿verdad, Janet? ¿A ti no te pillarán besuqueándote en la sala de prensa con alguien o intercambiando casas por votos, como la señora Porter?

Janet se rió.

– A Bob no le haría ninguna gracia tu primera propuesta y para la segunda no tengo medios. A veces pienso que debería haberme seguido dedicando a mi profesión original, el derecho, y ganar dinero. Pero no te preocupes, Jack, no te fallaré. Te lo prometo.

Él la miró con gravedad.

– Sé que no me fallarás. Confío en ti plenamente. Siempre he pensado que las mujeres eran mejores para la política. Tienen menos ambición por el poder, son idealistas de un modo más sincero. Había olvidado que eras abogada. Como nuestra querida Margaret. Y como Martha, claro.

– Sí, señor.

Lo dijo en un tono que a él le pasó inadvertido.

– Ésa sí es una socialista. Creo que es estupenda de verdad.

– Estoy de acuerdo. Aunque le falta mucha experiencia.

– Aprenderá rápido.

– Esperemos que sí. La he invitado a una reunión con más gente, para hablar de esa nueva comisión donde me han pedido que participe.

– Bien hecho. Hazla participar en todo lo que puedas, Janet. Creo que valdrá la pena. La considero nuestro futuro. Es muy curioso.

– Muy curioso -dijo Janet, y esa vez Jack percibió el tono-, teniendo en cuenta que sólo tiene dos meses de experiencia.

– Janet, Janet -dijo él, acariciándole la mano-, no vayas a ponerte celosa, ¿eh? Ella puede ser nuestro futuro, pero tú eres nuestro presente. Por cierto, he oído rumores de que Iain Duncan Smith va a hacer presidenta del partido conservador a Theresa May.

– ¿Qué? ¡No me lo puedo creer!

– Pues yo creo que es muy posible. Y diría que es un gesto muy inteligente dar a una mujer ese cargo. Piénsalo, Janet, podrías haber sido tú.

– Ya lo creo -dijo Janet con sequedad.

Él la miró fijamente.

– ¿No te habría gustado, verdad? ¿Con esa pandilla?

– Por supuesto que no -dijo Janet.

Poco después, se disculpo y se marchó. Cuando llegó a casa, se sirvió un buen vaso de whisky y subió a su estudio. Bob Frean la encontró paseando por la habitación, con los puños cerrados, furiosa y en silencio. Con tacto, le preguntó qué ocurría.

– Vete a la cama y déjame en paz -dijo ella-. No tengo ganas de hablar.

Bob pensó en los pocos que reconocerían a la tranquila e inteligente supermujer en aquel estado de frenesí.

No acababa de estar seguro de cuánto le desagradaba. Se había enamorado de ella en la universidad; era una chica inteligente, no hermosa, pero sí muy atractiva, estudiaba derecho, y se había sentido halagado por el interés que demostraba por él y aún más por su deseo de irse a vivir con él primero y después de casarse con él. Tardó un tiempo en darse cuenta de que el deseo estaba bastante inspirado en su dinero -era beneficiario de un gran fondo-, pero para entonces ya era demasiado tarde. Él era perfecto para ella, tanto en un sentido económico como práctico, para apoyarla en su ambición de convertirse en la segunda mujer primer ministro: pagaba las facturas, se encargaba de los hijos, se ocupaba de su educación y sonreía a su lado en actos y entrevistas.

Sin embargo, a medida que ella ascendía en el firmamento político, se volvía más despreciativa con él, lo ninguneaba siempre que era posible, comía sola, alegando que tenía documentos que revisar, trabajo que hacer, se alejaba de él siempre que intentaba hablar con ella. Fue entonces cuando empezó a desagradarle.

En el único lugar donde parecía aceptarlo era en el dormitorio: ella era sexualmente voraz, demasiado voraz, en realidad. Él tardó un tiempo en darse cuenta de que su papel era engendrar a sus hijos y satisfacerla físicamente. Era bueno para su carrera, su familia numerosa era una herramienta muy útil para hacerse publicidad, una especie de resumen de su imagen: Janet Frean, madre de cinco hijos, Janet Frean la supermujer, Janet Frean que demostraba a las mujeres que podían tenerlo todo.

Bob se había percatado pronto del lado fanático del carácter de su esposa, su despiadada destrucción de todo lo que se cruzaba en su camino, su capacidad para seguir adelante más allá del agotamiento.

Primero la había admirado, después se había hartado y, finalmente, se había angustiado, reconociendo una cierta vena de locura. A veces la miraba, pálida y agotada, tras largas sesiones en la Cámara, observaba su cara demacrada, los músculos tensos del cuello, los nudillos blancos mientras charlaba como si nada por teléfono, con los electores, con los trabajadores del partido. Su control era asombroso. A menudo se preguntaba cuándo se desmoronaría; era sólo cuestión de tiempo. Pero sabía que no había nada que él o nadie pudiera hacer, y que ella misma se hundiría.

Era miércoles por la noche.

Clio estaba haciendo las maletas, preparándose para dejar la casa de Jocasta, bastante a su pesar. Lo había pasado de maravilla aquellos tres días. La mañana en el Highbury Hospital había sido fascinante, y había presenciado todas las entrevistas. Hubo varios casos muy tristes, que le recordaron a los Morris. Había compartido su frustración con el médico por los problemas de organizar como es debido la administración de medicamentos para los ancianos, y por las prohibiciones que afectaban a los cuidadores. Le había contado como había empezado a visitar a sus pacientes personalmente, para ponerles las dosis precisas en las cajas dispensadoras, y él se había mostrado impresionado.

– Te preocupas mucho por tus pacientes, ¿no?

– Sí. Eso es lo que más me gusta de la medicina general, que te involucras de verdad, y puedes cambiar cosas.

Él le había dado la dirección de una de las residencias donde pasaban visita, y ella había ido. Estaba bastante mejor dirigida que Laurels, los pacientes estaban animados y ocupados, tenían sus propias parcelas en el jardín y podían cocinar por la tarde, cuando hacían pasteles para las visitas.

Llamo al médico al Highbury y le dio las gracias por organizar la visita.

– Ha sido un placer, Clio. Que tengas suerte. Espero poder trabajar contigo; sin duda puedes hacer mucho aquí si te dan el empleo.

Todo había sido fascinante y estimulante. Se dio cuenta de que deseaba muchísimo que le dieran el empleo.

Había hecho algunas compras en Londres, un traje nuevo y zapatos para la entrevista, por si acaso. Decidió probárselo y estaba abrochándose la chaqueta cuando oyó una llave en la cerradura. ¿Jocasta? No podía ser. Que no fuera Nick, por favor, se moriría de vergüenza.

– ¿Hola? -gritó un poco nerviosa.

– ¿Quién es? -contestó una voz desde el pie de la escalera.

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